Capítulo 24

Dorian caminaba junto a las tiendas negras de la feria, preguntándose por enésima vez si no estaría cometiendo el mayor error de su vida. El día anterior se había acobardado, pero tras otra noche de insomnio había decidido hablar con la vieja bruja y afrontar después las consecuencias. Se tiraría de los pelos si por culpa de su imprudencia acababa en el tajo del verdugo, pero no se le ocurría ningún otro modo de averiguar si poseía los poderes malditos. No tenía otra elección.

Encontró a Baba Piernasdoradas sentada en los peldaños de su enorme carromato. Tenía un plato descascarillado sobre las rodillas, del que iba tomando piezas de pollo asado, y a sus pies había un montón de huesos pelados.

La bruja alzó hacia él sus ojos amarillentos. Cuando mordió una pata de pollo, los dientes de hierro destellaron a la luz del mediodía.

—Es la hora de comer. La feria está cerrada.

Dorian se abstuvo de replicar. Para obtener las respuestas que buscaba, debía asegurarse de dos cosas: de que la bruja estuviera de buenas y de que no supiera quién era él.

—Esperaba que tuvieras un momento para contestar unas preguntas.

La pata de pollo se partió en dos. La bruja aspiró el tuétano con repugnantes sorbos, pero Dorian aguantó el tipo.

—Los clientes que tienen preguntas a estas horas pagan el doble.

El príncipe se sacó del bolsillo las cuatro monedas de oro que había llevado consigo.

—Espero que esto baste para pagar la respuesta a todas mis preguntas… y tu discreción.

Ella tiró medio hueso al montón y procedió a sorber el otro medio.

—Apuesto a que te limpias el culo con oro.

—No sería muy agradable.

Baba Piernasdoradas rio entre dientes.

—Muy bien, señorito. Oigamos tus preguntas.

Dorian se inclinó para depositar el oro en el peldaño que ocupaba la bruja, aunque guardando las distancias con la deforme criatura. Despedía un hedor atroz, como a moho y a sangre podrida. Sin embargo, volvió a incorporarse sin inmutarse siquiera. El oro desapareció en una mano retorcida.

El príncipe miró a su alrededor. Había feriantes aquí y allá, todos sentados de cualquier manera para comer. Advirtió que ninguno había buscado asiento cerca del carromato negro. Ni siquiera miraban en su dirección.

—¿De verdad eres una bruja?

La vieja agarró un ala de pollo.

Crac. Crunch.

—La benjamina del Reino de las Brujas.

—De ser eso cierto, tendrías quinientos años.

Ella le sonrió.

—Es maravilloso que me conserve tan joven, ¿verdad?

—Entonces es verdad. Las brujas poseen la longevidad de las hadas.

Ella tiró otro hueso al pie de la escalerilla de madera.

—De las hadas o de los valg. Nunca hemos sabido de cuáles.

Los valg. Dorian conocía ese nombre.

—Los demonios que robaban hadas para criarlas; los que crearon a las brujas, ¿verdad?

Y, si no recordaba mal, las hermosas brujas Crochan habían heredado los rasgos de las hadas. En cambio, los tres clanes de la brujas Dientes de Hierro se asemejaban a la raza de demonios que había invadido Erilea en la noche de los tiempos.

—¿Y por qué a un señorito tan guapo como tú le interesan esas historias tan oscuras?

Peló la piel de la pechuga y se la tragó. Expresó su satisfacción con un chasquido de sus atrofiados labios.

—En algo tenemos que entretenernos cuando no nos estamos limpiando el culo con oro. ¿Por qué no aprender un poco de historia?

—Ya veo —dijo la bruja—. ¿Y qué? ¿Te vas a pasar aquí todo el día mientras me aso al sol o me vas a preguntar lo que quieres saber?

—¿De verdad ha desaparecido la magia?

La bruja ni siquiera alzó la vista del plato.

—La magia tal como tú la entiendes ha desparecido, sí. Pero hay otros poderes más antiguos que siguen activos.

—¿Qué clase de poderes?

—Poderes que no son asunto de los señoritos como tú. Siguiente pregunta.

