Capítulo 18

Sentada en el salón de Archer, Celaena miraba el fuego con expresión concentrada. No había tocado el té que el mayordomo le había dejado sobre la mesita de mármol para que se entretuviera mientras aguardaba el regreso del cortesano, aunque sí había aceptado dos buñuelos de crema y una torta de chocolate. Podría haber regresado más tarde, pero hacía un frío terrible y, tras la guardia de la noche anterior, estaba agotada. Además, no dejaba de revivir mentalmente el baile con Chaol y necesitaba distraerse.

Cuando el vals había terminado, Chaol le había dicho que si volvía a abandonar su puesto, abriría un boquete en el estanque de las truchas y la arrojaría dentro. Luego, como si no acabaran de compartir un baile que, solo de recordarlo, hacía que a Celaena le temblaran las rodillas, había regresado al salón como un vendaval, dejándola allí muerta de frío. Por la mañana, durante el entrenamiento, ni siquiera había mencionado el incidente. ¿Y si Celaena se lo había imaginado todo? ¿No sería que el frío de la noche le había provocado alucinaciones?

Aquella mañana, cuando Nehemia había acudido a darle la primera lección de marcas del Wyrd, Celaena estaba tan distraída que la princesa la había regañado. Ella se había excusado culpando a la complejidad del lenguaje, tan extraño que rozaba el absurdo. Celaena había aprendido otras lenguas anteriormente —solo para poder comunicarse en lugares que aún no estaban sometidos a la ley de Adarlan—, pero las marcas del Wyrd eran totalmente distintas. Tratar de entenderlas mientras hacía esfuerzos por desentrañar el misterio que constituía Chaol Westfall se le antojaba una misión imposible.

Celaena oyó ruido procedente de la puerta principal. Unas palabras en voz baja, unos pasos rápidos y, acto seguido, el hermoso rostro de Archer asomó por la puerta del salón.

—Dame un minuto para refrescarme.

La asesina se levantó.

—No será necesario. No me quedaré mucho rato.

Archer pareció molestarse, pero entró en el salón y cerró la puerta de caoba a su espalda.

—Siéntate —le ordenó Celaena, sin importarle que aquella no fuera su casa. Archer, obediente, se acomodó en un sillón, frente a la otomana. Tenía el rostro tan congestionado de frío que sus ojos parecían aún más verdes que de costumbre.

La asesina cruzó las piernas.

—Si tu mayordomo no deja de mirar por el ojo de la cerradura, le cortaré las orejas y se las haré tragar.

Se oyó una tos ahogada, seguida de un correteo apresurado. Cuando se hubo asegurado de que nadie los escuchaba, Celaena se dejó caer sobre los almohadones de la otomana.

—Necesito algo más que una lista de nombres. Necesito saber qué se propone esa gente exactamente y qué saben acerca del rey.

Archer palideció.

—Necesito más tiempo, Celaena.

—Tienes algo más de tres semanas.

—Dame cinco.

—El rey solo me concedió un mes de plazo para matarte. Me ha costado mucho convencer a todo el mundo de que eres un objetivo difícil. No puedo darte más tiempo.

—Pero tengo que arreglar mis asuntos aquí en Rifthold y conseguir más información. Tras la muerte de Davis, han extremado las precauciones. Todo el mundo guarda silencio. Nadie se arriesga a comentar nada.

—¿Piensan que la muerte de Davis fue accidental?

—Claro. Como todas las muertes en Rifthold —el cortesano se pasó los dedos por el cabello—. Por favor. Solo un poco más de tiempo.

—No lo tengo. Necesito algo más que nombres, Archer.

—¿Y qué me dices del príncipe heredero? ¿O del capitán de la guardia? A lo mejor ellos poseen la información que necesitas. Eres íntima de ambos, ¿no es cierto?

Celaena lo fulminó con la mirada.

—¿Qué sabes tú de ellos?

Archer la miró fijamente, con expresión enjuiciadora.

—¿Crees que no reconocí al capitán de la guardia el día que nos encontramos casualmente a las puertas de Willows? —miró de reojo la mano de Celaena, que ahora reposaba sobre una daga—. ¿Les has contado tu plan de perdonarme la vida?

—No —respondió ella, relajando la mano—. No, no les he dicho nada. No quería implicarlos.

—¿No será que en realidad no confías en ninguno de los dos?

Ella se puso en pie.

—No des por supuesto que me conoces, Archer.

A toda prisa, caminó hasta la puerta y la abrió. No vio al mayordomo por ninguna parte. Miró a Archer por encima del hombro. El cortesano la observaba con los ojos abiertos de par en par.

—Te doy hasta el final de esta semana, seis días, para obtener más información. Si para entonces no me has proporcionado nada, te aseguro que mi próxima visita será mucho menos agradable.

