Capítulo 19

Plantado ante el trono del rey, Chaol se aburría horrores mientras presentaba el informe del día anterior. Intentaba no pensar en la noche pasada. La breve caricia de Celaena le habían provocado un deseo tan intenso que la habría agarrado allí mismo para derribarla en el diván. Había tenido que recurrir a todo su autocontrol para seguir respirando pesadamente, para fingir que dormía. Cuando ella se había marchado, el corazón le latía tan desenfrenadamente que había tardado una hora entera en serenarse lo suficiente para poder dormir.

Ahora, mirando al rey, Chaol se alegraba de haber sido capaz de controlarse. La barrera que lo separaba de Celaena estaba allí por una razón. Cruzarla pondría en entredicho su lealtad al rey, por no mencionar cómo afectaría a su amistad con Dorian. El príncipe llevaba varias semanas evitándolo. Chaol tendría que obligarse a ir a buscarlo aquel mismo día.

Se debía a Dorian y al rey. Privado de esa lealtad, no era nadie. Si la traicionaba, habría renunciado a su familia y a su título por nada.

Chaol terminó de exponer los planes de seguridad que había previsto para la feria ambulante que llegaría aquel día a la ciudad. El rey asintió.

—Muy bien, capitán. Aseguraos de que vuestros hombres vigilen los parques del castillo también. Sé muy bien qué clase de gentuza viaja con esas ferias y no quiero a nadie merodeando por ahí.

El capitán inclinó la cabeza.

—Así se hará.

Por lo general, el rey lo habría despedido con un gruñido y un gesto, pero aquel día se limitó a observarlo con ademán pensativo. Tras un momento de silencio —durante el cual Chaol se preguntó si algún espía del castillo habría visto la caricia de Celaena por el ojo de la cerradura—, el soberano habló:

—Hay que vigilar a la princesa Nehemia. De todas las cosas que podría haber dicho el rey, aquella frase era la última que Chaol se esperaba. Pese a todo, no se inmutó y tampoco cuestionó aquellas palabras tan cargadas de connotaciones.

—Su… influencia empieza a hacerse notar por aquí. Y yo me pregunto si no habrá llegado el momento de devolverla a Eyllwe. Sé que la tenemos bien vigilada, pero me consta que pende una amenaza anónima sobre su vida.

Miles de preguntas asaltaron al capitán al mismo tiempo, junto con una sensación de temor creciente. ¿Quién la amenazaba? ¿Qué había hecho o dicho Nehemia para provocar dicha amenaza?

La expresión de Chaol se endureció.

—No he oído nada al respecto.

El rey sonrió.

—Ni vos ni nadie. Ni siquiera la propia princesa. Por lo que parece, tiene algunos enemigos fuera del palacio también.

—Apostaré a unos cuantos guardias más en sus aposentos y enviaré nuevas patrullas al ala del castillo que ocupa. La alertaré de inmediato si…

—No es necesario que la alertéis. Ni a nadie —el rey le lanzó una mirada elocuente—. Podría utilizar la amenaza como moneda de cambio, usarla para aparecer como una especie de mártir. Pedidles a vuestros hombres que mantengan la boca cerrada.

Chaol no creía que Nehemia fuera a hacer nada parecido, pero prefirió no decirlo. Ordenaría a sus hombres que fueran discretos.

Y no le diría nada a la princesa… ni a Celaena. Nehemia le caía bien y además la princesa era amiga de la asesina, pero todo eso no cambiaba nada. Y si bien no dudaba de que Celaena se pondría furiosa si llegara a enterarse de que Chaol le había ocultado información, él era el capitán de la guardia. Había luchado y sacrificado casi tanto como ella para conseguir aquel puesto. Se había equivocado al pedirle que bailara con él. Nunca debió de haberse acercado tanto a ella.

—¿Capitán?

Chaol parpadeó y luego, acto seguido, hizo una gran reverencia.

—Tenéis mi palabra, Majestad.