Dorian fingió sentirse herido y la bruja puso los ojos en blanco. El príncipe estaba deseando salir corriendo, pero si quería llegar al fondo del asunto, tendría que alargar la pantomima el máximo tiempo posible.

—¿Es posible que una persona tenga poderes mágicos?

—Jovencito, he recorrido este continente de costa a costa, he subido montañas y me internado en lugares tan tenebrosos que ni los hombres más valientes se atreverían a entrar. No queda ni rastro de magia por ninguna parte. Ni siquiera las hadas que han sobrevivido pueden utilizar ya a sus poderes. Algunas siguen atrapadas en sus formas animales, pobres desgraciadas. Y saben a animal —se rio con un graznido tan espeluznante que a Dorian se le erizó el vello de la nuca—. Así que no. No hay excepción que valga.

Dorian no perdió su expresión indolente.

—¿Y si alguien se descubriera en posesión de poderes mágicos…?

—Sería un maldito idiota y estaría pidiendo a gritos que lo ahorcasen.

El príncipe ya lo sabía. No era eso lo que estaba preguntando.

—Pero si de verdad los tuviera… hipotéticamente hablando. ¿Cómo explicarías algo así?

La bruja dejó de comer y ladeó la cabeza. Su cabello plateado, brillante como nieve recién caída, contrastaba con la tez oscura.

—No sabemos cómo ni por qué desapareció la magia. He oído rumores según los cuales, de vez en cuando, aparecen poderes en otros continentes, pero no aquí. Así pues, la pregunta correcta sería: ¿por qué la magia desapareció aquí y no por toda Erilea? ¿Qué crímenes cometimos, tan horrendos como para que los dioses nos maldijesen con semejante castigo? ¿Por qué nos arrebataron lo que ellos mismos nos habían concedido? —arrojó las costillas del pollo al montón—. Hipotéticamente hablando, si alguien tuviese poderes mágicos y quisiera conocer la causa, le recomendaría que averiguase por qué la magia desapareció en primer lugar. Tal vez así descubriría el origen de la excepción a la regla —se chupó la grasa de los dedos—. Extrañas preguntas, sobre todo si las formula un habitante del castillo de cristal. Muy, muy extrañas.

Él sonrió con desgana.

—Más extraño es que la benjamina del Reino de las Brujas haya caído tan bajo como para ganarse la vida haciendo trucos de feria.

—Los dioses que maldijeron estas tierras hace diez años habían condenado a las brujas mucho antes.

Tal vez las nubes ocultaran el sol, pero Dorian creyó advertir que una sombra asomaba a los ojos de la bruja, tan oscura que se preguntó si no sería aún más vieja de lo que decía. Quizá eso de que era «la benjamina» fuera mentira. Una invención creada para esconder un violento pasado de horrendos crímenes durante las guerras ancestrales.

Contra su voluntad, se sorprendió a sí mismo apelando a aquella fuerza antigua que dormitaba en su interior, y se preguntó si la magia no lo estaría protegiendo de Piernasdoradas igual que lo había protegido de la ventana rota. La idea lo intranquilizó.

—¿Alguna otra pregunta? —preguntó ella mientras se chupaba las uñas de hierro.

—No. Gracias por concederme tu tiempo.

—Bah —escupió ella, y despidió a Dorian con un gesto de la mano.

El príncipe se alejó. Apenas había llegado a la siguiente tienda cuando el reflejo del sol en una cabeza dorada le llamó la atención. De inmediato reconoció a Roland, que caminaba hacia él. Acababa de despedirse de la despampanante rubia que la víspera tocaba el laúd. ¿Lo habría seguido hasta allí? Dorian frunció el ceño, pero saludó con un gesto a su primo, que había echado a andar a su lado.

—¿Qué? ¿Preguntando por tu futuro?

Dorian se encogió de hombros.

—Estaba aburrido.

Roland volvió la vista hacia atrás, a la zona donde se erguía el carromato de Baba Piernasdoradas.

—Esa mujer me hiela la sangre en las venas.

Dorian resopló.

—Creo que es uno de sus talentos.

Roland lo miró de reojo.

—¿Te ha dicho algo interesante?

—Las típicas bobadas. Que pronto encontraré a mi verdadero amor, que me aguarda un destino glorioso, que seré más rico de lo que puedo imaginar. No creo que supiera con quién estaba hablando —observó al señor de Meah—. ¿Y qué hacías tú aquí?

