Aquella noche, el salón de baile estaba atestado. Si bien Celaena prefería por lo general quedarse en sus aposentos, cuando se enteró de que Rena Goldsmith actuaría durante la cena que se celebraba en honor al príncipe Hollin, buscó un sitio en las largas mesas del fondo. Era el único lugar que la nobleza menor estaba autorizada a ocupar. Algunos de los hombres de Chaol —aquellos que poseían título nobiliario— estaban allí, y también todos aquellos que preferían evitar el nido de víboras de la corte.
La familia real cenaba en la mesa presidencial, sobre la tarima de costumbre. Perrington, Roland y una desconocida —la madre de Roland, a juzgar por sus rasgos— la acompañaban. Desde su posición al fondo de la sala, Celaena a duras penas alcanzaba a avistar a Dorian, pero creyó distinguir a un muchacho pálido, gordito y coronado por una mata de rizos negros. Celaena juzgó poco acertado sentar a Hollin junto a Dorian (la proximidad invitaba a las comparaciones) y si bien la asesina había oído los desagradables rumores que corrían sobre Hollin, sintió, sin poder evitarlo, una punzada de compasión por el muchacho.
Para sorpresa de Celaena, Chaol optó por sentarse a su lado, junto con cinco de sus hombres. Aunque había varios guardias apostados por la sala, Celaena no dudaba de que los guardias que compartían su mesa estaban tan atentos a cualquier posible problema como los estacionados junto a las puertas y los estrados. Sus compañeros de mesa se mostraron educados con ella; cautos, pero educados. No mencionaron lo sucedido la noche anterior, pero le preguntaron con discreción qué tal se encontraba. Ress, que la había escoltado durante la competición, pareció genuinamente aliviado cuando Celaena le dijo que se sentía mucho mejor. También era el más discreto de todos aquellos hombres, que cotilleaban como viejas damas de la corte.
—Y entonces —decía Ress, con una expresión maliciosa en su rostro aniñado—, justo cuando se metía en la cama, tan desnudo como el día que llegó al mundo, entró su padre —las muecas y los gemidos proliferaron entre los guardias, incluido el propio Chaol— y lo arrancó del lecho. Agarrándolo de los pies, lo arrastró al pasillo y lo tiró por las escaleras. No paraba de gritar como un cerdo degollado.
Chaol se arrellanó en la silla y se cruzó de brazos.
—Tú también habrías gritado si te hubieran arrastrado desnudo por un suelo helado.
El capitán de la guardia esbozó una sonrisa burlona mientras Ress se apresuraba a rebatírselo. Chaol parecía muy cómodo entre aquellos hombres. Sus movimientos eran distendidos y le brillaban los ojos. Y ellos también lo respetaban; lo miraban después de hablar como pidiendo su aprobación, su asentimiento, su apoyo. Cuando la risita de Celaena se desvaneció, Chaol la miró con las cejas enarcadas.
—Mira quién fue a burlarse. No conozco a nadie que proteste tanto de los suelos fríos.
Celaena se irguió al mismo tiempo que los guardias sonreían disimuladamente.
—Si no recuerdo mal, vos también os quejáis del frío cada vez que mordéis el polvo durante los entrenamientos.
—¡Toma esa! —exclamó Ress, y las cejas de Chaol se arquearon aún más. Celaena sonrió con expresión socarrona.
—Cuidado con lo que dices —replicó el capitán—. ¿Te atreverías a corroborarlo en la sala de entrenamiento?
—Siempre y cuando vuestros hombres no tengan reparos en presenciar cómo os doy una paliza.
—No tenemos absolutamente ningún reparo —afirmó Ress. Chaol lo miró ceñudo, más divertido que molesto. Ress añadió rápidamente—: Capitán.
Chaol abrió la boca para replicar, pero justo en aquel momento, una mujer alta y esbelta se acercó al pequeño escenario erigido a un lado del salón.
Celaena alargó el cuello cuando Rena Goldsmith caminó vaporosa hacia el estrado de madera donde la esperaban una enorme arpa y un hombre pertrechado con un violín.