Jadeando, Dorian blandió la espada con un golpe preciso que obligó al otro a retroceder. Era su tercer combate y el tercer oponente a punto de declararse vencido. La noche anterior, Dorian no había dormido y por la mañana tampoco había descansado. Así que había acudido a los cuarteles en busca de algún rival que lo dejara agotado.

Esquivó el ataque del guardia. Tenía que ser un error. A lo mejor lo había soñado todo. O quizá distintos factores hubieran coincidido en el peor momento posible. La magia se había esfumado, y nada justificaba que él hubiera heredado un poder semejante, si ni siquiera su padre lo poseía. La magia llevaba varias generaciones sin manifestarse en la estirpe Havilliard.

Dorian venció la defensa del guardia con una hábil maniobra. Cuando el otro levantó las manos en señal de derrota, el príncipe se preguntó si no lo habría dejado ganar adrede. Gruñó solo de pensarlo. Estaba a punto de retarlo a otro combate cuando alguien se acercó a paso tranquilo.

—¿Te importa si me apunto?

Dorian se quedó mirando a Roland, cuyo estoque parecía recién forjado. El guardia interrogó al príncipe con la mirada antes de hacer una reverencia y salir por piernas. Dorian miró a su primo, luego el anillo negro que llevaba en el dedo.

—No creo que hoy sea el mejor día para desafiarme, primo.

—Ah —repuso Roland frunciendo el ceño—. Respecto a lo de ayer… Lo siento. De haber sabido que el tema de los campos de trabajo te afectaba tanto, jamás lo habría sacado a colación ni habría trabajado con el consejero Mullison. Suspendí la votación en cuanto te fuiste. Mullison estaba furioso.

Dorian enarcó las cejas.

—¿Ah, sí?

Roland se encogió de hombros.

—Tenías razón. Qué sé yo de cómo se vive en esos campos. Solo me uní a la causa porque Perrington sugirió que trabajara con Mullison, quien, por cierto, se beneficiaría mucho de la expansión. Se encuentra muy vinculado a la industria del hierro.

—¿Y tengo que creerte?

Roland esbozó una sonrisa triunfante.

—Soy de tu familia, ¿no?

Familia. Dorian nunca se había considerado parte de una verdadera familia. Y ahora menos que nunca. Si alguien averiguase lo sucedido en aquel pasillo la víspera, si alguien supiese que poseía poderes mágicos, estaba perdido. Su padre lo mataría. Al fin y al cabo, tenía otro hijo. Y, bueno… Se suponía que uno no pensaba ese tipo de cosas sobre su familia, ¿verdad?

La noche anterior, Dorian había ido a buscar a Nehemia por pura desesperación, pero a la luz del día se alegraba de no haberla encontrado. Si la princesa tuviese ese tipo de información, podría sacarle partido; chantajearlo a placer.

En cuanto a Roland… Dorian empezó a alejarse.

—¿Por qué no te ahorras tus confidencias para alguien que realmente esté interesado en ellas?

Roland echó a andar a su lado.

—Ah, pero ¿quién las merece más que mi propio primo? ¿Qué mayor reto que atraerte a mi causa? —Dorian le lanzó una mirada de advertencia y descubrió que el otro sonreía—. Si hubieras visto el caos que se desató cuando te marchaste —prosiguió Roland—. Por más tiempo que viva, jamás olvidaré la cara que puso tu padre cuando les levantaste la voz a todos —el joven se echó a reír y Dorian, de mala gana, esbozó una sonrisa también—. Pensé que el viejo cabrón iba a estallar allí mismo.

Dorian negó con la cabeza.

—Más de uno ha acabado en la horca por insultarlo, ¿sabes?

—Sí, pero cuando seas tan listo como yo, querido primo, te sorprenderá descubrir hasta qué punto se perdonan las salidas de tono.

Dorian puso los ojos en blanco, pero sopesó las palabras de Roland durante unos instantes. Por más que el chico fuera íntimo de Perrington y de su padre… a lo mejor solo lo habían enredado para que colaborase con Perrington y necesitaba que alguien le abriese los ojos. Y si el rey y los demás consejeros pensaban que podían utilizar a Roland para sus oscuros proyectos, bueno, quizá había llegado la hora de que Dorian jugase sus cartas también. Podía usar aquel peón contra el rey. Entre los dos, conseguirían oponer la resistencia suficiente como para boicotear las propuestas más indecentes.

