Capítulo 28

Cegada por la rabia, Celaena solo era consciente de tres cosas: que le habían arrebatado a Chaol, que se consideraba a sí misma un arma forjada para matar y que, si el capitán estaba herido, ninguno de los captores saldría de aquel almacén por su propio pie.

Recorrió la ciudad con el paso raudo y sigiloso de un depredador, avanzando en silencio por las calles adoquinadas. Le habían ordenado que acudiera sola, y así lo haría.

No habían mencionado que fuera desarmada.

Así que había llevado consigo todas las armas que podía transportar, incluida la espada de Chaol, que se había prendido a la espalda junto con su propia hoja, las empuñaduras a la altura del hombro para poder alcanzarlas con facilidad. Del cuello hacia abajo, era un arsenal andante.

Al aproximarse a los arrabales, oculta tras la capa oscura y una gruesa capucha, escaló la pared de un ruinoso edificio para acceder al tejado.

Tampoco le habían ordenado que usara la puerta para entrar.

Sus botas de suela flexible se adherían con facilidad a las decrépitas tejas de color verde esmeralda, y Celaena cruzó el tejado en silencio, escuchando, observando, sintiendo la noche que la rodeaba. Los ruidos que solían animar los barrios bajos la rodearon a medida que se aproximaba al enorme almacén de dos plantas: huérfanos medio salvajes que se llamaban a gritos, el orín de los borrachos que se aliviaban contra las paredes, las prostitutas tentando a sus posibles clientes…

Sin embargo, reinaba un absoluto silencio en torno al almacén de madera, una burbuja de quietud provocada sin duda por los guardias que vigilaban la entrada, cuya presencia ahuyentaba a los típicos moradores del arrabal.

Los tejados cercanos eran llanos y lisos; el hueco entre los edificios, fácil de salvar.

Le daba igual lo que aquel grupo quisiera de ella. No le importaba la clase de información que pretendiera arrancarle. Habían cometido el peor error de su vida al capturar a Chaol. Y también el último.

Llegó al tejado del edificio que se alzaba frente al almacén. Antes de alcanzar el borde, se acuclilló para asomarse a mirar.

Tres hombres encapuchados patrullaban el callejón. Al otro lado de la calle, avistó las puertas del edificio. La luz que se filtraba por las grietas le reveló que, como mínimo, había cuatro hombres apostados en el exterior. Ninguno de ellos miraba hacia arriba. Necios.

El almacén era una nave diáfana de tres plantas de altura. Celaena alcanzaba a ver el suelo a través de la ventana del segundo piso. Un altillo rodeaba la nave a la altura de la segunda planta. A partir de allí, unas escaleras conducían al tercer nivel y luego al tejado; una posible vía de escape, si no conseguía llegar a la puerta. Divisó a diez hombres armados hasta los dientes y a seis arqueros apostados a lo largo del altillo, todos apuntando a la puerta.

Y allí, encadenado a la pared de madera, estaba Chaol.

Chaol, sangrando y con la cara amoratada, con las ropas sucias y desgarradas, la cabeza colgando entre los hombros.

El frío que le helaba las entrañas invadió las venas de Celaena.

Podía escalar el edificio hasta el tejado y luego bajar desde el tercer piso, pero de hacerlo así perdería un tiempo precioso. Además, nadie miraba en dirección a la ventana abierta.

Alzó la cara a la luna, esbozando una sonrisa maléfica. Por algo la conocían como la asesina de Adarlan. Las entradas espectaculares eran su especialidad.

Celaena se alejó unos cuantos pasos del borde, sopesando al mismo tiempo desde qué distancia y a qué velocidad tendría que echar a correr para saltar al edificio de enfrente. La ventana parecía lo bastante amplia como para no tener que preocuparse por si rompía algún cristal o las espadas tropezaban con el marco, y la barandilla del altillo la detendría si acaso se daba demasiado impulso.

No era la primera vez que salvaba tanta distancia de un salto. Pero en aquella otra ocasión, la noche en que su mundo se había hecho añicos, Sam ya llevaba varios días muerto, y ella había entrado por la ventana de la mansión de Rourke Farran con el único propósito de vengarse.

