Capítulo 21

A Chaol se le hizo un nudo en la garganta. Recordaba lo furiosa que se había puesto la joven cuando, en el transcurso del duelo, Cain se había burlado del brutal asesinato de sus padres. Según Cain, aquel día Celaena había despertado bañada en sangre. Nunca le había contado nada más, y el capitán no se había atrevido a preguntar. Chaol sabía que Celaena era joven por aquel entonces, pero al parecer solo tenía ocho años. Ocho.

Hacía diez, se habían producido tumultos en Terrasen, y todo aquel que había desafiado a las fuerzas invasoras de Adarlan había muerto degollado. Familias enteras fueron sacadas a rastras de sus hogares para luego morir asesinadas. A Chaol se le hizo un nudo en el estómago. ¿Qué otros horrores habría presenciado ella aquel día?

El capitán de la guardia se pasó una mano por la cara.

—¿Habla de sus padres en la nota?

Tenía la esperanza de conseguir algo de información, cualquier cosa que le ayudara a entender la clase de mujer que se encontraría cuando Celaena volviera, con qué clase de recuerdos tendría que lidiar.

—No —repuso Nehemia—. No dice nada. Pero yo sé cosas.

La princesa miró a Chaol con calculada serenidad, un gesto que el capitán ya conocía de otras veces: Nehemia estaba a la defensiva. ¿Qué clase de secretos le guardaba a su amiga? ¿Y qué secretos ocultaba la propia Nehemia, tan importantes como para que el rey quisiera tenerla vigilada? El hecho de estar en la ignorancia, de desconocer lo que sabía el rey, lo sacaba de sus casillas. Y los misterios no acababan ahí: ¿quién había amenazado la vida de la princesa? Chaol había redoblado la vigilancia, pero de momento nada hacía pensar que alguien quisiera hacer daño a Nehemia.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó.

—Algunas cosas se oyen con los oídos. Otras, con el corazón.

La mirada de la princesa era tan intensa que Chaol desvió los ojos.

—¿Cuándo va a volver?

Nehemia devolvió la vista al libro que tenía delante. Estaba escrito con extraños símbolos, unas marcas que Chaol juraría haber visto anteriormente.

—Dice que no estará de vuelta hasta después de medianoche. Deduzco que no quiere pasar ni una hora de luz en esta ciudad; en particular, no en el castillo.

En el hogar de los hombres que habían asesinado salvajemente a su familia.

Aquella mañana, Chaol entrenó a solas. Corrió por los brumosos terrenos hasta caer rendido.

En las nubladas colinas que se erguían al fondo de Rifthold, Celaena caminaba por el bosquecillo, un jirón de oscuridad que zigzagueaba entre los árboles. Llevaba andando desde antes de la salida del sol, dejando que Ligera correteara a su antojo. Aquel día, incluso el bosque guardaba silencio.

Bien. No era momento de celebrar la vida. La fecha pertenecía al viento hueco que susurraba entre las ramas, al murmullo del río casi congelado, al crujido de la nieve bajo sus botas.

El mismo día del año anterior, Celaena había sabido lo que tenía que hacer. Había previsto cada paso con una claridad tan meridiana que, llegado el momento, no tuvo ni que pensarlo. En cierta ocasión, les dijo a Dorian y a Chaol que en las minas de sal de Endovier había renunciado, pero no era verdad. Renunciar implicaba un sentimiento demasiado humano, nada que ver con la rabia fría y desesperada que se había apoderado de ella cuando había despertado del sueño del ciervo y el barranco.

Encontró un gran peñasco enclavado en un terreno desigual y se dejó caer en la lisa y gélida superficie. Pronto, Ligera se sentó junto a ella. Rodeando al perro con los brazos, Celaena miró el bosque silencioso y recordó lo sucedido el día que había perdido la razón allá en Endovier.

Celaena jadeó entre dientes cuando arrancó el pico del vientre del capataz. El hombre perdía sangre a borbotones y se aferraba las entrañas mirando a los esclavos con expresión suplicante. Sin embargo, una mirada de Celaena, un destello de aquellos ojos que habían traspasado el límite de la razón, bastó para mantener a los esclavos a raya.

Ella se limitó a sonreír mientras hundía el pico en la cara del vigilante. La sangre del hombre le salpicó las piernas.

Los esclavos aún guardaban las distancias cuando abatió la herramienta sobre los grilletes que la unían a los demás. No se ofreció a liberarlos y ellos no lo pidieron; sabían que sería inútil.

La última mujer de la fila de encadenados estaba inconsciente. Le brotaba sangre de la espalda, reventada a golpes de látigo con punta de hierro. Moriría al día siguiente si no le trataban las heridas. Y aunque lo hicieran, moriría de todos modos de la infección. Allí, en Endovier, se divertían así.

Celaena dejó a la mujer donde estaba. Tenía trabajo que hacer y cuatro capataces pagarían por sus acciones antes de que hubiera terminado.