—Te he visto salir y he pensado que a lo mejor querías compañía. Pero al descubrir adónde ibas he preferido mantenerme apartado.

O bien Roland lo estaba espiando o bien decía la verdad; Dorian no lo sabía. Sin embargo, se había esforzado por ser amable con su primo a lo largo de los últimos días. Y en todas y cada una de las reuniones del consejo, Roland había apoyado sin vacilar cada una de las propuestas de Dorian. Había sido fantástico comprobar lo mucho que aquella actitud molestaba a su padre y a Perrington.

Así que Dorian no presionó a su primo. Cuando volvió la vista hacia Baba Piernasdoradas, tuvo la sensación de que la vieja bruja le estaba sonriendo.

Celaena llevaba varios días espiando a sus objetivos. Al amparo de la oscuridad, se había ocultado entre las sombras de los muelles sin dar crédito a lo que estaba viendo. Todos los hombres de la lista, todos aquellos a los que había espiado y que, supuestamente, estaban al corriente de los planes del rey, se iban. Al ver que uno de ellos montaba a hurtadillas en un carruaje sin marcas, lo había seguido. Una vez en el puerto, el hombre había embarcado en una nave que partiría a medianoche. Y luego, para desaliento de la asesina, habían aparecido otros tres. Igual que el primero, habían sido conducidos a toda prisa a los muelles, acompañados de sus familias.

Todos aquellos hombres, toda la información que estaba reuniendo, sencillamente…

—Lo siento —dijo una voz conocida a su espalda. Cuando se dio media vuelta, Celaena descubrió que Archer se acercaba. ¿Cómo se las había arreglado para no hacer ningún ruido? Ni siquiera lo había oído aproximarse—. Tenía que advertirlos —dijo el hombre, sin apartar la vista del barco que se disponía a partir—. No habría podido vivir con el peso de sus muertes sobre mi conciencia. Tienen hijos. ¿Qué habría sido de ellos si hubieras entregado a sus padres al rey?

Celaena susurró, enfadada:

—¿Has organizado tú esto?

—No —repuso él con suavidad. Los gritos de los marineros que desataban maromas y preparaban remos ahogaban sus palabras—. Un miembro de la organización lo hizo. Mencioné que esas vidas podían estar en peligro y lo preparó todo para que sus hombres abandonasen Rifthold en el primer barco.

La asesina se llevó una mano a la daga.

—Parte de este trato depende de la información que me proporciones.

—Lo sé. Lo siento.

—¿Preferirías que fingiese tu muerte ahora mismo y embarcar con esos hombres?

A lo mejor Celaena encontraba otro modo de convencer al rey de que la liberase en un plazo más breve.

—No. Esto no volverá a pasar.

Celaena lo dudaba mucho, pero se apoyó de espaldas al muro del edificio y se cruzó de brazos. Observó a Archer, que seguía con los ojos fijos en el barco. Al cabo de un momento, el hombre se volvió a mirarla.

—Di algo.

—No tengo nada que decir. Estoy demasiado ocupada decidiendo si no sería mejor matarte y ofrecerle tu cadáver al rey.

No hablaba en broma. Después de la maravillosa noche que había pasado con Chaol, empezaba a preguntarse si no sería mejor optar por lo más simple. Cualquier cosa con tal de impedir que el capitán se viera implicado en un desastre en potencia.

—Lo siento —repitió Archer, pero Celaena desdeñó el comentario con un gesto de la mano y se quedó mirando los preparativos del barco.

Era increíble que hubieran organizado la fuga en tan poco tiempo. A lo mejor no todos eran tan necios como Davis.

—La persona a la que le mencionaste el tema —prosiguió al cabo de un momento—, ¿es el líder del grupo?

—Eso creo —repuso Archer en voz baja—. Como mínimo, ocupa un puesto lo bastante alto como para organizar una fuga en cuanto le insinué el problema al que se enfrentaban sus hombres.

