Capítulo 17

Chaol advirtió que Celaena estaba enfadada sin necesidad de hablar con ella. En realidad, ni siquiera se había atrevido a dirigirle la palabra desde hacía un buen rato. Al comienzo del baile, la había apostado en el patio, entre las sombras de una columna. Unas cuantas horas de exposición al frío invernal le vendrían bien para serenarse.

Desde su propia posición, al resguardo de un nicho del interior del salón y cerca de la entrada de servicio, podía echar un ojo al deslumbrante baile que se desplegaba ante él y también a la asesina, que hacía guardia junto a las enormes puertas acristaladas. No era que no confiase en ella… pero cuando Celaena estaba de mal humor, él también se ponía frenético.

En aquel momento, descansaba apoyada contra la columna, con los brazos cruzados; no oculta entre las sombras como él le había ordenado. Veía el vaho de su aliento ensortijarse en el frío y el reflejo de la luna en el pomo de una de sus dagas.

Habían decorado el salón en tonos blancos y azul pálido. Vaporosas cintas pendían del techo, alternadas con burbujas de cristal ornado. Los motivos sugerían un sueño invernal y todo se había organizado en honor a Hollin, nada menos. Muchas horas de entretenimiento y una pequeña fortuna derrochadas en un niño que, en aquel momento, zampaba enfurruñado dulces y más dulces ante la sonriente mirada de su madre.

Chaol nunca se lo había dicho a Dorian, pero le asustaba pensar en qué clase de hombre se convertiría Hollin. Un niño mimado resultaba fácil de manejar, pero un líder consentido y cruel era harina de otro costal. Esperaba que, cuando Dorian reinase, pudieran erradicar juntos la podredumbre que empezaba a corroer el corazón del muchacho.

El heredero estaba en la pista de baile, cumpliendo con el deber que le imponía su condición de bailar con cuantas damas se lo solicitasen. Casi todas, como cabía esperar. Dorian representaba su papel a la perfección. Sonreía durante todo el vals y se comportaba como una pareja encantadora y experta, sin quejarse jamás ni rechazar a nadie. La danza terminó y Dorian se despidió de una dama con una reverencia, pero antes de que pudiera alejarse, otra cortesana se inclinaba ya ante él. De haber estado en el lugar de Dorian, Chaol habría suspirado hastiado, pero el príncipe se limitaba a sonreír, a tomar la mano de la joven y a arrastrarla por la pista.

Chaol echó un vistazo al exterior. Su expresión se endureció. Celaena no estaba en su sitio, junto a la columna.

Contuvo un gruñido. Al día siguiente, le echaría un buen sermón en relación a las normas y las consecuencias de abandonar el puesto mientras se está de guardia.

Una regla que él también acababa de romper, comprendió mientras se alejaba del nicho y cruzaba la cristalera, que habían dejado entornada para que el aire refrescase el recalentado salón.

¿Dónde demonios se había metido? ¿Habría advertido algún posible peligro? Sin embargo, el palacio jamás había sufrido un ataque en toda su historia y nadie sería tan tonto como para asaltarlo durante una gala oficial.

Por si acaso, posó la mano en la empuñadura de su espada mientras se acercaba a las columnas que precedían la escalinata, bajo la cual se extendía el escarchado jardín. Hacía un momento, Celaena estaba allí y de repente…

Chaol la divisó.

Vaya, vaya… Desde luego que había abandonado su puesto. Y no para investigar una amenaza en ciernes, no.

Chaol se cruzó de brazos. Celaena había desatendido la vigilancia para ponerse a bailar.

La música sonaba a un volumen tan alto que se oía hasta en el jardín. Al pie de las escaleras, la chica bailaba consigo misma. Se sujetaba incluso el borde de la capa con una mano, como si fuera la orilla de un vestido de baile, mientras con la otra sostenía la cintura de una pareja invisible. Chaol no sabía si echarse a reír, gritarle o fingir que no había visto nada.

Con un elegante giro, Celaena dio media vuelta y se topó con Chaol. Dejó de bailar al instante.

Bueno, la última posibilidad quedaba descartada, pues. Reírse o gritarle. Aunque ninguna de las dos opciones le parecía apropiada en aquel momento.