Sin darle tiempo a replicar, abandonó el salón como un vendaval, sacó de un tirón la capa del armario de entrada y salió a las gélidas calles de la ciudad.

Dorian no daba crédito a los mapas y cifras que tenía delante. Alguien debía de estar de broma, porque era imposible que en Calaculla hubiera tantos esclavos. Sentado a la mesa de la cámara del congreso, el príncipe echó un vistazo a los hombres que lo rodeaban. Nadie parecía sorprendido ni tampoco preocupado. El consejero Mullison, que había demostrado un especial interés en Calaculla, prácticamente sonreía.

Debería haber insistido en que Nehemia asistiera a la reunión, si bien dudaba que nada de lo que ella pudiera decir fuera a modificar una decisión que, a todas luces, ya estaba tomada.

El padre de Dorian, con la cabeza recostada en el puño, miraba a Roland con una sonrisa incipiente. El anillo negro del rey reflejaba las llamas del inmenso hogar, una chimenea en forma de boca que parecía a punto de devorar la sala.

Roland, sentado junto a Perrington, hablaba con entusiasmo a la vez que señalaba el mapa con gestos. El primo de Dorian también llevaba una sortija negra, al igual que Perrington.

—Como veis, Calaculla no puede seguir acogiendo al creciente número de esclavos. Hay tantos que actualmente ni siquiera caben en las minas, y si bien los hemos puesto a buscar nuevos yacimientos, los trabajos se han estancado —Roland sonrió—. Ahora bien, un poco más al norte, tocando el límite sur de Oakwald, nuestros hombres han descubierto un yacimiento de hierro que, por lo que parece, se extiende por una zona considerable. Además, está bastante cerca de Calaculla, por lo que sería factible construir unos cuantos edificios en los que albergar a los nuevos guardias. Tendrían capacidad incluso para nuevos esclavos, de ser necesario. Podrían empezar a trabajar de inmediato.

Al escuchar los murmullos de aprobación y advertir que su padre asentía complacido, Dorian apretó los dientes. Tres anillos a juego, tres sortijas negras con algún significado… ¿pero cuál? ¿Acaso los unía algún tipo de vínculo? ¿Cómo se las había ingeniado Roland para ganarse el favor de su padre y de Perrington tan rápidamente? ¿Solo porque prestaba apoyo a un lugar como Calaculla?

Las palabras que Nehemia había pronunciado la noche anterior lo tenían obsesionado. Dorian había visto de cerca las cicatrices de Celaena, una horrible carnicería que le revolvía las tripas de rabia solo de mirarlas. ¿Cuántas personas como ella se pudrían en aquellos campos de trabajo?

—¿Y dónde dormirán los esclavos? —preguntó Dorian de repente—. ¿También vais a construir refugios para ellos?

Todos los presentes, incluido su padre, se volvieron a mirarlo. Roland, sin embargo, se encogió de hombros sin inmutarse.

—Son esclavos. ¿Por qué proporcionarles refugios, si pueden dormir en las minas? Llevarlos y traerlos a diario sería una pérdida de tiempo.

Nuevos murmullos y asentimientos. Dorian se quedó mirando a Roland.

—Si el número de esclavos es excesivo, ¿por qué no liberamos a unos cuantos? Seguro que no todos son rebeldes y criminales.

Alguien gruñó: el padre de Dorian.

—Cuidado con lo que dices, príncipe.

No era un padre hablando con su hijo, sino un rey que se dirigía a su heredero. Pese a todo, una fría rabia siguió creciendo en el interior de Dorian, que no podía alejar de su mente las cicatrices de Celaena, la escualidez de su cuerpo cuando la sacaron de Endovier, su rostro demacrado, la mezcla de esperanza y desaliento que reflejaban sus ojos. Oyó las palabras de Nehemia: «Su sufrimiento fue una bendición comparado con lo que soporta la mayoría».

Dorian miró a su padre, que, unos asientos más allá, lo miraba con expresión sombría.

—¿Ese es el plan? Ahora que hemos conquistado el continente, ¿encerrareis a todo el mundo en Calaculla o Endovier hasta que no quede nadie en ningún reino salvo los súbditos de Adarlan?

Silencio.

La ira lo arrastró a aquel lugar de sí mismo en el que había presentido un poder ancestral cuando Nehemia le había tocado el corazón.

—Si continuáis tensando la cuerda, se romperá —le espetó Dorian a su padre. Luego volvió la vista hacia Roland y Mullison—. ¿Y qué os parecería a vosotros pasar un año en Calaculla y, transcurrido el plazo, volver a sentaros aquí para comentar esos planes de expansión?

El rey golpeó la mesa con ambas manos. Se oyó un tintineo de tazas y vasos.

