A Celaena le enfurecía pensar que tendría que reunir mucho valor para volver a entrar en la biblioteca real después de su encontronazo con aquel… ser hacía unas noches. Y aún le daba más rabia que aquel encuentro hubiera convertido su rincón favorito de todo el castillo en un lugar inhóspito y posiblemente letal.
Se sintió un poco boba cuando, armada hasta los dientes, empujó los portalones de roble, aunque el acero no se viera a simple vista. No había necesidad de que la gente empezara a preguntarse por qué la campeona del rey acudía a la biblioteca con un arsenal a cuestas.
Puesto que no le apetecía nada volver a Rifthold después de lo sucedido la noche anterior, optó por pasar el día meditando acerca de lo que había averiguado en el despacho de Davis y buscando posibles relaciones entre el libro de las marcas del Wyrd y los planes del rey. Y dado que, por el momento, nada salvo aquella presencia extraña parecía indicar que algo anduviera mal en el castillo… bueno, pues hizo de tripas corazón y se propuso descubrir qué buscaba aquel ser en la biblioteca. O encontrar alguna pista de por dónde había salido.
La biblioteca parecía la misma de siempre: vasta, sombría, sobrecogedoramente hermosa con sus viejos muros y sus interminables pasillos forrados de libros. Y sumida en un silencio sepulcral.
Era consciente de la presencia de algún que otro erudito y de unos cuantos bibliotecarios por allí, pero casi todos tenían sus propios despachos privados. El tamaño de aquel lugar resultaba abrumador, como un castillo dentro de otro.
¿Con qué intención había acudido aquel engendro a la gran sala?
Echando la cabeza hacia atrás, observó los dos niveles superiores, ambos protegidos por ornadas barandillas. Las enormes arañas de hierro proyectaban luces y sombras en la cámara principal. Le encantaba aquella sala: las pesadas mesas dispuestas aquí y allá, las sillas tapizadas de terciopelo rojo y los deslucidos divanes colocados de cara a las enormes chimeneas.
Celaena se detuvo ante la mesa que solía ocupar cuando estudiaba las marcas del Wyrd; una mesa en la que había compartido horas y horas con Chaol.
Tres niveles, que ella supiera. Montones de escondrijos en todos ellos: salitas, nichos y escaleras medio derruidas.
¿Habría algo por debajo del nivel inferior? La biblioteca estaba demasiado lejos de su alcoba como para que ambas estancias se encontraran conectadas por algún pasadizo secreto, pero cabía la posibilidad de que hubiera más lugares olvidados bajo el castillo. El suelo de mármol brillaba a sus pies.
En cierta ocasión, Chaol había comentado algo acerca de una leyenda que sugería la existencia de una segunda biblioteca subterránea, oculta en túneles y catacumbas. Si Celaena estuviera haciendo algo prohibido y no quisiera que nadie se enterara, si fuera una horrible criatura que precisase un escondite…
Era posible que se estuviera metiendo en camisa de once varas, pero tenía que averiguarlo. A lo mejor la criatura le proporcionaba alguna pista de lo que sucedía en el castillo.
Se encaminó al muro más cercano. Pronto, las sombras de las estanterías la engulleron. Tardó unos minutos en rodear el perímetro de la pared principal, interrumpido por las estanterías y mesas de escritorio descascarilladas. Se sacó un trozo de tiza del bolsillo y trazó una X en uno de los escritorios. Sabía que cuando llevara allí un rato, toda la biblioteca le parecería igual; le resultaría útil saber qué zonas había inspeccionado… aunque tardaría horas en inspeccionar la zona al completo.
Repasó filas y más filas de libros, algunos de cubierta lisa, otros grabados y muy decorados. Los candelabros de pared escaseaban y estaban tan separados entre sí que con frecuencia daba varios pasos en una oscuridad casi completa. El brillante mármol había mudado en viejos bloques de piedra gris, y solo el roce de sus botas rompía el silencio. Daba la sensación de que nada hubiera quebrado aquella quietud en mil años.