—¿De verdad impugnaste la votación?

Roland movió la mano con ademán despreocupado.

—Creo que tienes razón al decir que estamos forzando la suerte con los otros reinos. Si no queremos perder el control de la situación, debemos mantener cierto equilibrio. Someterlos a la esclavitud no va a ayudar; esa actitud no hará sino fomentar aún más la rebelión.

Dorian asintió despacio y se detuvo.

—Me tengo que ir —mintió a la vez que envainaba su espada—, pero a lo mejor podemos comer juntos en el salón.

Roland esbozó una sonrisa desenfadada.

—A ver si encuentro a alguna chica guapa que nos quiera acompañar.

El príncipe aguardó a que Roland hubiera doblado una esquina para dirigirse al exterior. En el patio reinaba el caos. La feria ambulante con la que su madre pensaba obsequiar a Hollin —su regalo de Yulemas retrasado— por fin había llegado.

La feria no era muy grande. En el patio únicamente se veían unas cuantas tiendas negras, una docena de jaulas y algunos carromatos. El conjunto producía una sensación tétrica, a pesar de la música de violín que animaba la escena y de los alegres gritos de los trabajadores, que instalaban carpas a toda prisa para acabar a tiempo para sorprender a Hollin al anochecer.

La gente apenas reparaba en Dorian, que vagaba entre la multitud. Iba vestido con viejas prendas y llevaba la capa bien ceñida. Solo los guardias, que estaban entrenados para reparar en todos los detalles, lo reconocían, pero advertían también su necesidad de anonimato sin necesidad de que nadie los informara al respecto.

Una mujer despampanante salió de una de las tiendas. Era rubia, alta y esbelta, e iba vestida con ropa de montar. A su lado apareció un tipo enorme cargado con grandes pesas de hierro que casi ningún hombre, juzgó Dorian, sería capaz de levantar.

El príncipe pasó junto a uno de los carromatos y se detuvo a leer la inscripción que, pintada en blanco sobre un lateral, anunciaba:

¡LA FERIA DE LOS ESPEJOS!

¡ENTRAD Y VERÉIS CÓMO LAS ILUSIONES CONTRADICEN LA REALIDAD!

El príncipe frunció el ceño. ¿Se habría parado a pensar su madre, apenas por un instante, lo que implicaba una feria como aquella? Las ferias ambulantes, con sus trucos y sus ilusiones, siempre desafiaban los límites de la razón. Dorian resopló. A lo mejor deberían encerrarlo a él en una de esas jaulas.

Notó una mano en el hombro. Dorian se dio media vuelta y vio a Chaol, que lo miraba sonriente.

—Estaba seguro de que os encontraría aquí.

No le sorprendía lo más mínimo que el capitán lo hubiera reconocido.

Dorian estaba a punto de sonreírle a su vez cuando se dio cuenta de que no iba solo. Delante de uno de los carromatos cubiertos, Celaena intentaba adivinar por el sonido qué clase de animal acechaba detrás de las cortinas.

—¿Qué hacéis aquí tan temprano? La feria no se inaugura hasta el anochecer.

Allí cerca, el gigante clavaba largas picas en la tierra helada.

—Celaena quería dar un paseo y…

Chaol se interrumpió para maldecir a viva voz. Aunque no le apetecía demasiado, Dorian siguió al capitán, que corría hacia Celaena para apartarle el brazo de la cortina negra.

—Si haces eso, perderás la mano —advirtió a la muchacha, que lo fulminaba con la mirada.

Al ver a Dorian, Celaena lo saludó con un gesto más parecido a un rictus que a una sonrisa. El príncipe no había mentido la noche anterior al decirle que buscaba a Nehemia. Pero se había dado cuenta de que también quería verla a ella… hasta que Celaena había aparecido con aquel absurdo pastel de chocolate a medio comer, que sin duda planeaba devorar en privado.