Esta vez, no fallaría.

Los guardias ni siquiera miraban hacia arriba cuando Celaena voló a través de la abertura. Y cuando aterrizó en el altillo rodando hasta quedar en cuclillas, ya había lanzado dos dagas.

Chaol atisbó un destello de acero contra la luna justo antes de que Celaena entrara por la ventana del segundo piso y aterrizara en el altillo. Sin darles tiempo a reaccionar, lanzó dos dagas a los arqueros que tenía más cerca. Cuando los hombres cayeron, ella ya se levantaba; dos nuevas dagas derribaron a los siguientes arqueros. Chaol no sabía ni adónde mirar cuando la asesina salvó la barandilla de un salto. Aterrizó en la planta baja justo cuando varias flechas golpeaban la baranda.

Todo el mundo gritaba y algunos hombres corrían hacia la puerta o se refugiaban detrás de las columnas, mientras que otros se precipitaban hacia ella blandiendo las armas. Sobrecogido, Chaol vio a Celaena sacar dos espadas —incluida la del propio capitán— y abalanzarse sobre ellos.

No tenían ninguna posibilidad.

Los dos arqueros restantes no se atrevieron a disparar a la maraña de cuerpos por miedo a herir a alguno de los suyos; otra estratagema de la asesina, adivinó Chaol. Con las muñecas ya en carne viva, el capitán de la guardia tironeaba de las cadenas con todas sus fuerzas. Si pudiera liberarse, seguro que juntos…

Celaena era un remolino de acero y sangre. Viéndola segar vidas como quien corta tallos de trigo, Chaol comprendió por qué la asesina había estado tan cerca de tocar el muro de Endovier en el pasado. Y por fin —después de varios meses— pudo ver en acción al depredador letal que había esperado encontrar allá en las minas. Sus ojos carecían de humanidad, de cualquier sentimiento remotamente parecido a la compasión. La imagen le heló el corazón.

El guardia pendenciero se había quedado allí cerca, con las espadas en ristre, esperándola.

Uno de los encapuchados, algo alejado del resto, empezó a gritar:

—¡Ya basta! ¡Ya basta!

Pero Celaena no oía nada, y mientras Chaol hacía esfuerzos por arrancar las cadenas de la pared, la asesina se abrió paso dejando un reguero de cuerpos gimientes tras de sí. El tormento de Chaol tuvo la decencia de quedarse donde estaba mientras la asesina avanzaba inexorable hacia él.

—¡No disparéis! —ordenaba el otro encapuchado a los arqueros—. ¡No disparéis!

Celaena se detuvo ante el guardia y lo apuntó con una espada ensangrentada.

—Apártate o te cortaré en pedazos.

El muy necio resopló con desprecio y levantó un poco más la espada.

—A ver si puedes.

La asesina sonrió, pero el encapuchado, que tenía voz de anciano, corría ya hacia ellos con los brazos abiertos para mostrar que iba desarmado.

—¡Ya basta! ¡Baja la espada! —le ordenó al guardia.

Este vaciló, pero Celaena mantuvo su posición. El anciano dio un paso hacia ella.

—¡Basta! ¡Ya tenemos bastantes enemigos ahí fuera!

Celaena se volvió despacio hacia él, con la cara salpicada de sangre y los ojos en llamas.

—No, no los tenéis —dijo—. Porque ahora yo estoy aquí.

Una sangre que no era la suya le manchaba la ropa, las manos, el cuello, pero a Celaena le daba igual. Solo tenía ojos para los arqueros que la apuntaban desde el altillo y para el enemigo que se interponía entre Chaol y ella. Entre su capitán y ella.

—Por favor —insistió el encapuchado. Se descubrió la cara y reveló un semblante acorde con su voz de anciano. Pelo blanco casi al rape, profundos surcos alrededor de la boca y unos ojos grises, muy claros, abiertos de par en par con expresión de súplica—. A lo mejor nos hemos excedido, pero…

Celaena lo apuntó con la espada y el guardia enmascarado que custodiaba a Chaol se irguió con ademán amenazador.

—Me trae sin cuidado quiénes seáis ni lo que queráis. Me lo llevo.