Celaena se quedó pensativa. ¿Y si Davis había sido una excepción? Seguramente Archer tenía razón. Era muy posible que esos hombres solo pretendiesen entronar a un gobernante que favoreciera más a sus intereses. Pero fueran cuales fuesen sus motivaciones financieras y políticas, cuando las vidas de personas inocentes corrían peligro, se movilizaban al instante para ponerlas a salvo. Pocos súbditos del imperio se atrevían a hacer algo así, y aún eran menos los que lo conseguían.

—Quiero más nombres y más información para mañana por la noche —le ordenó Celaena, que ya se disponía a abandonar los muelles para volver al castillo—. En caso contrario, arrojaré tu cabeza a los pies del rey y dejaré que sea él quien decida si quiere que la tire a las cloacas o que la clave en la verja de entrada.

Sin esperar la réplica de Archer, Celaena se sumió en las sombras y la niebla.

Se tomó con calma el regreso al castillo para poder meditar lo que había visto. Nadie era del todo bueno o definitivamente malvado (exceptuando al rey, por supuesto). Y por más que aquellos hombres fueran corruptos en cierto sentido, también salvaban vidas de personas inocentes.

Era imposible que estuvieran en contacto con Aelin Galathynius, como afirmaban. Ahora bien, ¿y si de verdad se estaba formando un ejército en nombre de la heredera? ¿Y si a lo largo de la última década algunos miembros de la poderosa corte de Terrasen se las habían ingeniado para permanecer ocultos en alguna parte? Gracias al rey de Adarlan, Terrasen ya no contaba con un ejército propiamente dicho; tan solo con grupos aislados esparcidos por todo el reino. En cambio, aquellos hombres tenían recursos. Y Nehemia había dicho que si alguna vez Terrasen volvía a alzarse, supondría una auténtica amenaza para Adarlan.

Así que, con suerte, Celaena no tendría que hacer nada. A lo mejor no se veía forzada a poner en riesgo su vida, ni la de Chaol. Y quizá, solo quizá, aquellas personas, fueran cuales fuesen sus intereses, encontrasen el modo de detener al rey… y de paso de liberar a Erilea.

Una sonrisa desganada se extendió despacio por el rostro de Celaena, que se ensanchó aún más cuando, al entrar en el brillante castillo de cristal, encontró al capitán de la guardia esperándola.

Hacía ya cuatro días del cumpleaños de Chaol y, desde entonces, el capitán había pasado todas las noches con Celaena. Y todas las tardes y las mañanas. Cada momento que podían arrancar a sus respectivas obligaciones. Por desgracia, no podía zafarse de aquella reunión con sus guardias de confianza, pero mientras escuchaba los informes, sus pensamientos volaban hacia ella sin que pudiera evitarlo.

Chaol apenas había respirado aquella primera vez. Se había movido con suma cautela para no hacerle daño. Ella se había encogido igualmente y Chaol había visto lágrimas en sus ojos, pero cuando le había preguntado si debía parar, Celaena se había limitado a besarlo. Sin cesar. Chaol se había pasado toda la noche abrazado a ella y se había atrevido a imaginar que así sería su vida a partir de entonces.

Y cada noche recorría con los dedos las cicatrices de su espalda, jurándose una y otra vez que algún día volvería a Endovier y derribaría aquel lugar piedra a piedra.

—¿Capitán?

Chaol parpadeó al comprender que le habían formulado una pregunta.

—Repite la pregunta —ordenó, haciendo esfuerzos para no sonrojarse.

—¿Debemos aumentar la vigilancia en la feria?

Diablos, ni siquiera sabía por qué le preguntaban eso. ¿Se había producido algún incidente? Si los interrogaba, sabrían que no estaba prestando atención.

Se libró de hacer el ridículo cuando alguien llamó a la puerta de la pequeña sala de los cuarteles. Al momento, asomó una cabeza rubia.

Le bastó verla para olvidarse del resto del mundo. Todos los presentes se giraron hacia la puerta. Mirando la sonrisa de Celaena, Chaol tuvo que ahogar el impulso de atizarles a esos hombres en los morros por contemplarla tan embobados. Pero eran sus subordinados, se dijo. Y ella era hermosa, además de letal. Claro que la miraban, y también se admiraban al verla.