—Mide tus palabras, príncipe, o serás expulsado de esta sala antes de que empiece la votación.

Dorian se levantó. Nehemia tenía razón. No había mirado detenidamente a los presos de Endovier. No se había atrevido.

—Ya he oído bastante —les espetó a su padre, a Roland, a Mullison y a todos los presentes—. ¿Queréis oír mi voto? Pues adelante. No. Ni en sueños.

El rey gruñó, pero Dorian ya recorría el suelo de mármol rojo, junto a la horrible chimenea, en dirección a la puerta. Por fin, salió a los iluminados pasillos de cristal.

No sabía adónde iba, solo que hacía un frío de muerte; un helor que avivaba aquella rabia gélida y brillante. Bajó tramos y más tramos de escaleras hacia el castillo de piedra, recorrió largos pasillos y descendió angostos peldaños hasta encontrar una sala olvidada donde nadie lo encontraría. Se dio impulso y golpeó la pared con el puño.

La piedra se quebró contra su mano.

No fue una simple grieta, sino una telaraña que se fue extendiendo hacia la ventana de la derecha hasta que…

La ventana estalló en mil fragmentos. En el centro de una lluvia de cristal, Dorian se acuclilló y se tapó la cabeza. Notó la corriente que entraba del exterior, tan fría que se le empañaron los ojos, pero él siguió arrodillado, protegiéndose con las manos, respirando una vez y otra y otra mientras la ira cedía poco a poco en su interior.

Aquello era imposible. A lo mejor había golpeado una zona dañada. Quizá la maldita pared estuviera tan deteriorada que cualquier golpe habría bastado para derribarla. No sabía que la piedra pudiera resquebrajarse así, que una grieta pudiera crecer como si tuviera vida propia. Y la ventana…

Con el corazón desbocado, Dorian bajó las manos y se las miró. Ni un corte, ni una herida, ni el menor rastro de dolor. Sin embargo, había golpeado la pared con todas sus fuerzas. Podría —debería— haberse roto la mano. En cambio, sus dedos estaban ilesos. Solo tenía los nudillos blancos de apretar el puño con fuerza.

Las piernas apenas le sostenían cuando se levantó e inspeccionó los daños.

El muro se había resquebrajado, pero seguía intacto. La vieja ventana, sin embargo, se había roto en mil pedazos. Y a su alrededor, en la zona donde se había acuclillado…

Había un círculo perfecto, limpio de astillas y fragmentos, como si una barrera invisible lo hubiera protegido.

Pero era imposible. Porque la magia…

La magia…

Dorian cayó de rodillas y vomitó.

Acurrucada en la otomana junto a Chaol, Celaena tomó un sorbo de té y frunció el ceño.

—¿No podrías contratar a una criada como Philippa para que pudiéramos darnos algún capricho?

Chaol enarcó una ceja.

—¿Ya nunca pasas tiempo en tus aposentos?

No. No si podía evitarlo. No sabiendo que Elena, Mort y toda aquella camarilla estaban a solo una puerta secreta de distancia. En circunstancias normales, habría buscado refugio en la biblioteca, pero ya no. No desde que sabía que la biblioteca albergaba tantos secretos que se mareaba solo de pensar en ellos. Por un instante, se preguntó si Nehemia habría encontrado alguna pista en relación al acertijo del libro de Davis. Al día siguiente se lo preguntaría.

Con el pie descalzo salvo por el calcetín, propinó un puntapié a Chaol en las costillas.

—Solo digo que me gustaría tomar un trozo de pastel de chocolate de vez en cuando.

Chaol cerró los ojos.

—Y una tarta de manzana y una rebanada de pan y un plato de guiso y un montón de galletas y… —el capitán soltó una risilla y Celaena le empujó la cara con el pie. Chaol se lo aferró con fuerza cuando Celaena intentó retirarlo—. Es verdad y lo sabes, Laena.

—¿Y qué si lo es? ¿Acaso no me he ganado el derecho a comer cuanto quiera, cuando quiera?

A Chaol se le borró la sonrisa y la asesina retiró el pie.

—Sí —respondió él con voz queda, la voz apenas audible entre el chisporroteo del fuego—. Te lo has ganado.

Tras unos instantes de silencio, Chaol se levantó y se acercó a la puerta.

Ella se incorporó sobre los codos.

—¿Adónde vas?

—A buscar pastel de chocolate.

Después de que ambos se hubieran zampado la mitad del pastel que Chaol había sisado de las cocinas, Celaena se agarró con ambas manos la atiborrada barriga y se repantingó en la otomana. Chaol, tumbado cuan largo era, dormía como un tronco. La noche del baile se había acostado a las tantas y por la mañana se había levantado al alba para salir a correr con ella. Estaba agotado. ¿Por qué no había cancelado el entrenamiento?

