Chaol odiaba las partidas de caza. Varios de los señores apenas sabían sostener un arco y mucho menos moverse con sigilo. Era terrible presenciar sus esfuerzos, y también ver a los pobres perros abriéndose paso entre la maleza para seguir el rastro de un gamo que, de todos modos, no iban a cazar. Con el fin de acabar cuanto antes, Chaol solía matar disimuladamente unas cuantas piezas y después fingía que las había cazado Lord tal o Lord cual. Aquel día, sin embargo, tanto el rey como su hijo, así como Roland y Perrington, formaban parte de la partida, de modo que el capitán no podría hacer ninguna incursión furtiva.
Cada vez que se acercaba a los señores lo bastante para oír sus risas, cotilleos e inocentes confabulaciones, se preguntaba si también él habría acabado así de no haber escogido otro camino. Llevaba años sin ver a su hermano pequeño; ¿habría permitido el padre de Chaol que Terrin se convirtiera en uno de esos idiotas? ¿O se habría encargado de que recibiera entrenamiento para llegar a ser un gran guerrero, como habían hecho todos los señores de Anielle en los siglos posteriores a la rapiña que en su día sufrió la ciudad del lago de Plata a manos de los bárbaros montañeses?
El asterion de Chaol, que seguía de cerca al rey, despertaba numerosas miradas de admiración y envidia por parte de los participantes en la partida. El capitán se dio el lujo de preguntarse —apenas por un instante— qué pensaría su padre de Celaena. La madre de Chaol era una mujer amable y callada, cuyo rostro, tras tantos años sin verla, se había tornado vago en la memoria del capitán. Eso sí, recordaba muy bien su voz cantarina y su risa suave, así como las nanas que le cantaba cuando estaba enfermo. Aunque el matrimonio de sus padres había sido concertado, estaba seguro de que su padre habría escogido en cualquier caso a una mujer como su madre: sumisa. De modo que alguien como Celaena… Se encogió solo de imaginar a su padre y a Celaena en la misma habitación. Se encogió y luego sonrió, porque la lucha de temperamentos habría sido legendaria.
—Parecéis distraído, capitán —le dijo el rey, que surgió en aquel momento de entre los árboles.
Menuda envergadura. Por alguna razón, el tamaño del soberano siempre pillaba a Chaol desprevenido.
Cabalgaba flanqueado por dos de los guardias de Chaol. Uno era Ress, que parecía más nervioso que orgulloso de haber sido escogido para proteger al rey aquel día, aunque hacía lo posible por disimularlo. Debido a ello, Chaol había escogido también a Dannan, el otro guardia, un hombre mayor, curtido y dotado de una paciencia casi legendaria. Chaol inclinó la cabeza ante el soberano y luego le dirigió a Ress un breve asentimiento para mostrarle su aprobación. El joven guardia se irguió en la silla, pero siguió alerta, concentrado en el entorno, en los señores que cabalgaban allí cerca, en los sonidos de los perros y las flechas.
El rey acercó su caballo negro al de Chaol y adoptó un paso cómodo. Ress y Dannan los seguían a una distancia respetuosa, lo bastante cerca para interceptar cualquier amenaza en ciernes.
—¿Qué va a ser de mis pobres señores ahora que no os tienen a vos para matarles las piezas?
Chaol disimuló una sonrisa. Al parecer no había sido tan discreto como creía.
—Mis disculpas, Alteza.
A lomos de su caballo de guerra, el rey tenía todo el aspecto del conquistador que era. Chaol se estremeció al percibir las sombras de su mirada. No le extrañaba que tantos gobernantes extranjeros le hubieran ofrecido sus coronas en lugar de presentar batalla.
—Mañana por la noche tengo previsto interrogar a la princesa de Eyllwe en la sala del consejo —dijo el rey en un tono de voz tan bajo que nadie más que Chaol alcanzó a oírlo. El soberano dio la vuelta al caballo para seguir a la jauría de perros que corrían entre los bosques, húmedos por el deshielo—. Quiero a seis hombres apostados en el exterior. Aseguraos de que no haya complicaciones ni interrupciones.
La expresión de su rostro dio a entender a qué tipo de complicación se refería exactamente: Celaena.
El capitán sabía que no era apropiado hacer preguntas, pero se arriesgó de todos modos.
—¿Debería advertir a mis hombres de algo en concreto?
—No —replicó el rey a la vez que encajaba una flecha en el arco y disparaba al faisán que acababa de surgir de entre la maleza. Un disparo limpio: directo al ojo—. Eso es todo.