—Capitán —dijo ella, sin cruzar el umbral. Un rubor parecido al que exhibía cuando estaban en el lecho encendía sus ojos y sus mejillas. Celaena torció la cabeza hacia el pasillo—. El rey os reclama.

De no haber sido por el brillo travieso de los ojos de la joven, Chaol se habría puesto frenético y habría temido lo peor.

El capitán se levantó e inclinó la cabeza a modo de despedida.

—Decidid entre vosotros lo que debe hacerse respecto a la feria e informadme más tarde —dijo, y abandonó el cuarto a toda prisa.

Chaol mantuvo las distancias hasta que se internaron en un pasillo vacío. Entonces se acercó a ella, ansioso por tocarla.

—Philippa y los criados han salido hasta la hora de la cena —anunció ella con voz ronca.

Chaol apretó los dientes, tal era el efecto que le producía la voz de Celaena, como si alguien le recorriera la espalda con un dedo invisible.

—Tengo reuniones durante todo el día —consiguió decir el capitán. Era verdad—. Me esperan otra vez dentro de veinte minutos.

Y considerando lo que tardarían en llegar a los aposentos de Celaena, se retrasaría si la seguía.

Ella se detuvo y lo miró, enfurruñada. Pero entonces los ojos de Chaol se posaron en una pequeña puerta situada a pocos palmos de distancia. Un armario de escobas. Celaena siguió la mirada y una sonrisa se extendió despacio por su cara antes de echar a andar hacia allí. Pero Chaol la detuvo para advertirle:

—Tendrás que ser muy silenciosa.

Abriendo la puerta, Celaena empujó al capitán al interior.

—Presiento que voy a tener que decirte lo mismo dentro de un momento —ronroneó con un brillo travieso en los ojos.

A Chaol le rugía la sangre en las venas cuando la siguió al armario y atrancó la puerta por dentro con una escoba.

—¿En un armario de las escobas? —preguntó Nehemia, que sonreía como un diablillo—. ¿De verdad?

Despatarrada en la cama de Nehemia, Celaena se metió una pasa recubierta de chocolate en la boca.

—Os lo juro por mi vida.

Nehemia se dejó caer en la cama también. Ligera saltó a su lado y, pendiente de la princesa, prácticamente se sentó sobre la cara de Celaena.

La dueña empujó al perro a un lado con suavidad. Una inmensa sonrisa iluminaba su cara.

—Si llego a saber antes la diversión que me estaba perdiendo…

Y, dioses del cielo, Chaol era algo… bueno, se sonrojaba solo de pensar en lo mucho que disfrutaba con él ahora que su cuerpo se había adaptado. El solo roce de sus dedos en la piel la transformaba en una bestia salvaje.

—Yo os lo podría haber dicho —dijo Nehemia, tendiendo el brazo por encima de Celaena para alcanzar el chocolate de la mesilla—. Aunque creo que la pregunta correcta sería: ¿quién iba a decir que el circunspecto capitán de la guardia podía ser tan apasionado? —tendida junto a Celaena, sonreía a su vez—. Me alegro por vos, amiga mía.

Celaena la miró, radiante.

—Creo… creo que yo también me alegro por mí.

Y era verdad. Por primera vez en muchos años, era realmente feliz. El sentimiento arropaba cada uno de sus pensamientos, como un brote de esperanza que aumentaba con cada aliento. Temía prestarle demasiada atención, no fuera a desaparecer. Tal vez el mundo nunca llegara a ser perfecto y quizá algunas cosas no se arreglaran jamás, pero a lo mejor aún tenía posibilidades de encontrar ciertas dosis de paz y libertad.

Notó el cambio de actitud en Nehemia antes de que la princesa dijera nada, como si una corriente de aire hubiera enfriado la habitación. Celaena se volvió a mirarla. La princesa tenía la mirada vuelta hacia el techo.

—¿Qué pasa?

Nehemia se pasó una mano por la cara y exhaló un sonoro suspiro.

—El rey me ha pedido que hable con las fuerzas rebeldes. Para convencerlas de que retrocedan. En caso contrario, habrá una matanza.

—¿Ha amenazado con hacer eso?