Había visto actuar a Rena en otra ocasión, hacía años, en el Teatro Real, una fría noche de invierno muy parecida a aquella. Durante dos horas, había reinado en el teatro un silencio tal que Celaena habría jurado que la sala al completo había dejado de respirar. La voz de Rena siguió sonando en la cabeza de la asesina durante días y días después del concierto.
Desde la mesa del fondo, Celaena a duras penas alcanzaba a ver a Rena; solo lo justo para saber que lucía una larga túnica verde (sin enaguas, sin corsé, sin ningún adorno salvo por el cinturón de piel trenzada que le rodeaba la delgada cadera) y que llevaba suelta la rojiza melena. El silencio se extendió poco a poco por el salón, y Rena saludó a la mesa presidencial con una reverencia. Cuando se sentó detrás de su arpa verde y dorada, los espectadores se dispusieron a escuchar. Ahora bien, ¿durante cuánto tiempo conseguiría la cantante captar su interés?
Tras hacer un gesto al estilizado violinista, Rena empezó a pulsar las cuerdas con sus largos dedos blancos. Tras unas cuantas notas, el ritmo quedó establecido y el lamento lento y triste del violín se unió a la melodía. La música de los dos instrumentos se entrelazó, se fundió, se elevó más y más hasta que Celaena se quedó escuchando con la boca abierta de la emoción.
Cuando Rena empezó a cantar, el mundo se desvaneció.
Tenía una voz suave, etérea, el sonido de una nana casi olvidada. Las canciones que entonaba, una tras otra, dejaron traspuesta a Celaena. Historias de tierras lejanas, de leyendas olvidadas, de amantes que aguardaban eternamente el reencuentro.
En el salón, no se oía ni un alma. Incluso los criados permanecían hipnotizados, de pie contra las paredes, en los umbrales y en los nichos. Entre canción y canción, los aplausos apenas habían empezado a sonar cuando el arpa y el violín volvían a comenzar para hechizarlos a todos una vez más.
Tras unos cuantos temas, Rena miró a la tribuna.
—Esta canción —dijo con suavidad— está dedicada a la estimada familia real que me ha invitado a actuar esta noche.
Trataba de una antigua leyenda. En realidad, era un viejo poema. Uno que Celaena no había vuelto a escuchar desde la infancia, y jamás musicado.
Ahora lo escuchaba como si lo oyera por primera vez. Era la historia de un hada dotada de un terrible poder, una mujer codiciada por los reyes y señores de todos los reinos. Y si bien todos la utilizaban para ganar guerras y conquistar países, la temían al mismo tiempo… y guardaban las distancias.
Celaena juzgó una temeridad cantar algo así. Y dedicar la canción a la familia real era aún más temerario si cabe. Sin embargo, los monarcas no hicieron ninguna escena. Incluso el rey observaba a Rena con absoluta tranquilidad, como si la artista no estuviera cantando sobre el mismo poder que el monarca había proscrito diez años atrás. Tal vez su maravillosa voz fuera capaz de conquistar incluso el corazón de un tirano. Quizá la música y el arte poseyesen su propia magia inherente que los hacía intocables.
Rena siguió desplegando aquella historia atemporal que describía la época en que los seres mágicos servían a señores y reyes, y que lamentaba la soledad que iba consumiendo a aquella criatura en concreto. Y un día, aparecía un caballero en busca del hada para utilizarla a favor del rey. Mientras viajaban por el reino, el miedo del hombre se transformaba en amor. El caballero olvidaba los poderes del hada para descubrir a la mujer que era en realidad. Y si bien toda clase de reyes y emperadores la habían cortejado con promesas de riquezas infinitas, fue el don del caballero, su capacidad de amarla por sí misma y no por el poder que ostentaba, lo que conquistó su corazón.
Celaena no sabía cuándo exactamente se había echado a llorar. En algún momento se le escapó un suspiro y sus labios empezaron a temblar. No podía romper en llanto, no allí, con toda aquella gente a su alrededor. Entonces, una mano cálida y encallecida tomó la suya por debajo de la mesa. Volviéndose a mirar, Celaena descubrió que Chaol la contemplaba. El capitán esbozó una pequeña sonrisa y la joven supo que su propio caballero había comprendido.
Celaena miró a su capitán y sonrió a su vez.