Con el pico a rastras, se alejó sigilosamente del pozo de la mina. Los dos vigilantes apostados al final del túnel murieron antes de comprender lo que estaba pasando. La sangre empapó los harapos y los brazos desnudos de la asesina, que se enjugó la cara antes de bajar corriendo a la cámara donde trabajaban los cuatro capataces.

Tenía sus rostros grabados en la memoria desde que los había visto arrastrar a una joven de Eyllwe a un rincón oculto detrás de las dependencias. Había memorizado hasta la última de sus facciones cuando abusaron de la chica para degollarla después sin piedad.

Celaena podría haber tomado las espadas de los guardias muertos, pero a aquellos cuatro hombres les reservaba el pico. Quería que conocieran el sentimiento que reinaba en Endovier.

Llegó a la entrada de cierta sección de las minas. Los dos primeros capataces murieron cuando les clavó el pico en el cuello, blandiendo el arma a diestro y siniestro. Los esclavos gritaban y se pegaban a las paredes mientras Celaena atacaba a ciegas.

Cuando llegó junto a los otros dos guardias, dejó que la vieran e incluso que sacaran las espadas. Sabía que no era el pico lo que tanto los asustaba, sino sus ojos; la mirada en la que leían que llevaban varios meses engañados, que cortarle el pelo y azotarla no había bastado, que los había embaucado haciéndoles olvidar que la asesina de Adarlan estaba entre ellos.

Celaena, en cambio, tenía muy presente el dolor y también las humillaciones que habían infligido a los presos, incluida aquella joven de Eyllwe, que elevaba sus súplicas a unos dioses que hacían oídos sordos.

Los hombres murieron deprisa, demasiado quizá, pero Celaena tenía pendiente una última misión antes de que su propia vida llegara a su fin. Se ocultó en la boca del túnel principal. Los necios de los guardias salieron corriendo de los distintos túneles para capturarla.

Ella surgió de repente, agitando el pico a su alrededor. Otros dos guardias cayeron. Celaena descartó el pico y les arrebató las espadas. Los esclavos no la vitorearon cuando vieron caer a sus opresores. Se limitaron a observarla en silencio, sin comprender lo que estaba pasando. Celaena no se proponía escapar.

La luz de la superficie la deslumbró, pero estaba lista. Sabía que, cuando saliera, los ojos serían su punto débil. Por eso había esperado al atardecer, cuando el sol brillaba con menos fuerza. Hubiera debido elegir el ocaso, pero a esa hora abundaban los guardias, así como los esclavos, que podrían resultar heridos en la contienda. En plena tarde, cuando el sol adormecía a todo el mundo, los centinelas relajaban la vigilancia antes de la inspección de la noche.

Los tres guardias apostados a la entrada de las minas no adivinaron lo que estaba pasando allí abajo. La gente siempre gritaba en Endovier. Y todo el mundo chillaba igual cuando moría. Los tres centinelas no fueron distintos. Celaena echó a correr como alma que lleva el diablo hacia la muerte que ya le daba la bienvenida. Corrió en dirección al enorme muro de piedra que se erguía al fondo de las instalaciones.

Las flechas silbaban junto a ella mientras avanzaba en zigzag. No debían matarla. Así lo había ordenado el rey. Como mucho, alguna que otra herida en el hombro o en la pierna. Pero aquella carnicería, demasiado brutal como para ignorarla, los había obligado a reconsiderar la orden.

Los centinelas acudían corriendo por todas partes, y sus espadas entonaron una canción de acero y furia cuando Celaena se abrió paso entre ellas. El silencio cayó sobre Endovier.

Tenía un corte en la pierna. Era profundo, pero no le había afectado al tendón. Querían que Celaena siguiera trabajando. Pero no trabajaría; nunca más, no para ellos. Cuando el número de bajas fuera lo bastante elevado, no tendrían más remedio que apuntarle a la garganta.

Sin embargo, justo cuando estaba a punto de alcanzar el muro, la lluvia de flechas cesó.

Se echó a reír cuando la rodearon cuarenta guardias, y se rio aún más cuando alguien ordenó que trajeran cadenas.

Siguió riendo cuando atacó una última vez; un intento final de alcanzar el perímetro. Cuatro más cayeron a su paso.

Aún se estaba riendo cuando el mundo se fundió en negro mientras arañaba el suelo rocoso… a pocos centímetros del muro.

Cuando la puerta de la antecámara de Celaena se abrió despacio, Chaol se levantó de la silla. Casi todas las luces estaban ya apagadas y reinaba la oscuridad en el pasillo; los habitantes del castillo dormían a pierna suelta. Hacía un rato, el reloj de la torre había tocado la medianoche, pero Chaol supo que no era el agotamiento lo que abatía a Celaena cuando la vio entrar acompañada de Ligera. Tenía ojeras, el rostro demacrado y los labios pálidos.

Moviendo la cola, el perro corrió hacia el capitán. Lo lamió unas cuantas veces antes de trotar hacia el dormitorio y dejarlos solos.

Celaena lo miró una vez. Había cansancio y desaliento en sus ojos color turquesa cercados de oro. Desabrochándose la capa, la joven pasó junto a Chaol para dirigirse a la alcoba.

