Capítulo 22

El silencio de la biblioteca envolvía a Dorian como un manto, tan solo interrumpido por el susurro de las páginas. El príncipe llevaba un rato hojeando extensos árboles genealógicos, documentos e historias familiares. Seguro que no era el único. Si de verdad tenía poderes mágicos, ¿qué pasaba con Hollin? En el caso de Dorian, los poderes no se habían manifestado hasta hacía pocos días. Tal vez Hollin tardase otros nueve años en descubrirlos en sí mismo. Para entonces, con algo de suerte, Dorian habría aprendido a dominarlos y le enseñaría a hacer lo mismo. Puede que no sintiese mucho cariño por su hermano, pero no quería que muriese. Sobre todo, no quería que sufriese la clase de muerte que su padre ordenaría si descubría lo que llevaban en la sangre. Decapitación, desmembramiento y combustión. Una aniquilación completa.

No era de extrañar que el pueblo de las hadas hubiera abandonado el continente. Eran seres sabios y poderosos, pero Adarlan poseía fuerza militar y un pueblo enardecido, ávido de cualquier solución que los sacase del hambre y la pobreza que asolaban el reino desde hacía décadas. No solo los ejércitos habían ahuyentado a las hadas, no; también gentes que convivían con ellas en una tregua inestable, así como mortales dotados de poderes mágicos desde hacía generaciones. ¿Cómo iban a reaccionar todas esas personas si descubrían que el heredero al trono poseía esos mismos poderes?

Dorian pasó el dedo por el árbol genealógico de su madre. Estaba salpicado de Havilliards a lo largo de todo el recorrido. La vinculación entre ambas familias había sido tan estrecha durante los últimos siglos que numerosos reyes procedían de la unión.

Sin embargo, llevaba allí tres horas, y en ninguno de aquellos maltrechos libros se hacía mención a la magia como característica familiar. De hecho, la ausencia de poderes se remontaba a varios siglos. Varias personas dotadas habían entrado a formar parte de la estirpe por matrimonio, pero el poder no se había manifestado en ninguno de sus descendientes, fueran cuales fuesen las capacidades de sus padres. ¿Había que atribuirlo al azar o a la voluntad divina?

Dorian cerró el libro y regresó a las estanterías. Buscó en la sección que contenía los documentos genealógicos y sacó el libro más viejo que pudo encontrar: aquel que contenía documentos referidos a la fundación del mismísimo reino de Adarlan.

Allí, en lo alto del árbol familiar, se encontraba Gavin Havilliard, el príncipe mortal que había declarado la guerra al caballero oscuro Erawan en las profundidades de las montañas de Ruhnn. La guerra fue larga y cruenta. Al final, solo un tercio de los hombres que habían cabalgado junto a Gavin había salido con vida del corazón de aquellas montañas. Gavin, sin embargo, sobrevivió a la guerra junto a su esposa, la princesa Elena, la hija medio hada de Brannon, el primer rey de Terrasen. Fue el propio Brannon quien le entregó a Gavin el territorio de Adarlan como regalo de bodas; una recompensa por los sacrificios que el príncipe y la princesa habían hecho en el campo de batalla. Desde entonces, ningún miembro del pueblo de las hadas había entrado a formar parte del linaje. Dorian repasó toda la descendencia. Solo encontró familias largo tiempo olvidadas cuyos territorios recibían ahora nombres distintos.

Dorian suspiró, dejó el libro a un lado y siguió revisando las estanterías. Si Elena había dotado a su estirpe con su poder, a lo mejor las respuestas se encontraban en otra parte…

Le sorprendió encontrar el libro, teniendo en cuenta que su padre había destruido a aquella casa noble hacía diez años. Pese a todo, allí estaba: la historia del linaje Galathynius, empezando por el propio Brannon, el rey inmortal. Enarcando las cejas, Dorian hojeó las páginas. Sabía que aquella estirpe poseía magia, pero no hasta tal punto…

Era la mayor concentración de magia que pudiera existir. Un linaje tan poderoso que los otros reinos habían vivido sumidos en el terror de que algún día los señores de Terrasen reclamaran sus tierras.

