Capítulo 29

Celaena corrió como alma que lleva el diablo por las calles de la capital, dejando caer la capa y las armas más pesadas por el camino, cualquier cosa con tal de ganar velocidad y poder llegar al castillo antes de que Nehemia… Antes de que Nehemia…

Un reloj dio las horas en alguna parte de la ciudad; entre campanada y campanada, toda una eternidad.

Era tan tarde que las calles estaban casi desiertas, pero los pocos transeúntes se apartaban al paso de Celaena, que seguía corriendo con los pulmones a punto de estallar. Ahuyentó el dolor, ordenó a sus piernas que siguieran avanzando y rogó a aquellos dioses que quisieran escucharla que le concedieran velocidad y fuerza. ¿De quién se había valido el rey? Si no de era de Chaol, ¿de quién?

¿Y si hubiera sido el rey en persona? Le daba igual. Los destruiría a todos. Y aquella amenaza anónima que pendía sobre Nehemia… También se encargaría de eso.

El castillo de cristal se alzó ante ella con sus torres transparentes iluminadas por una luz pálida y verdosa.

Otra vez, no. Otra vez, no, se decía a sí misma a cada paso, a cada latido del corazón. Por favor.

No podía entrar por la puerta principal. Los centinelas le darían el alto o provocarían un alboroto que le haría perder un tiempo precioso. Había un muro de piedra muy alto alrededor de uno de los jardines; estaba más cerca que la puerta principal y apenas tenía vigilancia.

Le había parecido oír unos cascos resonando tras ella, pero no le importaba absolutamente nada más que salvar la distancia que la separaba de Nehemia. Se acercó al muro de piedra y, con el corazón desbocado, tomó carrerilla para saltar.

Buscando asidero con las manos y los pies, y hundiendo las uñas con tanta fuerza que se le rompieron, se encaramó lo más silenciosamente que pudo. Escaló el muro y saltó al otro lado antes de que los guardias tuvieran tiempo siquiera de mirar en su dirección.

Aterrizó a cuatro patas en el camino de grava del jardín. Una parte de su mente registró dolor en las palmas, pero Celaena ya estaba corriendo otra vez, desesperada por alcanzar las puertas acristaladas. Algunos pegotes de nieve aislados brillaban a la luz de la luna con un resplandor azul. Primero iría al dormitorio de Nehemia. Llegaría allí y la encerraría para ponerla a salvo, y luego se ocuparía del bastardo que quería hacerle daño.

Los hombres de Archer podían irse al infierno. Se los quitaría de encima en un abrir y cerrar de ojos. Quienquiera que hubieran enviado a lastimar a Nehemia se las tendría que ver con ella. Lo despedazaría poco a poco hasta acabar con él. Arrojaría sus restos a los pies del rey.

Abrió una puerta. Había escogido aquella en concreto porque conocía a los guardias, que estarían haraganeando por allí. No esperaba encontrar a Dorian charlando con ellos. Sus ojos color zafiro pasaron como un destello azul cuando Celaena se alejó corriendo.

Oía gritos a su espalda, pero no se detuvo. No podía detenerse. Otra vez, no. Nunca más.

Llegó a las escaleras y empezó a subirlas, de dos en dos, de tres en tres, con las piernas temblando. Solo un poco más. Los aposentos de Nehemia estaban en el primer piso, dos pasillos más allá. No fallaría. Los dioses se lo debían. El Wyrd se lo debía. No le fallaría a Nehemia. No después de las cosas tan horribles que se habían dicho.

Celaena llegó a lo alto de la escalera. Los gritos a su espalda aumentaron de volumen. La gente la llamaba, pero nada la detendría.

Dobló el último recodo, casi llorando de alivio al divisar la puerta de madera que tan bien conocía. Estaba cerrada; no parecía que hubieran forzado la entrada.

Sacó las dos dagas que le quedaban y se preparó para instruir rápidamente a Nehemia acerca de cómo y dónde debía esconderse. Cuando llegaran los agresores, la princesa solo tendría que guardar silencio. Celaena se encargaría del resto. Y se lo pasaría en grande.

Embistió la puerta.

El mundo se redujo a un timbal que latía fuera del tiempo.

Celaena contempló la alcoba.

Había sangre por todas partes.

Delante de la cama, los guardaespaldas de Nehemia yacían horriblemente degollados, los órganos internos desparramados por el suelo.

Y en la cama…

En la cama…

Los gritos se acercaban, llegaban ya a la habitación, pero las palabras sonaban amortiguadas, como se oyen los sonidos de la superficie desde debajo del agua.

Plantada en el centro de la gélida habitación, Celaena miraba la cama y el cuerpo despedazado que yacía sobre el colchón.

Nehemia estaba muerta.