Pese a la escasez de luz, el capitán advirtió que Celaena fruncía el ceño.

—Estoy muerta de asco y a punto de congelarme —protestó ella, soltando la capa al mismo tiempo.

Chaol se quedó donde estaba, mirándola en silencio.

—Además, vos tenéis la culpa —prosiguió ella, que se había metido las manos en los bolsillos—. Me habéis dejado aquí tirada, y alguien ha entreabierto la puerta del balcón para que pudiera oír la maravillosa música —el vals, que seguía sonando, llenaba de cálidas notas el gélido aire exterior—. Deberíais preguntaros quién es el responsable. ¿A quién se le ocurre? Es como dejar a un muerto de hambre delante de un banquete y decirle que no coma nada. Algo que, por cierto, vos mismo hicisteis cuando me forzasteis a asistir a la cena de gala de hace unos días.

Celaena estaba desvariando y parecía tan apesadumbrada que Chaol adivinó que, en el fondo, le sabía muy mal que la hubiera pillado con las manos en la masa. Mordiéndose el labio para no sonreír, el capitán bajó los cuatro peldaños que lo separaban del camino de grava.

—¿Eres la mejor asesina de Erilea y no puedes permanecer ni unas pocas horas de guardia?

—¿Y qué queréis que vigile? —resopló ella—. ¿A las parejas que se hacen arrumacos entre los setos? ¿O a Su Alteza Real, que se dedica a bailar con todas las doncellas disponibles?

—¿Estás celosa?

Celaena lanzó una carcajada seca.

—¡No! ¡Claro que no! Pero reconozco que no resulta nada divertido presenciarlo. Ni tampoco ver cómo toda esa gente se lo pasa en grande. Si algo me provoca celos es ese enorme bufé, que nadie ha tocado siquiera.

Chaol rio por lo bajo y se volvió para mirar la terraza y las puertas de cristal. Ya debería estar dentro. Pero seguía allí, rozando un límite que lo atraía sin remedio.

La víspera, se las había arreglado para no traspasarlo, aunque ver llorar a Celaena durante la canción de Rena Goldsmith lo había conmovido tanto que tuvo la sensación de haber descubierto una nueva faceta de sí mismo. Por la mañana la había obligado a correr media legua de más, no para castigarla sino porque no podía dejar de pensar en la mirada que habían compartido.

Celaena lanzó un suspiro dramático y se quedó mirando la luna. Lucía tan brillante que ocultaba las estrellas.

—He oído la música y no he podido resistirme. Solo quería bailar durante unos minutos. Solo pretendía… olvidarme de todo durante un solo vals y fingir que era una chica normal. Así que… —le lanzó puñales con la mirada—. Venga, no os reprimáis, gruñid, soltadme un sermón. ¿Cuál será mi castigo? ¿Correr media legua más mañana por la mañana? ¿Una hora de ejercicios? ¿El potro de tortura?

Las palabras de Celaena reflejaban tanta amargura que Chaol no lo pudo resistir. Y sí, le diría cuatro cosas por haber abandonado la vigilancia, pero ahora… ahora…

Chaol cruzó la frontera.

—Baila conmigo —le dijo, y le tendió la mano.

Celaena miraba perpleja la mano tendida del capitán.

—¿Qué?

La luz de la luna arrancaba reflejos a los ojos dorados de Chaol.

—¿Qué parte no has entendido?

Nada. Todo. Porque el capitán había empleado un tono distinto al de Dorian cuando la sacó a bailar en Yulemas. Aquella había sido una mera invitación. Pero esto… La mano de Chaol seguía tendida hacia ella.

—Si no recuerdo mal —replicó Celaena, levantando la barbilla—, en Yulemas os pedí que bailarais conmigo y vos os negasteis en redondo. Dijisteis que era muy peligroso que nos vieran bailar juntos.

—Ahora las cosas son distintas.

Otra afirmación que la joven no podía analizar en aquel preciso instante.

Al mirar aquella mano tendida, repleta de callos y cicatrices, a Celaena se le hizo un nudo en la garganta.

—Baila conmigo, Celaena —volvió a decir él con voz ronca.