El monarca silbó para llamar a sus perros y partió en busca de la presa que acababa de derribar, seguido de Ress y Dannan.
Chaol detuvo el caballo y se quedó mirando al descomunal hombre que cabalgaba entre los arbustos.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Dorian, que apareció en ese momento a su lado.
El capitán negó con la cabeza.
—Nada.
Dorian sacó una flecha del carcaj que llevaba a la espalda.
—Llevo varios días sin verte.
—He estado ocupado —ocupado con el trabajo y con Celaena—. Yo tampoco os he visto por ahí.
Hizo esfuerzos por mirar a Dorian a los ojos.
Con un mohín en los labios y el semblante inescrutable, Dorian repuso:
—Yo también he estado ocupado —el príncipe heredero obligó a su caballo a dar media vuelta, pero lo retuvo un momento—. Chaol —dijo por encima del hombro. Tenía una expresión sombría, la mirada gélida—. Trátala bien.
—Dorian —empezó a decir el capitán, pero el príncipe se alejaba ya para reunirse con Roland.
Súbitamente solo en el bosque encharcado, Chaol se quedó mirando a su amigo, que ya se perdía a lo lejos.
Chaol no compartió con Celaena lo que le había dicho el rey, aunque el esfuerzo de guardar silencio le provocaba un dolor casi físico. El soberano no le haría daño a Nehemia, siendo ella una figura pública y particularmente apreciada. No después de haber advertido a Chaol sobre la amenaza anónima que pendía sobre la princesa. No obstante, el capitán intuía que las palabras que se iban a pronunciar aquella noche en la sala del consejo no iban a ser agradables.
El hecho de que Celaena estuviera o no informada no cambiaría nada, se dijo Chaol mientras yacía en su propia cama, abrazado a ella. Por mucho que Celaena lo supiese o incluso informase a Nehemia, eso no impediría que se celebrase la reunión ni tampoco suprimiría la amenaza. No, decírselo solo serviría para empeorar las cosas para todos los implicados.
Chaol suspiró y desenredó las piernas del cuerpo de Celaena para sentarse y recoger los pantalones del suelo. Ella rezongó, pero no se movió. Era un milagro, comprendió el capitán, que se sintiera tan segura como para dormirse como una niña a su lado.
Se detuvo un momento para besarle la cabeza con suavidad. Luego, recogió el resto de las prendas, que yacían esparcidas por la habitación, y se vistió, aunque apenas pasaban unos minutos de las tres de la madrugada.
Tal vez fuera una prueba, pensó Chaol mientras abandonaba la alcoba sin hacer ruido. Era posible que el rey quisiera averiguar a quién era leal su capitán en realidad; si aún podía confiar en él. Y si descubría que Celaena y Nehemia estaban al corriente del interrogatorio del día siguiente, deduciría quién las había informado.
Solo necesitaba un poco de aire fresco, sentir la brisa salobre del Avery en el rostro. Hablaba en serio cuando le dijo a Celaena que algún día abandonaría Rifthold con ella. Y antes moriría que revelar el secreto de que la asesina, en realidad, no estaba matando a nadie.
Chaol llegó a los oscuros y silenciosos jardines y echó a andar entre los setos. Mataría a cualquiera que intentase hacer daño a Celaena, y si alguna vez el rey le ordenaba acabar con ella, se clavaría la espada en el corazón antes que obedecerle. Su alma estaba unida a ella por un vínculo inquebrantable. Rio entre dientes al imaginar la cara que pondría su padre si algún día recibía la noticia de que Chaol había tomado a la asesina de Adarlan por esposa.
El pensamiento lo hizo detenerse en seco. Celaena solo tenía dieciocho años. A veces lo olvidaba, pasaba por alto que le llevaba unos años. Y si le pedía matrimonio enseguida…
—Dioses del cielo —murmuró, negando con la cabeza. Faltaba muchísimo para aquello.
Pese a todo, no podía evitar fantasear sobre ello: un porvenir prometedor, construir una vida en común, llamarla esposa y oírse llamar esposo, criar a una prole de niños que sin duda serían demasiado listos y dotados para su propio bien (y para la cordura de Chaol).
Aún estaba imaginando aquel futuro inconcebiblemente hermoso cuando alguien lo agarró por detrás y le apretó algo frío y hediondo contra la nariz y la boca.
El mundo se tiñó de negro.