Dorian no podía ni imaginar la cara que pondría ella si descubría que el príncipe tal vez —solo tal vez, se repetía constantemente— poseía algún tipo de poder mágico.

Allí cerca, una rubia guapísima se subió a un taburete alto y empezó a tocar el laúd. Hombres —y guardias— acudieron por doquier, atraídos, comprendió Dorian, por algo más que la maravillosa música.

Chaol se revolvió, incómodo, y el príncipe advirtió que llevaban un rato allí en silencio. Celaena se cruzó de brazos.

—¿Encontrasteis por fin a Nehemia ayer por la noche?

Dorian tuvo la sensación de que ella ya conocía la respuesta, pero contestó de todos modos:

—No. Después de verte volví directamente a mi habitación.

Chaol miró a Celaena, que se limitó a encogerse de hombros. ¿Qué significaba aquel gesto?

—Y bien —prosiguió la muchacha, mirando a su alrededor—, ¿de verdad tenemos que esperar a vuestro hermano para saber qué hay en esas jaulas? Se diría que los artistas ya han empezado a actuar.

Y era verdad. Toda clase de malabaristas, tragasables y comefuegos pululaban por allí, y los equilibristas se encaramaban ya a lugares imposibles: respaldos de sillas, palos y camas de pinchos.

—Creo que solo están practicando —dijo Dorian con la esperanza de estar en lo cierto, pues si Hollin se enteraba de que la juerga había empezado sin él… Dorian se aseguraría de estar muy lejos del castillo cuando estallara la pataleta.

—Mmm —musitó Celaena mientras se internaba en el bullicio.

Chaol observaba al príncipe con recelo. Había interrogantes en los ojos del capitán —preguntas que el príncipe no tenía la menor intención de contestar— y puesto que dejar la feria le parecía una medida demasiado drástica, echó a andar detrás de Celaena. Caminaron hasta llegar al último y más grande de los carromatos, que estaban dispuestos más o menos en forma de semicírculo.

—¡Bienvenidos, bienvenidos! —gritó una mujer encorvada y atrofiada por la edad desde un estrado situado al pie de las escaleras. Una corona de estrellas le adornaba el cabello canoso y sus ojos oscuros brillaban con vivacidad en el rostro flácido y lleno de manchas.

—¡Asomaos a mis espejos y veréis el futuro! ¡Dejad que os lea la mano y os lo revelaré yo misma! —la anciana señaló a Celaena con un nudoso bastón—. ¿Quieres que te eche la buenaventura, niña?

Dorian miró de hito en hito la dentadura de la mujer. Los afilados dientes eran de metal. De… de hierro.

Ciñéndose con fuerza la capa verde, Celaena miraba de hito en hito a la vieja bruja.

Dorian conocía de sobra las leyendas que hablaban del reino ancestral de las brujas, el clan de mujeres sedientas de sangre que había destronado a la pacífica dinastía Crochan y luego había desmantelado el reino piedra a piedra. Quinientos años después, aún se entonaban trovas sobre las espantosas guerras que habían sembrado los campos con los cuerpos de las reinas Crochan, mientras las Dientes de Hierro se alzaban triunfantes. Sin embargo, la última reina Crochan había embrujado el lugar para asegurarse de que, mientras los estandartes de las Dientes de Hierro ondeasen al viento, la tierra no diese ni un solo fruto.

—Ven a mi carromato, corazón —tentaba la vieja bruja a Celaena—. Deja que la vieja Baba Piernasdoradas eche un vistazo a tu futuro.

En efecto, bajo el dobladillo del vestido marrón asomaban unos tobillos de color azafrán.

Celaena estaba blanca como la nieve. Chaol se acercó a ella y la agarró por el codo. Y aunque a Dorian le revolvió las tripas aquel gesto tan paternalista, se alegró de que el capitán hubiera acudido junto a la chica. En cualquier caso, todo aquello era un camelo; seguro que la mujer se había puesto una dentadura falsa, llevaba medias amarillas y se hacía llamar Baba Piernasdoradas para sacarles aún más cuartos a los visitantes.