Cuando los ojos de ambos se encontraron, la asesina olvidó el frío, la luna y el palacio de cristal que se alzaba sobre ellos. La biblioteca secreta, los planes del rey, Mort y Elena se disolvieron en la nada. Celaena tomó la mano tendida y el mundo quedó reducido a dos cosas: la música y Chaol.

Él tenía los dedos cálidos, aun a través de los guantes. El capitán deslizó la otra mano por la cintura de Celaena y ella, a su vez, posó la suya en el brazo del hombre. Alzó la vista hacia Chaol cuando él empezó a moverse; un paso lento, luego otro y otro según se sumían en el ritmo del vals.

Chaol también la miraba, pero ninguno de los dos sonreía. Por alguna razón, sobraban las sonrisas. El vals fue cobrando forma, más fuerte, más rápido, y Chaol la arrastró a los compases sin vacilar ni una sola vez.

Celaena respiraba con dificultad, pero no podía apartar los ojos de él, no podía dejar de bailar. La luz de la luna, el jardín y el brillo dorado del salón se fundieron al fondo, como un decorado situado a muchas leguas de distancia.

—Nunca seremos un chico y una chica normales, ¿verdad? —consiguió decir ella.

—No —jadeó él con expresión ardiente—. Nunca.

La música estalló en torno a ellos y Chaol la guio al mismo corazón del ritmo haciéndola girar y girar en el centro de una corola de capas. Se movían al unísono en una danza impecable, letal, como en aquel primer combate de hacía varios meses. Intuían de antemano los movimientos del otro, como si llevaran bailando aquel vals toda la vida. Más deprisa, sin vacilar, sin dejar de mirarse a los ojos.

El resto del mundo se esfumó en la nada. En aquel preciso instante, por primera vez en diez años, Celaena miró a Chaol y comprendió que había llegado a casa.

Ante la ventana del salón, Dorian Havilliard veía bailar a sus amigos en el jardín de abajo, con las negras capas ondeando a su alrededor como dos espectros flotando al viento. Tras varias horas de baile, Dorian se había quitado de encima a las damas que reclamaban su atención y había acudido a la ventana a refrescarse.

Tenía intención de salir, pero entonces los había visto. La imagen había bastado para detenerlo, pero no para alejarlo de allí. Sabía que habría sido lo correcto. Habría debido marcharse y fingir que no había visto nada, porque, aunque solo estaban bailando…

Alguien se acercó por detrás y Dorian se volvió a mirar justo cuando Nehemia se detenía ante la ventana. Tras meses de reclusión como luto tras la matanza de rebeldes acaecida en Eyllwe, aquella noche la princesa había accedido a asistir a la fiesta. Ataviada con una túnica en tono cobalto con matices dorados y el cabello trenzado a modo de diadema en lo alto de la cabeza, estaba deslumbrante. Los delicados pendientes de oro destellaron a la luz de las arañas del techo y, al hacerlo, atrajeron la atención de Dorian hacia el esbelto cuello de la princesa. Nehemia era sin duda la mujer más espectacular del salón, y eran muchos los hombres —y mujeres— que llevaban toda la noche mirándola.

—No interfiráis —dijo la princesa con voz queda. Seguía hablando la lengua común con mucho acento, aunque no tanto como a su llegada a Rifthold. Dorian enarcó una ceja. Nehemia trazó un dibujo invisible en el cristal—. Vos y yo… Nosotros siempre estaremos separados del resto. Siempre tendremos… —buscó la palabra—: Responsabilidades. Siempre llevaremos cargas sobre los hombros que nadie más puede comprender. Que ellos —señaló con un gesto de cabeza a Chaol y a Celaena— nunca comprenderán. Y si lo hicieran, no las querrían.

No nos querrían, pretendes decir.

Chaol hizo girar a Celaena, y ella flotó grácilmente en el aire antes de volver a sus brazos.

—La he dejado partir —dijo Dorian con la misma suavidad. Era verdad. Aquella mañana se había despertado con una sensación de levedad que llevaba semanas sin experimentar.

Nehemia asintió. El oro y las joyas que le adornaban el cabello centellearon.