«¿Sabéis? Las cortes no siempre han sido así», había dicho Nehemia. «Hubo un tiempo en que la gente concedía valor al honor y a la lealtad. En otras épocas, la relación con los gobernantes no estaba basada en la obediencia y el miedo. ¿No creéis que sería posible volver a constituir una corte como aquella?».

Celaena no había respondido. No quería hablar de ello. Ahora, sin embargo, mirando a Chaol, al hombre que era y al que podía llegar a ser…

, pensó. Sí, Nehemia. Sería posible volver a constituirla si encontráramos más hombres como él.

Pero algo así jamás sucedería en un mundo gobernado por el rey de Adarlan, comprendió. Aplastaría a una corte como aquella antes de que Nehemia pudiera reunirla siquiera. En cambio, si el rey desapareciera, la corte que soñaba la princesa podría cambiar el mundo; podría deshacer el daño de toda una década de brutalidad y terror; podría reinstaurar las leyes que los conquistadores habían derogado y reavivar los corazones de los reinos, que se hacían añicos cuando Adarlan los aplastaba.

Y en un mundo como ese… Celaena tragó saliva. Chaol y ella nunca serían una pareja normal, pero quizá en ese mundo pudieran plantearse una vida juntos. Ella quería ese tipo de vida. Y por más que Chaol hubiese fingido que el baile no le había afectado, ella sabía que había significado algo. Y puede que Celaena hubiera tardado mucho en comprenderlo, pero aquel hombre… Celaena no solo quería ese tipo de vida, sino que la quería con él.

El mundo con el que soñaba Nehemia, ese mundo que, de vez en cuando, Celaena se atrevía a imaginar, no era más que un jirón de esperanza y un recuerdo de lo que fueron los reinos en otro tiempo. Pero también era posible que los rebeldes estuvieran al corriente de los planes del rey y supieran cómo dar al traste con ellos; cómo destruir al rey de Adarlan con o sin Aelin Galathynius y el ejército que supuestamente estaba reclutando.

Celaena suspiró y, desplazando con cuidado las piernas de Chaol para no molestarlo, se levantó de la otomana. Se volvió para mirarlo, solo una vez, y luego se inclinó para acariciarle el corto cabello con los dedos y rozarle la mejilla. Por fin, en silencio, abandonó la habitación, llevándose consigo los restos del pastel.

Celaena se preguntaba si podría comerse los restos de la tarta de chocolate sin sufrir una indigestión cuando, al doblar el recodo que conducía a su habitación, vio a Dorian sentado en el suelo, esperándola. El príncipe alzó la vista y sus ojos se posaron en el pastel. La asesina se sonrojó y levantó la barbilla. No habían vuelto a hablar desde la discusión acerca de Roland. A lo mejor quería disculparse. Era lo mínimo que podía hacer.

Sin embargo, cuando Dorian se levantó, Celaena reparó al instante en la expresión de sus ojos color zafiro y supo que no estaba allí para pedir disculpas.

—Es un poco tarde para las visitas, ¿no? —le dijo a modo de saludo.

Dorian se metió las manos en los bolsillos y se apoyó de espaldas contra la pared. Estaba pálido y exhibía una expresión ausente, pero esbozó una sonrisa triste de todos modos.

—También es un poco tarde para el pastel de chocolate. ¿Has asaltado las cocinas?

Celaena se detuvo a la puerta de sus aposentos y lo miró de arriba abajo. Parecía el mismo de siempre —no tenía morados ni heridas—, pero algo no andaba bien.

—¿Qué hacéis aquí?

Dorian evitaba mirarla a los ojos.

—Estaba buscando a Nehemia, pero sus criados me han dicho que ha salido. He supuesto que estaría contigo y, al no encontrarte aquí, he pensado que a lo mejor habíais ido a dar un paseo.

—Llevo sin verla desde esta mañana. ¿La buscáis por algo en concreto?

Dorian se estremeció y Celaena advirtió de repente que hacía mucho frío en el pasillo. ¿Cuánto tiempo llevaba Dorian sentado en el suelo helado?

—No —dijo el príncipe, negando con la cabeza como si quisiera convencerse a sí mismo de algo—. No, por nada.

Dorian se dispuso a marcharse. Celaena habló antes de saber siquiera que iba a abrir la boca.

—Dorian. ¿Qué pasa?

Él se volvió para mirarla. Por un instante, asomó a sus ojos algo que recordaba a un mundo arrasado mucho tiempo atrás; un destello de color y poder que aún acechaba al borde de las pesadillas. Entonces, el príncipe parpadeó, y la sensación se esfumó.

—Nada. No pasa nada en absoluto —Dorian se alejó a grandes zancadas, aún con las manos en los bolsillos—. Disfruta de tu pastel —dijo por encima del hombro, y se marchó.