—Eres una bruja —dijo Celaena con voz estrangulada.

A ella no le parecía un camelo; saltaba a la vista. No, seguía pálida como un muerto. Por los dioses, ¿por qué estaba tan asustada?

Baba Piernasdoradas se rio con fuertes graznidos e hizo una reverencia.

—La benjamina del Reino de las Brujas —para sorpresa de Dorian, Celaena dio un paso hacia atrás. Pegada a Chaol, se palpaba el colgante que siempre llevaba puesto—. ¿No quieres que te diga la buenaventura?

—No —replicó Celaena, casi escondida detrás del capitán.

—¡Pues lárgate y déjame trabajar en paz! ¡Jamás en mi vida he tenido una clientela tan rácana! —gruñó Baba Piernasdoradas, alzando la cabeza para mirar a lo lejos—. ¡Leo la buenaventura! ¿Quién quiere conocer su futuro?

Chaol dio un paso hacia ella con la mano en la espada.

—¡No seas tan antipática con los clientes!

La vieja bruja sonrió. Los dientes destellaron a la luz de la tarde cuando olisqueó al capitán.

—¿Y qué le haría un oriundo del Lago de Plata a una pobre viejecita como yo?

Un escalofrío recorrió la espalda de Dorian. Esta vez le tocó a Celaena tirar del capitán. Chaol, sin embargo, no reculó.

—No sé cuál es el truco, anciana, pero será mejor que vigiles tu lengua si no quieres que te la corte.

Baba Piernasdoradas se lamió los afilados dientes.

—Ven a buscarla —ronroneó.

Chaol parecía a punto de aceptar el desafío, pero Celaena seguía tan pálida que Dorian la tomó del brazo para llevársela de allí.

—Vamos —dijo, y la vieja posó la mirada en él. Si de verdad poseía el don de la clarividencia, aquel era el último lugar donde el príncipe quería estar—. Chaol, vamos.

La bruja sonrió y luego se hurgó los dientes con un clavo largo.

—Huid, huid si queréis —dijo Baba Piernasdoradas mientras ellos se alejaban—, pero vuestro destino pronto os encontrará.

—Estás temblando.

—No, no es verdad —replicó Celaena en voz baja, e intentó empujar al capitán.

Por si no bastaba con que Dorian estuviese allí, encima Chaol había tenido que presenciar su encuentro con Baba Piernasdoradas…

Conocía las historias; leyendas que en la niñez le habían provocado espantosas pesadillas y también el relato más reciente y de primera mano de una amiga. A tenor de la vil traición que sufrió por parte de aquella amiga y de su intento de matar a la asesina, Celaena había tenido la esperanza de que las horribles historias sobre las brujas Dientes de Hierro no fueran más que mentiras. Por desgracia, al ver a aquella mujer…

Celaena tragó saliva. Viendo a aquella mujer, percibiendo la otredad que emanaba de ella, no le costaba nada creer que esas brujas fueran capaces de devorar a un niño humano hasta no dejar más que los huesos.

Aterida hasta las entrañas, siguió a Dorian, que se alejaba de la feria a toda prisa. Al ver aquel carromato, había sentido, sin saber por qué, el impulso irrefrenable de entrar. Como si una gran revelación la aguardase en el interior. Y la corona de estrellas que lucía la bruja… Pero luego el amuleto se había calentado, igual que cuando había visto al extraño ser en el pasillo.

Si alguna vez volvía a la feria, llevaría a Nehemia consigo, solo para saber si Piernasdoradas era realmente quien decía ser. Le importaba un comino lo que hubiera en aquellas jaulas. Desde que la había visto, Piernasdoradas captaba todo su interés. Se alejó en compañía de Dorian y de Chaol sin oír una sola palabra de lo que decían. Sin saber cómo, llegó a los establos reales. El príncipe los hizo pasar.

—Pensaba ofrecértelo para tu cumpleaños —le estaba diciendo Dorian a Chaol—, pero ¿por qué esperar otros dos días?

