Celaena se quedó mirando el cuerpo.
Una carcasa vacía, mutilada con saña, tan seccionada que la sangre había ennegrecido la cama.
Varias personas entraron corriendo tras ella, y Celaena percibió un tufo agrio cuando alguien vomitó a su lado.
Se quedó donde estaba mientras los otros se dispersaban a su alrededor para inspeccionar los tres cuerpos que se enfriaban en la habitación. Aquel timbal atemporal —su corazón— resonaba en sus oídos con tanta fuerza que silenciaba cualquier otro sonido.
Nehemia se había ido. Aquel alma vibrante, fiera y amorosa; la princesa a la que llamaban la Luz de Eyllwe; la mujer que fuera ejemplo de esperanza… Sin más, como una pequeña llama, se había extinguido.
Celaena no había estado a su lado cuando más la necesitaba.
Nehemia se había ido.
Alguien murmuró su nombre, pero no la tocó.
Vislumbró unos ojos color zafiro, que le impedían ver la cama con el cuerpo mutilado. El príncipe Dorian. Las lágrimas surcaban sus mejillas. Celaena tendió la mano para tocarlas. Eran cálidas al tacto, a diferencia de sus propios dedos, fríos y ajenos. Celaena tenía las uñas sucias, ensangrentadas, resquebrajadas; horribles en contraste con la mejilla blanca y suave del príncipe.
Aquella voz volvió a llamarla por detrás.
—Celaena.
Ellos tenían la culpa.
Los dedos ensangrentados de Celaena resbalaron por la cara de Dorian hasta su cuello. Él se limitó a mirarla, súbitamente inmóvil.
—Celaena —volvió a decir aquella voz conocida. Una advertencia.
Ellos tenían la culpa. La habían traicionado. Y habían traicionado a Nehemia. Se la habían llevado. Rozó con las uñas la garganta desnuda de Dorian.
—Celaena —dijo la voz.
La asesina se dio la vuelta despacio.
Chaol la miraba fijamente, sin despegar la mano de la espada. El arma que ella había llevado al almacén. El arma que había dejado allí. Archer había dicho que Chaol estaba al corriente de lo que iban a hacer.
Lo sabía.
Perdió la cabeza y se abalanzó contra él.
Cuando Celaena lo embistió, buscándole la cara con la mano, Chaol solo tuvo tiempo de sacar la espada.
La asesina lo estampó contra la pared y Chaol notó un fuerte escozor cuando cuatro uñas le arañaron la cara.
Celaena se llevó la mano a la cintura, pero él le aferró la muñeca. La sangre corría por la mejilla del capitán y le caía por el cuello.
Los guardias gritaron y se apresuraron hacia ellos, pero Chaol retorció el brazo de la asesina y le trabó la pierna para tirarla al suelo.
—Quedaos donde estáis —les dijo a sus hombres, pero lo pagó caro.
Encajada debajo de Chaol, Celaena le golpeó la mandíbula con tanta fuerza que le hizo ver las estrellas.
Y luego empezó a gruñir, literalmente, como un animal salvaje, una bestia que quería rasgarle el cuello. El capitán retrocedió y volvió a empujarla contra el suelo.
—Para.
Pero la Celaena que Chaol conocía había desaparecido. La muchacha que había soñado hacer su esposa, la chica con la que llevaba una semana compartiendo cama, se había esfumado por completo. Solo quedaba una fiera, que conservaba en las manos y en la ropa las huellas sanguinolentas de sus víctimas. Celaena dobló la rodilla y golpeó a Chaol entre las piernas. Incapaz de resistir el dolor, el capitán la soltó, y la asesina aprovechó para saltarle encima, esgrimiendo la daga que ansiaba clavarle en el pecho…
Chaol volvió a aferrarle la muñeca y se la apretó con todas sus fuerzas mientras la hoja planeaba por encima de su corazón. El cuerpo de Celaena, que trataba de salvar la escasa distancia que separaba su mano del pecho del capitán, temblaba del esfuerzo. Intentó alcanzar la otra daga, pero Chaol le sujetó esa muñeca también.
—Basta —jadeó el hombre, aún sin aliento por el golpe en la entrepierna, intentando pensar más allá del insoportable dolor—. Celaena, basta.
—Capitán —se atrevió a intervenir uno de sus hombres.
—Quedaos donde estáis —volvió a gruñir él.
Celaena empujó la daga con todo su peso y ganó un dedo de distancia. Chaol apenas podía contenerla. Iba a matarlo. Realmente iba a matarlo.
Se forzó a mirarla a los ojos, a mirar aquel semblante tan desencajado de rabia que no pudo encontrar en él a la persona que conocía.
—Celaena —repitió mientras le apretaba las muñecas con todas sus fuerzas, con la esperanza de que el dolor le hiciera reaccionar. Ella no cedió ni un ápice—. Celaena, soy tu amigo.
Ella lo miró fijamente, jadeando entre dientes, respirando cada vez más rápidamente antes de rugir con un grito que llenó el cuarto, la sangre y el mundo de Chaol:
—¡Nunca seréis mi amigo! ¡Siempre seréis mi enemigo!
Infundió a la última palabra un odio tan profundo que Chaol se sintió como si le hubieran golpeado en el estómago. Embistiendo otra vez, Celaena consiguió liberar por fin la mano que sostenía la daga. La hoja bajó.
Y se detuvo. La habitación se enfrió de repente y la mano de Celaena se paralizó en el sitio, como congelada en el aire. Gruñendo, la asesina miró a otro lado, pero Chaol no vio a quién iba dirigido el gruñido. Por una milésima de segundo, el capitán tuvo la sensación de que una fuerza invisible oponía resistencia a Celaena, pero un instante después Ress apareció tras ella. Concentrada en su pulso invisible, la asesina no advirtió la presencia del guardia, que le golpeó la cabeza con el pomo de su espada.
Cuando Celaena cayó sobre él, una parte de Chaol se hundió con ella.