Nunca lo habían hecho.

Por invencibles que fueran, jamás habían traspasado sus propias fronteras, ni siquiera cuando las guerras habían llegado a sus puertas. Y cuando los reyes extranjeros los habían amenazado, habían reaccionado con rapidez y firmeza. Pero siempre, en todos los casos, habían respetado las fronteras. Habían elegido la paz.

Como mi padre debería haber hecho.

Pese a tanto poder, la familia Galathynius había caído, y sus nobles con ellos. En el libro que Dorian tenía en las manos, nadie se había molestado en indicar las casas que su padre había exterminado ni cuántos supervivientes habían sido enviados al exilio. Privado de la audacia y de los conocimientos necesarios para hacerlo él mismo, el príncipe cerró el libro, arrugando la cara al pensar en todos aquellos nombres que jamás conocería. ¿Qué clase de trono estaba destinado a heredar?

Si la heredera de Terrasen, Aelin Galathynius, hubiera sobrevivido, ¿habría sido su amiga, su aliada? ¿Su esposa, tal vez?

Había llegado a conocerla poco antes de que Terrasen se convirtiera en un crematorio. Guardaba un recuerdo borroso, pero se acordaba de que era una niña precoz e insolente (cuando Dorian le había derramado un poco de té en el vestido, Aelin le había pedido al bruto de su primo que le diera una lección). El príncipe se frotó el cuello. El destino había querido que aquel primo acabara por convertirse en Aedion Ashryver, el mejor general del rey de Adarlan y el guerrero más feroz del norte. Dorian había coincidido con Aedion unas cuantas veces en el transcurso de los años, y cada uno de los encuentros con aquel general joven y altivo habían despertado sus ganas de asesinarlo.

Y con razón.

Estremeciéndose, Dorian devolvió el volumen a su lugar y se quedó mirando la estantería, como si supiera que albergaba las respuestas. Por desgracia, ya había comprobado que no contenía nada de utilidad.

Llegada la hora, os ayudaré.

¿Acaso Nehemia presentía lo que Dorian albergaba en su interior? La princesa se había comportado de un modo rarísimo el día del duelo, dibujando aquellos símbolos en el aire y desmayándose después. Y luego una marca luminiscente había parecido en la frente de Celaena…

Un reloj dio las horas en alguna parte de la biblioteca y Dorian miró hacia el pasillo. Debería irse. Era el cumpleaños de Chaol, y como mínimo tendría que felicitar a su amigo antes de que Celaena lo acaparase. Por supuesto, no lo habían invitado. Y Chaol tampoco le había insinuado que los acompañara. ¿Qué habría planeado la chica, exactamente?

La temperatura de la biblioteca descendió de repente, y Dorian notó una corriente de aire frío procedente de un corredor distante.

Le daba igual. Hablaba en serio cuando le juró a Nehemia que había dejado marchar a Celaena. Y quizá debería haberle dicho a Chaol que se podía quedar con ella. No porque le hubiera pertenecido nunca; ni porque Celaena hubiera insinuado jamás que Dorian le perteneciera.

Podía renunciar a ella. Tenía que renunciar a ella. Renunciaría. Renunciaría. Renun…

Los libros salieron disparados de las estanterías, montones de volúmenes que volaban hacia Dorian mientras él trastabillaba hacia el fondo del pasillo. El príncipe se protegió la cara y, cuando cesó el revoloteo de cuero y pergamino, se apoyó en la pared de piedra y contempló boquiabierto el estropicio.

La mitad de los libros de la sección habían abandonado los estantes, como arrastrados por una fuerza invisible, y yacían desparramados a sus pies.