—No con esas palabras exactas, pero lo ha dado a entender. A finales de mes, enviará a Perrington a la vivienda que el duque tiene en Morath. No tengo la menor duda de que lo manda a la frontera sur para que pueda supervisar las cosas allí. Perrington es su mano derecha. Y si este juzga que hay que ocuparse de los rebeldes, se sentirá libre para emplear los medios que crea necesarios.

Celaena se sentó con las piernas dobladas debajo del cuerpo.

—¿Y vais a volver a Eyllwe?

Nehemia negó con la cabeza.

—No lo sé. Debo estar aquí. Tengo… Tengo cosas que hacer. En este castillo y en esta ciudad. Pero no puedo dejar que vuelvan a exterminar a mi pueblo.

—¿Y no pueden vuestros padres o vuestros hermanos mediar con los rebeldes?

—Mis hermanos son muy jóvenes y les falta preparación. En cuanto a mis padres, ya tienen bastantes problemas en Banjali —la princesa se sentó. Ligera se tendió entre las dos y apoyó la cabeza en el regazo de Nehemia… propinando unas cuantas patadas a Celaena al hacerlo—. Desde niña, soy consciente del peso que recae sobre mis hombros. Cuando el rey invadió Eyllwe hace años, supe que algún día tendría que tomar decisiones terribles —se llevó una mano a la frente—. Pero nunca imaginé que sería tan duro. No puedo estar en dos lugares al mismo tiempo.

A Celaena se le encogió el corazón y posó la mano en la espalda de Nehemia. Ahora entendía por qué la princesa tardaba tanto en desentrañar el acertijo. Se ruborizó, avergonzada.

—¿Qué voy a hacer, Elentiya, si el rey asesina a otras quinientas personas? ¿Qué voy a hacer si decide aplicar un castigo ejemplar ejecutando a todos los presos de Calaculla? ¿Cómo voy a volverles la espalda?

Celaena no supo qué responder. Se había pasado toda la semana pensando en Chaol. Nehemia había dedicado el mismo periodo a sopesar el destino de su reino. Y Celaena poseía montones de pistas, indicios que podrían ayudar a Nehemia en su causa contra el rey. Además, estaba la orden de Elena, que prácticamente había ignorado.

Nehemia le tomó la mano.

—Prometédmelo —dijo. Sus ojos oscuros brillaban con emoción—. Prometedme que me ayudaréis a liberar Eyllwe del yugo del rey.

La sangre se heló en las venas de Celaena.

—¿Liberar Eyllwe?

—Prometedme que haréis lo posible por devolverle a mi padre su corona. Que haréis lo posible por conseguir que mi pueblo sea liberado de Endovier y Calaculla.

—Solo soy una asesina —Celaena apartó la mano—. Y el rey del que habláis, Nehemia… —se levantó de la cama, intentando que se le apaciguara el pulso—. Eso que me pedís es una locura.

—No hay otro modo. Eyllwe debe ser liberado. Y con vuestra ayuda, podríamos reunir una multitud para…

—No —Nehemia la miró de hito en hito, pero Celaena negó con la cabeza—. No —repitió—. Ni en sueños os ayudaría a reclutar un ejército contra él. Eyllwe ha sufrido mucho por culpa del rey, pero apenas sois consciente de la barbarie que ha desatado por doquier. Si le plantáis cara, os hará pedazos. No pienso formar parte de eso.

—¿Y de qué vais a formar parte, Celaena? —empujando a Ligera, Nehemia se levantó—. ¿Qué vais a defender? ¿O solo os vais a defender a vos misma?

Celaena tenía un nudo en la garganta, pero se forzó a hablar de todos modos.

—No tenéis ni idea de la clase de cosas que os puede hacer, Nehemia. De lo que puede hacerle a vuestra gente.

—¡Asesinó a quinientos rebeldes y a sus familias!

—¡Y destruyó todo mi reino! Soñáis con que la corte de Terrasen recupere el honor y el poder, pero no comprendéis lo que implica el hecho de que el rey tuviera la capacidad de destruirla. Era la corte más fuerte de todo el continente… la corte más fuerte de cualquier continente del mundo, ¡y a pesar de todo acabó con ella!

—Contaba con el factor sorpresa —replicó Nehemia.

—Y ahora posee un ejército de millones. No se puede hacer nada.