Él la siguió sin decir nada, aunque solo fuera porque la expresión de Celaena no reflejaba el más mínimo amago de reproche o advertencia; solo ausencia, un vacío absoluto. A juzgar por su semblante, le habría traído sin cuidado que el mismísimo rey de Adarlan la estuviera esperando en sus aposentos.

La joven se quitó la capa y las botas de cualquier manera. Chaol miró a otro lado cuando Celaena se desabrochó la túnica y se dirigió al vestidor. Instantes después, volvió a salir vestida con un camisón mucho más modesto que sus habituales prendas de encaje. Ligera ya había saltado a la cama y la esperaba tendida en las almohadas.

Chaol tragó saliva. Debería haber respetado su intimidad en lugar de esperarla en sus aposentos. Si ella hubiera querido encontrarlo allí, le habría dejado una nota.

Celaena se detuvo ante el moribundo fuego y revolvió las brasas con el atizador antes de añadir dos troncos. Su mirada se perdió en las llamas. Seguía de espaldas a Chaol cuando rompió el silencio.

—Si os estáis preguntando qué deberíais decirme, no os preocupéis. No hay nada que podáis decir, ni hacer.

—Entonces deja que te haga compañía.

Si Celaena comprendió entonces que Chaol había descubierto el motivo de su apatía, no se molestó en preguntar cómo se había enterado.

—No quiero compañía.

—Querer y necesitar son dos cosas distintas.

Seguramente era Nehemia quien debería estar allí. La princesa también era hija de un reino conquistado. Pero Chaol no quería que Celaena buscase consuelo en Nehemia. Y a pesar de la lealtad que el capitán profesaba al rey, no le daría la espalda a la asesina. No aquel día.

—¿Y os vais a quedar aquí toda la noche?

Celaena miró fugazmente la otomana que se interponía entre ambos.

—He dormido en sitios peores.

—Me parece que los «sitios peores» en los que yo he dormido son mucho más horribles.

Una vez más, Chaol notó un vacío en el estómago. Celaena, sin embargo, miró la mesa de la antecámara por la puerta abierta y enarcó las cejas.

—¿Eso es… pastel de chocolate?

—Me ha parecido que necesitarías un trozo.

—¿Necesitaría, no querría?

Un amago de sonrisa bailó en los labios de la chica, y Chaol estuvo a punto de suspirar de alivio al decir:

—En tu caso, diría que el pastel de chocolate es, definitivamente, una necesidad.

Celaena se alejó del hogar para acercarse a Chaol. Se detuvo a un palmo de distancia y alzó la vista hacia él. Su rostro había recuperado algo de color.

Chaol sintió que debía retirarse, dejar espacio entre ambos. En cambio, pasó la mano por la cintura de Celaena y, estrechándola con fuerza, enredó los dedos en su cabello. El corazón le latía tan desenfrenadamente que por fuerza ella tenía que notarlo. Transcurrido un segundo, los brazos de Celaena lo rodearon también. Cuando ella le hundió los dedos en la espalda, Chaol comprendió que la joven precisaba aquel contacto.

Ahuyentó el pensamiento, aunque la sedosa textura del cabello contra sus dedos encendía su deseo de enterrar la cara en él, y el aroma de Celaena, empapado en noche y niebla, empujaba la nariz de Chaol contra su delicado cuello. Podía proporcionarle consuelo al margen de las meras palabras, si acaso ella necesitaba distraerse… Alejó aquel pensamiento también, empujándolo tan adentro que estuvo a punto de atragantarse con él.

Los dedos de Celaena descendían por su espalda y se le clavaban en los músculos con una especie de fiera posesividad. Si ella seguía tocándolo así, perdería el control por completo.

Entonces, Celaena retrocedió, lo justo para volver a mirarlo, pero aún tan cerca como para respirar su aliento. Chaol se sorprendió a sí mismo calculando la distancia que separaba los labios de ambos, pasando la mirada de la boca a los ojos de ella, deteniendo la mano que jugueteaba con la melena.

El deseo rugía en el interior del capitán, le quemaba cada una de las defensas que trataba de erigir, borraba todos los límites que se había jurado respetar.

Y entonces, con una voz tan queda que apenas si era un murmullo, ella dijo:

—No sé si debería sentirme avergonzada de tener ganas de estar contigo en un día como este o agradecida de que todo lo sucedido, por horrible que haya sido, me haya conducido hasta ti.

Aquellas palabras pillaron a Chaol tan desprevenido que la soltó. Se separó de ella y luego retrocedió un paso. Debía vencer muchos obstáculos para llegar hasta Celaena, pero la joven también mantenía su propia lucha interior, quizá más feroz de lo que él había imaginado jamás.

No tenía respuesta para lo que Celaena acababa de decir. Sin embargo, ella no le dio tiempo a pensar las palabras adecuadas, porque se dirigió hacia el pastel de chocolate de la antecámara, se dejó caer en la silla y empezó a devorarlo.