—Por favor, escucha —insistió el anciano con suavidad.

La asesina notaba la rabia y la agresividad que emanaban del guardia encapuchado, advertía la fuerza, el ansia con que aferraba las empuñaduras de sus espadas gemelas. Ella tampoco estaba lista para poner fin a la matanza. No estaba dispuesta a rendirse.

Así que sabía muy bien lo que hacía cuando se volvió a mirar al guardia y le sonrió con desgana.

El guardia se abalanzó sobre ella. Cuando Celaena detuvo el acero, más hombres corrieron hacia ellos esgrimiendo sus armas. Y, de repente, no se escuchó nada salvo el entrechocar del metal y los gritos de los heridos que caían por doquier, mientras Celaena se alzaba triunfante, saboreando la canción que entonaban su sangre y sus huesos.

Alguien gritaba su nombre. Una voz conocida, que no era la de Chaol. Cuando se volvió a mirar, vio el destello de una punta de acero que volaba hacia ella, un mechón de pelo rubio y luego…

Archer cayó al suelo con una flecha clavada en el hombro. En dos movimientos, la asesina soltó la espada y se sacó de la bota una daga para lanzársela al arquero. Cuando se giró, Archer se había levantado. Con los brazos extendidos, se interponía entre Celaena y el grupo de hombres. Como si quisiera protegerlos.

—Esto es un malentendido —resolló. La sangre de la herida le caía por la túnica negra. Una túnica. Igual a la que llevaban los desconocidos.

Archer formaba parte del grupo. Su amigo le había tendido una trampa.

Una rabia pura e implacable, una ira que mezcló los acontecimientos de la noche de su captura con los del presente, que fundió el rostro de Chaol con el de Sam, se apoderó de ella. Celaena buscó la daga que llevaba sujeta al cinto.

—Por favor —dijo Archer. Dio un paso hacia ella. Cuando la punta de flecha se desplazó en su carne, se retrajo—. Deja que te explique.

Al ver la sangre que le empapaba la ropa, la angustia, el miedo y la desesperación que reflejaban los ojos del hombre, la rabia de Celaena zozobró.

—Desátalo —dijo con una calma mortal—. Ahora.

Archer le sostuvo la mirada.

—Escúchame primero.

—Desencadénalo ahora.

Con un gesto de la barbilla, Archer dio la orden al guardia que tan tontamente había provocado la última reyerta. Cojeando, pero aún de una pieza y en posesión de sus armas gemelas, el encapuchado le quitó los grilletes al capitán de la guardia.

Chaol se puso en pie. Celaena advirtió que, aunque se tambaleaba y hacía esfuerzos por no gemir, se las arreglaba igualmente para mirar con desprecio al guardia que tenía delante, con una promesa de venganza brillando en los ojos. El guardia retrocedió un paso antes de volver a sacar las espadas.

—Te concedo una frase para que me convenzas de que no os mate a todos —le dijo Celaena al cortesano. Chaol se colocó junto a ella—. Una sola frase.

Pasando la mirada de Chaol a Celaena, Archer negó con la cabeza. Su expresión no era de rabia ni de súplica, sino de tristeza.

—Llevo seis meses liderando a estos hombres junto con Nehemia.

El semblante de Chaol se endureció, pero Celaena lo miró de hito en hito. Su cara bastó para convencer a Archer de que había pasado la prueba. Volvió la cabeza hacia los hombres que los rodeaban.

—Dejadnos —ordenó con una autoridad que Celaena jamás había percibido en su voz.

Los guardias obedecieron, y aquellos que seguían en pie arrastraron a sus compañeros heridos. La asesina no se atrevió a calcular cuántos habían muerto.

El anciano que se había destapado el rostro la miraba con una mezcla de asombro y temor respetuoso. Celaena se preguntó qué clase de monstruo estaría contemplando el hombre en aquel momento. Al sentirse observado, el anciano la saludó con una inclinación de cabeza y se marchó, llevándose consigo al guardia impulsivo y pendenciero.

Una vez a solas, Celaena volvió a apuntar a Archer con la espada. Dejando a Chaol atrás, dio un paso hacia él. El capitán de la guardia volvió a colocarse a su lado. Cómo no.