Dorian corrió hacia ellos y devolvió los volúmenes a los estantes sin orden ni concierto, a toda prisa, antes de que los hoscos bibliotecarios reales acudieran renqueando a averiguar el origen del escándalo. Tardó unos minutos en colocarlos. Y durante el tiempo que invirtió en ello, el corazón le latía tan desbocado que temió marearse.

Le temblaban las manos, y no solo de miedo. No, notaba que la fuerza le corría aún por las venas, suplicándole que la desatara, que la dejara manifestarse.

Dorian colocó el último libro en el estante y echó a correr.

No podía contárselo a nadie. No podía confiar en nadie.

Cuando llegó al salón principal de la biblioteca, redujo el paso y fingió indolencia. Incluso se las ingenió para sonreír al achacoso bibliotecario, que se inclinó a su paso. Dorian le dedicó un saludo amistoso antes de dirigirse a toda prisa hacia los portalones de roble.

No podía confiar en nadie.

Aquella bruja de la feria… no lo había reconocido. Sin embargo, realmente debía de tener un don; había dado en el clavo respecto a Chaol. Era arriesgado, pero quizá Baba Piernasdoradas tuviese las respuestas que Dorian buscaba.

Celaena no estaba nerviosa. No tenía nada, absolutamente nada que temer. Solo era una cena. Una cena que llevaba semanas preparando, cada vez que tenía un rato libre. Una cena a solas. Con Chaol. Y después de lo sucedido la noche anterior…

Exhaló un suspiro tembloroso y se miró una última vez al espejo. Llevaba un vestido azul claro, casi blanco, con un bordado de cristal que otorgaban a la tela un brillo parecido al de la superficie del mar. Puede que se hubiera excedido un poco, pero le había pedido a Chaol que se arreglara, y esperaba que el atuendo del capitán la hiciera sentir un poco menos turbada.

Celaena resopló. Dioses del cielo, no se sentía turbada, ¿verdad? Era absurdo, de verdad. Solo era una cena. Ligera pasaría la noche con Nehemia y… y si no se marchaba ya mismo, Celaena llegaría tarde.

Resuelta a no agobiarse ni un minuto más, Celaena tomó la capa de armiño del vestidor, donde Philippa la había dejado.

Cuando llegó al vestíbulo principal, descubrió que Chaol ya la aguardaba junto a las puertas. Pese a la gran distancia que los separaba, Celaena advirtió, según bajaba por las escaleras, que el capitán tenía los ojos fijos en ella. Como era de esperar, Chaol iba de negro, pero como mínimo había prescindido del uniforme. La túnica y las calzas que había elegido le sentaban de maravilla y hasta se diría que se había pasado un peine por el corto cabello.

El capitán aguardaba a Celaena con un semblante inescrutable. Por fin, la chica se detuvo ante él, sintiendo en el rostro el frío de la corriente que se colaba por las puertas abiertas. Aquella mañana, Celaena no se había levantado para salir a correr y él no había ido a buscarla.

—Feliz cumpleaños —le deseó ella antes de que Chaol hiciera algún comentario sobre el vestido.

Posando la mirada en el rostro de Celaena, el capitán esbozó una media sonrisa que borró la expresión anterior, cerrada e insondable.

—Supongo que no me vas a decir adónde vamos.

Ella sonrió y todo su nerviosismo se esfumó de golpe.

—A un lugar donde ningún capitán de la guardia querría ser visto —inclinó la cabeza hacia el carruaje que aguardaba a las puertas del castillo. Bien. Había amenazado con despellejar vivos al chófer y al lacayo si llegaban tarde—. ¿Vamos?

Mientras recorrían la ciudad, sentados en lados opuestos del carruaje, charlaron de todo menos de lo sucedido la noche anterior: de la feria, de Ligera, de las rabietas diarias de Hollin… Incluso se preguntaron cuándo llegaría por fin la primavera. Al llegar a su destino, una vieja farmacia, Chaol enarcó las cejas.

—Esperad y veréis —dijo Celaena, y lo condujo al interior de una tienda cálida y bien iluminada.