—¿Y cuándo vais a plantar, Celaena? ¿Cuándo dejaréis de huir y afrontaréis lo que tenéis delante de las narices? Si Endovier y la súplica de mi pueblo no os conmueven, ¿qué lo hará?

—Solo soy una persona.

—La persona que ha escogido la reina Elena. La persona en cuya frente apareció una marca sagrada el día del duelo. La persona que, contra toda probabilidad, sigue respirando. Nuestros caminos se han cruzado por alguna razón. Si vos no estáis bendecida por los dioses, ¿quién lo está?

—Esto es absurdo. Es una locura.

—¿Una locura? ¿Es una locura luchar por el bien, por personas que no pueden defenderse? ¿Creéis que los ejércitos son la mayor amenaza que pende sobre nosotros? —el tono de Nehemia se suavizó—. Cosas mucho más oscuras se ciernen en el horizonte. Mis sueños están plagados de sombras y alas; alas inmensas que planean entre pasos de montañas. Y ninguno de los espías que enviamos a las montañas del Colmillo Blanco, ninguno de los exploradores que mandamos al abismo Ferian ha regresado. ¿Sabéis lo que dice la gente de los valles? Dicen que se oye un batir de alas en los vientos que soplan desde el abismo.

—No entiendo nada de lo que decís.

Sin embargo, la propia Celaena había visto a aquel ser junto a la puerta de la biblioteca.

Nehemia se acercó rápidamente hacia ella y la tomó por las muñecas.

—Claro que lo entendéis. No me digáis que al mirarlo no reparáis en el inmenso y oscuro poder que lo envuelve. ¿Cómo es posible que un solo hombre haya conquistado gran parte del continente en tan poco tiempo? ¿Únicamente por la magnitud de sus ejércitos? ¿Y cómo es posible que Terrasen cayera en un instante, si todos sus súbditos eran grandes guerreros entrenados desde hacía generaciones? ¿Cómo explicáis que la corte más poderosa del mundo fuera borrada del mapa de la noche a la mañana?

—Estáis cansada y alterada —dijo Celaena con toda la calma que fue capaz de reunir. Intentaba no pensar en lo mucho que las palabras de Nehemia le recordaban a las de Elena. Se zafó de las manos de la princesa—. Será mejor que hablemos de esto en algún otro momento.

—¡No quiero hablar en otro momento!

Ligera gimió y se interpuso entre las dos.

—Si no atacamos ahora —prosiguió Nehemia—, eso que se está fraguando, sea lo que sea, se volverá más poderoso. Y cualquier posibilidad de esperanza que aún nos quede se habrá esfumado.

—No hay esperanza —insistió Celaena—. Oponerse a él es una causa perdida. Ahora y siempre —eso era un hecho, una realidad que la asesina había tardado un tiempo en comprender. Si Nehemia y Elena tenían razón acerca del misterioso origen del poder del rey, ¿cómo podrían llegar a derrocarlo?—. Y no tomaré parte en vuestros planes, cualesquiera que sean. No contribuiré a que os maten, ni a que os llevéis por delante la vida de más personas inocentes.

—No participaréis porque no os importa nadie salvo vos misma.

—¿Y qué si es así? —Celaena abrió los brazos—. ¿Qué pasa si quiero vivir en paz el resto de mi vida?

—Nunca habrá paz… No mientras él ocupe el trono. Cuando dijisteis que no habíais matado a ningún hombre de la lista del rey, creí que por fin habíais tomado partido por nuestra causa. Creí que, cuando llegara el momento, podría contar con vos para que me ayudarais a planear una ofensiva. No comprendí que solo lo hacíais para tener la conciencia tranquila.

Furiosa, Celaena echó a andar hacia la puerta.

Nehemia hizo chasquear la lengua con desdén.

—No me di cuenta de que en realidad sois una cobarde.

La asesina la miró por encima del hombro.

—Repetid eso.

Nehemia no se amilanó.

—Sois una cobarde y nada más que una cobarde.

Celaena cerró los puños.

—Cuando vuestro pueblo yazga destripado a vuestro alrededor —dijo entre dientes—, no vengáis a llorarme.

Sin darle a la princesa la oportunidad de replicar, la asesina abandonó la habitación con Ligera pegada a los talones.