Archer procedió a explicarse:

—Nehemia y yo lideramos juntos este movimiento. Ella se unió a nosotros para ayudarnos con los aspectos organizativos. Pretendía crear un grupo que se desplazara a Terrasen con el fin de reunir fuerzas contra el rey. Y también descubrir qué planes tiene el monarca para Erilea.

Chaol se crispó, pero Celaena controló su propia expresión de sorpresa.

—Eso es imposible.

Archer resopló con impaciencia.

—¿Ah, sí? ¿Y entonces por qué la princesa está tan ocupada todo el tiempo? ¿Sabes adónde va por las noches?

Aquella rabia gélida volvió a menguar, ralentizando su percepción del tiempo.

Y entonces, Celaena recordó: se acordó de que Nehemia la había convencido de que no indagase la respuesta al acertijo que había hallado en la oficina de Davis y de que nunca parecía encontrar tiempo para resolverlo, a pesar de su promesa. Recordó que una noche Dorian había acudido a los aposentos de Celaena porque Nehemia había salido y no la encontraba por ninguna parte del castillo; rememoró que, durante su última conversación con Nehemia, la princesa había mencionado que ciertas ocupaciones la retenían en Rifthold, asuntos tan importantes para ella como Eyllwe…

—Aquí —respondió Archer por ella—. Acude aquí cada noche a proporcionarnos la información que tú le confías.

—¿Forma parte de este grupo? —preguntó Celaena como alelada—. ¿Y dónde está?

Archer sacó su espada y apuntó a Chaol.

—Pregúntale a él.

Un horrible retortijón retorció las entrañas de la asesina.

—¿De qué está hablando? —le preguntó a Chaol.

El capitán miraba fijamente a Archer.

—No lo sé.

—Cerdo mentiroso —replicó el cortesano. Miró a Chaol con una expresión tan rabiosa que, por una vez, perdió todo su atractivo—. Mis fuentes me han dicho que hace una semana el rey te habló de la amenaza que pendía sobre la vida de Nehemia. ¿No pensabas decírselo a nadie? —se volvió hacia Celaena—. Lo hemos capturado porque le ordenaron someter a Nehemia a un interrogatorio. Queríamos saber qué tipo de preguntas le habían ordenado formular. Y también pretendíamos demostrarte la clase de hombre que es en realidad.

—No es verdad —escupió Chaol—. Todo eso son viles mentiras. Nadie me ha hecho ni una sola pregunta, asqueroso saco de inmundicia —volvió hacia Celaena una mirada suplicante. Ella trataba de asimilar todas aquellas palabras, cada una más horrible que la anterior—. Sabía que pendía una amenaza anónima sobre la vida de Nehemia, sí. Pero me dijeron que sería el rey quien la interrogaría. No yo.

—Ya lo sabemos —admitió Archer—. Lo comprendimos momentos antes de que llegaras, Celaena. Nos dimos cuenta de que el capitán no era la persona en cuestión. Pero eso no cambia lo que va a suceder esta noche, ¿verdad, capitán?

Chaol no respondió… y a Celaena no le importó.

Porque estaba abandonando su cuerpo. Palmo a palmo. Como una marea que se aleja de la orilla.

—Hace un momento, he enviado a unos cuantos hombres al castillo —prosiguió Archer—. A lo mejor aún pueden hacer algo por ella.

—¿Dónde está Nehemia? —se oyó preguntar Celaena con unos labios que no eran los suyos.

—Eso es lo que han ido a comprobar mis espías. Nehemia ha insistido en quedarse en el castillo para averiguar qué clase de preguntas querían formularle, para descubrir hasta qué punto sospechaban y qué sabían exactamente…

—¿Dónde está Nehemia?

Pero Archer se limitó a negar con un movimiento de la cabeza. Las lágrimas brillaban en sus ojos.

—No la van a interrogar, Celaena. Y para cuando mis hombres lleguen allí, temo que sea demasiado tarde.

Demasiado tarde.

Celaena se volvió a mirar a Chaol. El capitán tenía el semblante pálido y desencajado.

Archer volvió a negar con un gesto.

—Lo siento.