Los propietarios sonrieron y les indicaron por señas que remontaran la estrecha escalera de piedra. Chaol no pronunció palabra mientras ascendían tramos y más tramos, dejando atrás el segundo piso y luego el tercero, hasta llegar a un puerta situada en la planta superior. El rellano era tan estrecho que Chaol rozaba las faldas del vestido de Celaena. Cuando ella se volvió a mirarlo, con una mano en el pomo, le dedicó una pequeña sonrisa.

—No es un caballo asterion, pero…

Celaena abrió la puerta y se hizo a un lado para ceder el paso al capitán.

Chaol entró, estupefacto.

La joven había pasado horas y horas arreglándolo todo. A la luz del día, el lugar era precioso, pero por la noche… Por la noche resultaba exactamente como ella había imaginado.

El tejado de la farmacia era un invernadero rebosante de flores, plantas y árboles frutales decorados con guirnaldas de luces. Parecía un jardín sacado de una antigua leyenda. Reinaba un ambiente cálido y dulce, y junto a las ventanas, con vistas al río Avery, los aguardaba una pequeña mesa dispuesta para dos.

Girando sobre sí mismo, Chaol admiraba el escenario.

—Es el jardín del hada… de la canción de Rena Goldsmith —dijo con voz queda. Sus ojos dorados brillaban de la emoción.

Celaena tragó saliva.

—Ya sé que no es gran cosa, pero…

—Nadie había hecho nunca algo así por mí —Chaol negó con la cabeza, sobrecogido, sin apartar la vista del invernadero—. Nadie.

—Solo es una cena —repuso Celaena, que se frotó el cuello y caminó hacia la mesa, aunque solo fuera porque el capitán le despertaba un deseo tan intenso que necesitaba poner algún tipo de barrera entre los dos.

Chaol la siguió y al instante aparecieron dos criados para retirarles las sillas. Celaena sonrió cuando el capitán rozó instintivamente el pomo de la espada, pero, al comprender que aquello no era ninguna emboscada, esbozó a su vez una sonrisa tímida y se sentó.

Los criados les sirvieron vino espumoso y luego fueron a buscar la comida que llevaban todo el día preparando en la cocina de la farmacia. Celaena había contratado a una cocinera de Willows (a un precio tan desorbitado que de buena gana le habría dado un puñetazo). Pese a todo, había valido la pena. Alzó la copa de vino.

—Que cumpláis muchos más —dijo.

Había preparado un pequeño discurso, pero ahora que tenía a Chaol delante, mirándola con los ojos tan relucientes como la víspera… olvidó lo que iba a decir.

Levantando la copa a su vez, el capitán bebió.

—Antes de que se me olvide: gracias. Esto es… —volvió a mirar el resplandeciente invernadero, luego el río que fluía allá abajo, al otro lado de las paredes de cristal—. Esto es… —sacudió la cabeza una vez más y dejó la copa sobre la mesa. A Celaena se le encogió el corazón al darse cuenta de que los ojos de Chaol brillaban con un fulgor plateado. El capitán parpadeó para ahuyentarlo y la miró con una leve sonrisa—. Nadie me había preparado una fiesta de cumpleaños desde que era pequeño.

Ella tosió para aligerar el peso que le oprimía el corazón.

—Tanto como una fiesta…

—Deja de quitarle importancia. Es el mejor regalo que me han hecho en mucho tiempo.

Celaena se cruzó de brazos y se arrellanó en la silla mientras los criados traían el primer plato: estofado de jabalí.

—Dorian os regaló un pura sangre asterion.

Chaol miraba su plato con las cejas enarcadas.

—Pero Dorian no sabe cuál es mi estofado favorito, ¿verdad? —alzó la vista y ella se mordió el labio—. ¿Cuánto tiempo te ha llevado averiguarlo?

De repente, Celaena se interesó mucho en su propio guiso.

—No os deis tanta importancia. He obligado al cocinero jefe del castillo a que me revelara vuestros platos preferidos.