—Os doy las gracias —la princesa trazó otro símbolo en la ventana—. Vuestro primo, Roland, me ha dicho que vuestro padre ha aprobado los planes del consejero Mullison de aumentar las filas de Calaculla, de ampliar la capacidad del campo de trabajo para acomodar a más… personas.

Dorian ni se inmutó. Había demasiados ojos puestos en ellos.

—¿Roland os ha dicho eso?

Nehemia apartó la mano de la ventana.

—Quiere que le diga a mi padre que apruebo los planes, para que este facilite la expansión. Me he negado. Dice que mañana se celebrará una reunión del consejo para votar los planes de Mullison. No se me permite asistir.

Dorian hizo esfuerzos por controlar la respiración.

—Roland no tenía ningún derecho a hacer eso. Ni él ni nadie.

—¿Se lo impediréis, pues? —la princesa clavó en Dorian sus ojos negros—. Hablad con vuestro padre durante la reunión. Convenced a los demás para que voten en contra.

Nadie salvo Celaena se atrevía a hablarle así. Sin embargo, el descaro de la princesa no influyó en la respuesta de Dorian cuando dijo:

—No puedo.

Se ruborizó al decirlo, pero era verdad. No podía argumentar en contra de Calaculla, no sin meterse en un lío y causar graves problemas a Nehemia. Dorian ya había convencido a su padre de que dejara a Nehemia en paz. Pedirle que cerrara Calaculla implicaba tomar partido y también hacer una elección que destruiría todo cuanto tenía.

—¿No podéis o no queréis? —Dorian suspiró, disponiéndose a responder, pero Nehemia lo interrumpió—. Si enviaran a Celaena a Calaculla, ¿no la liberaríais? ¿No haríais lo posible por cerrar el campo? Cuando la sacasteis de Endovier, ¿os parasteis a pensar, aunque solo fuera un instante, en las miles de vidas que dejabais atrás? —claro que lo pensé, se dijo Dorian, pero puede que menos tiempo del debido—. Personas inocentes trabajan y mueren a diario en Calaculla y Endovier. Miles. Preguntadle a Celaena cuántas tumbas se excavan, príncipe. Mirad las cicatrices de su espalda y tened en cuenta que su sufrimiento fue una bendición comparado con lo que soporta la mayoría —a lo mejor Dorian se había acostumbrado a su acento, pero habría jurado que Nehemia hablaba ahora con más claridad. La princesa señaló a la pareja formada por Chaol y Celaena, que habían dejado de bailar y ahora hablaban en el jardín—. Si la enviaran de vuelta, ¿no haríais lo posible por liberarla?

—Claro que lo haría —repuso Dorian con cautela—, pero es muy complicado.

—No lo es. La diferencia entre el bien y el mal es muy sencilla. Los esclavos de esos campos tienen familia, seres queridos que los aman tanto como vos amáis a mi amiga.

Dorian echó un vistazo a su alrededor. Las damas los observaban por detrás de sus abanicos e incluso la reina había reparado en la larga conversación. En el exterior, Celaena reanudó la guardia junto a la columna. Al otro extremo del salón, Chaol entraba por una de las puertas acristaladas y regresaba a su puesto, como si nunca hubiera bailado con la asesina.

—Este no es el mejor lugar para mantener esta conversación.

Nehemia le sostuvo la mirada un instante antes de asentir.

—Percibo poder en vuestro interior, príncipe. Más del que vos mismo imagináis —la princesa tocó el pecho de Dorian y trazó un símbolo allí. Algunas damas ahogaron un grito, pero Nehemia solo tenía ojos para el heredero—. Está dormido —susurró, dándole unos golpecitos en el corazón—. Aquí dentro. Cuando llegue el momento, cuando el poder despierte, no tengáis miedo —apartó la mano y esbozó una sonrisa triste—. Llegada la hora, os ayudaré.

Dicho eso, se alejó. Los miembros de la corte se apartaron a su paso y por fin el gentío se la tragó. Dorian siguió su partida con la mirada, preguntándose al mismo tiempo qué significaban aquellas últimas palabras.

Y por qué, al oírlas, había tenido la sensación de que algo ancestral que dormitaba en lo más profundo de su ser abría un ojo.