Dorian se detuvo delante de una cuadra. Chaol exclamó:

—¿Habéis perdido el juicio?

El príncipe sonrió. Celaena llevaba tanto tiempo sin ver aquel gesto que, por un momento, añoró las noches que habían pasado juntos, el calor del aliento de Dorian en su piel.

—Claro que no. Te lo mereces.

Un pura sangre asterion, negro como la noche, los miraba desde la cuadra con sus ojos ancestrales.

Chaol retrocedió con las manos en alto.

—Es un regalo para un príncipe, no para…

Dorian soltó un chasquido de impaciencia.

—Bobadas. Me sentiré ofendido si no lo aceptas.

—No puedo.

Chaol dirigió a Celaena una mirada suplicante, pero ella se encogió de hombros.

—Una vez tuve una yegua asterion —reconoció Celaena, y ambos la miraron de hito en hito. La asesina se acercó al caballo y tendió los dedos para que el animal los olisqueara—. Se llamaba Kasida —el recuerdo la hizo sonreír mientras acariciaba el suavísimo hocico del caballo—. Significa «La que Bebe los Vientos» en el dialecto del desierto Rojo. Recordaba a un mar agitado por la tormenta.

—¿De dónde sacaste una hembra asterion? Son aún más valiosas que los machos —quiso saber Dorian. Era la primera vez que le hablaba en un tono normal desde hacía semanas.

Celaena los miró por encima del hombro y esbozó una sonrisa maliciosa.

—Se la robé al señor de Xandria —Chaol abrió unos ojos como platos y Dorian ladeó la cabeza. Tenían un aspecto tan cómico que Celaena se echó a reír—. Juro por el Wyrd que no miento.

Retrocedió y empujó a Chaol hacia la cuadra. El caballo husmeó los dedos del capitán. Luego, hombre y animal se miraron a los ojos. Dorian seguía observándola con incredulidad. Cuando Celaena se dio cuenta, el príncipe se giró hacia Chaol.

—¿Es demasiado pronto para preguntarte cómo vas a celebrar tu cumpleaños?

Celaena se cruzó de brazos.

—Tenemos planes —replicó antes de que el capitán pudiera contestar. No había sido su intención hablar con brusquedad, pero, bueno, llevaba semanas planeando la velada.

Chaol se volvió para mirarla.

—¿Ah, sí?

Celaena le dedicó una sonrisa letal.

—Ya lo creo que sí. Puede que yo no sea un pura sangre asterion, pero…

Los ojos de Dorian lanzaban rayos y centellas.

—Vaya, espero que os divirtáis —los interrumpió.

Rápidamente, Chaol devolvió la atención al caballo mientras Celaena y Dorian se desafiaban con la mirada. Las expresiones que tiempo atrás habían cautivado a la muchacha se habían esfumado del semblante del príncipe. Y una parte de ella, la parte que había pasado largas noches ansiando ver aquel hermoso rostro, lo lamentó. Cada vez le costaba más mirar a Dorian a los ojos.

Tras desearles a ambos buenas noches y felicitar a Chaol por su nuevo regalo, Celaena abandonó los establos. No se atrevió a volver a la feria, donde el bullicio sugería que Hollin ya había destapado las jaulas. En cambio, subió a toda prisa las escaleras que conducían a sus aposentos. Entretanto, intentaba borrar de su mente la imagen de aquellos dientes de hierro y la advertencia sobre su destino, tan semejante a los comentarios que le hiciera Mort el día del eclipse…

Llevada por una intuición, o quizá porque Celaena era una desconsiderada, incapaz de seguir el consejo de una amiga, quiso volver al sepulcro. A solas. A lo mejor Nehemia se equivocaba al decir que el amuleto carecía de importancia. Y estaba harta de esperar a que su amiga encontrara tiempo para resolver el acertijo.

Volvería una única vez, y no se lo contaría a Nehemia. Porque el orificio de la pared tenía forma de ojo, y el hueco del iris ausente encajaría a la perfección con el amuleto que llevaba al cuello.