Sentado junto a Dorian, Hollin se revolvía en el asiento, susurrando y quejándose de lo mucho que se aburría y de lo mala que le parecía la actuación, pero el príncipe heredero solo tenía ojos para la mesa del fondo del salón.
La irreal música de Rena Goldsmith se ensortijaba en el vasto espacio y envolvía al público en un hechizo que el príncipe habría calificado de mágico de no haber temido las consecuencias. Pero Celaena y Chaol, ajenos a todo, se miraban a los ojos.
Y no solo se miraban, sino algo más. Dorian dejó de oír la música.
Celaena jamás lo había mirado a él con aquella expresión. Ni una sola vez. Ni siquiera durante una milésima de segundo.
La canción estaba llegando a su fin, y Dorian volvió la vista a la cantante. No creía que hubiera pasado nada entre el capitán y la asesina; aún no, cuando menos.
Chaol era intachable y demasiado leal como para dar un paso en falso; o como para darse cuenta siquiera de que miraba a Celaena con tanto embeleso como ella a él.
Hollin protestó en voz más alta y Dorian tomó aire para no gritarle.
Seguiría con su vida. No quería ser como los antiguos reyes de la canción y quedársela para sí. Celaena merecía un caballero valiente y leal que la amara por sí misma y que no la temiera. Y él, Dorian, merecía estar con alguien que lo mirara con esos ojos, aunque el amor nunca llegara a ser tan grande y la dama no fuera ella.
Así que Dorian cerró los ojos y suspiró con fuerza. Y cuando los abrió, la dejó marchar.
Horas después, el rey de Adarlan aguardaba al fondo del calabozo mientras la guardia secreta arrastraba a Rena Goldsmith hacia el interior. La sangre ya empapaba el tajo del verdugo que despuntaba en el centro de la estancia. El cadáver decapitado del violinista yacía a pocos pasos de allí y el agua corría roja por el desagüe.
Perrington y Roland esperaban junto al rey, en silencio.
Los guardias obligaron a la cantante a arrodillarse ante la piedra manchada. Uno de ellos le estiró el pelo con fuerza para obligarla a mirar al rey, que dio un paso hacia delante.
—Hablar de magia o alentar su práctica está penado con la muerte. Cantar una canción como esa en mi salón supone una afrenta a los dioses y también a mi persona.
Rena Goldsmith se limitó a mirarlo con ojos brillantes. No había opuesto resistencia cuando los guardias la habían prendido después del concierto, ni siquiera había gritado cuando habían decapitado a su compañero. Como si ya supiera qué iba a suceder.
—¿Quieres pronunciar unas últimas palabras?
Una rabia fría y extraña se extendió por el rostro anguloso de la cantante, que levantó la barbilla.
—Llevo diez años trabajando para granjearme una fama que me facilitase la entrada a este castillo. Diez años con el fin de acudir aquí a cantar sobre la magia que has intentado suprimir. Me propuse cantar esas canciones para que supieses que seguimos aquí. Puedes prohibir la magia y matar a miles de personas, pero los poseedores de la antigua sabiduría no hemos olvidado.
Detrás del rey, Roland resopló con sorna.
—Ya basta —dijo el rey, e hizo chasquear los dedos.
Los guardias obligaron a Rena Goldsmith a apoyar la cabeza en el tajo.
—Mi hija tenía dieciséis años —prosiguió ella. Las lágrimas le rodaban por el puente de la nariz hasta la piedra, pero seguía hablando en tono alto y claro—. Dieciséis cuando la quemaste en la hoguera. Se llamaba Kaleen y sus ojos eran como nubes de tormenta. Aún oigo su voz en sueños.
El rey le hizo un gesto al verdugo, que dio un paso hacia delante.
—Mi hermana tenía treinta y seis. Se llamaba Liessa y tenía dos hijos que eran su alegría.
El verdugo levantó el hacha.
—Mi vecino y su esposa tenían setenta. Se llamaban Jon y Estrel. Los mataron porque se atrevieron a proteger a mi hija cuando tus hombres fueron a buscarla.
Rena Goldsmith seguía recitando su lista de víctimas cuando el hacha cayó.