Chaol resopló.

—Puede que seas la asesina de Adarlan, pero ni siquiera tú podrías obligar a Meghra a revelarte nada. Si lo hubieras intentado, estarías aquí sentada con los dos ojos morados y la nariz rota.

Ella sonrió y tomó un bocado de jabalí.

—Bueno, os creéis muy reservado, misterioso y todo eso, capitán, pero cuando una aprende a miraros bien, sois como un libro abierto. Cada vez que nos sirven estofado de jabalí, os zampáis toda la fuente antes de que yo pueda probarlo siquiera.

Echando la cabeza hacia atrás, Chaol se rio a carcajadas. Una oleada de calor recorrió a Celaena.

—Y yo que creía que se me daba bien disimular mis debilidades…

Ella esbozó una sonrisa maliciosa.

—Esperad a ver los otros platos.

Cuando hubieron devorado hasta las migajas del pastel de chocolate con avellanas y apurado hasta la última gota del vino espumoso, los criados lo retiraron todo y se despidieron. Ahora, Celaena se encontraba en un pequeño balcón situado al otro extremo del tejado, donde una capa de nieve cubría las exuberantes plantas. Observando la desembocadura del Avery, aquel lugar distante donde el río se reunía con el mar, se ciñó la capa. Chaol estaba a su lado, apoyado en la barandilla de hierro.

—Parece que ya se anuncia la primavera —comentó cuando una brisa suave los envolvió.

—Gracias a los dioses. Si sigue nevando, me volveré loca.

El perfil de Chaol se recortaba contra las luces del invernadero. Celaena había querido darle una sorpresa —expresar con aquel gesto lo mucho que lo apreciaba—, pero aquella reacción… ¿Cuánto tiempo hacía que no se sentía querido? Al margen de la joven que lo había abandonado, el asunto de sus padres, que lo habían repudiado solo porque consideraban el puesto de guardia indigno de un hijo suyo, parecía afectarle mucho.

¿Eran conscientes sus padres de que en todo el castillo, en todo el reino, no había nadie más noble y leal? ¿Sabían que el hijo al que habían rechazado se había convertido en la clase de hombre que cualquier rey o reina soñaría para su corte? ¿La clase de hombre cuya existencia, después de la muerte de Sam y de todo lo que había pasado, ella había creído imposible?

El rey había amenazado con matar a Chaol si Celaena desobedecía sus órdenes. Y considerando la situación en que la asesina había colocado al capitán, y lo mucho que deseaba salirse con la suya, no solo por ella sino por los dos…

—Tengo que deciros una cosa —anunció con voz baja. La sangre le rugió en las venas, sobre todo cuando Chaol se volvió a mirarla con una sonrisa—. Pero antes debéis prometerme que no os pondréis furioso.

La sonrisa del capitán se esfumó.

—¿Por qué será que acabo de tener un mal presentimiento?

—Prometédmelo.

Celaena se aferró a la barandilla. El frío del metal le traspasó la piel de las manos.

Él la miró con recelo. Luego dijo:

—Lo intentaré.

Con eso bastaría. Como una maldita cobarde, desvió la vista hacia el mar distante.

—No he matado a ninguno de los hombres que el rey me ha ordenado asesinar —silencio. Celaena no se atrevía a mirarlo—. He fingido sus muertes y los he ayudado a abandonar sus hogares. Después de hacerles la oferta, les pido que me entreguen sus efectos personales. Los miembros cortados proceden de sanatorios. La única persona a la que realmente he matado hasta el momento ha sido a Davis, y ni siquiera era de un objetivo oficial. Cuando transcurra un mes y Archer haya arreglado sus asuntos, fingiré su muerte. Archer se marchará en el primer barco que zarpe de Rifthold.

Celaena sentía una opresión tan grande en el pecho que apenas podía respirar. Miró de reojo a Chaol.

El capitán, pálido como un muerto, retrocedió un paso y negó con la cabeza.

—Estás loca.