Sin embargo, alguien debía de haber recorrido aquel pasillo para prender las velas de los candelabros. Si se perdía, no se quedaría allí para siempre.
En cualquier caso, no iba a perderse, se aseguró a sí misma mientras el silencio de la biblioteca cobraba vida propia. Le habían enseñado a orientarse, a dejar huellas, a recordar caminos, salidas y recodos. No le pasaría nada.
Aunque era muy posible que tuviera que internarse en lo más recóndito de la biblioteca… hasta llegar a un lugar que ni siquiera los estudiosos frecuentaban.
Cierto día, recordó, estando enfrascada en el estudio de Los muertos vivientes, había notado una especie de estremecimiento en la suela de las botas. Chaol le había revelado después que había estado arrastrando la daga por el suelo para asustarla, pero la vibración inicial le había parecido… distinta.
Como una garra contra la piedra.
Basta, se ordenó a sí misma. Basta ya. La imaginación te juega malas pasadas. Solo era Chaol tomándote el pelo.
No habría sabido decir cuánto rato llevaba andando cuando llegó por fin al muro opuesto: una esquina. Las estanterías eran allí de vieja madera tallada y los remates tenían forma de centinelas, de vigías encargados de proteger los libros por toda la eternidad. No había candelabros en aquella zona. Al mirar la pared del fondo de la biblioteca, solo vio una completa oscuridad.
Afortunadamente, algún estudioso había dejado una antorcha junto al último candelabro. Era lo bastante pequeña como para no suponer una amenaza de que la maldita biblioteca se quemara al completo, pero precisamente por eso no duraría mucho.
¿Y si dejaba la inspección por aquel día? Quizá hubiera llegado el momento de regresar a sus aposentos para idear modos de arrancar información a los clientes de Archer. Había explorado una pared entera… y no había encontrado nada. Podía dejar el muro del fondo para el día siguiente.
Sin embargo, ya que estaba allí…
Celaena aferró la antorcha.
Dorian despertó sobresaltado al oír las campanadas del reloj. Pese al frío glacial que reinaba en su dormitorio, estaba sudando.
Le extrañó haberse quedado dormido, pero aún le sorprendieron más las gélidas temperaturas. Las ventanas estaban selladas; la puerta, cerrada.
Y, sin embargo, el frío condensaba su aliento.
Se sentó. Tenía un horrible dolor de cabeza.
Había soñado algo… Algo de dientes, sombras y dagas centelleantes. Una pesadilla.
Dorian negó con la cabeza al notar que la temperatura empezaba a ascender. Seguro que el frío se debía a una corriente aislada. Se habría quedado dormido por culpa de la juerga de la noche anterior. Y la historia para no dormir que le había contado Chaol sobre Celaena le había disparado la imaginación.
Apretó los dientes. El oficio de la asesina no carecía de riesgos. Y si bien le enfurecía lo sucedido, tenía la sensación de que regañarla por ello solo serviría para distanciarlos aún más.
Dorian se sacudió los restos del frío y se acercó al vestidor para quitarse la túnica arrugada. Al darse la vuelta, creyó ver una silueta escarchada en torno a la huella de su cuerpo en la otomana.
Cuando volvió a mirar, la huella se había esfumado.
Celaena oyó unas campanadas distantes… y se horrorizó al descubrir qué hora era. Llevaba allí tres horas. Tres horas nada menos. La pared del fondo no se parecía a la lateral; se hundía y se curvaba, tenía recovecos, nichos y salas de estudio llenas de polvo y ratones. Y justo cuando estaba a punto de trazar una X para dar la jornada por terminada, reparó en el tapiz.
Se fijó en él porque era la única pieza que decoraba el muro. Y a juzgar por los derroteros que había tomado su vida durante los últimos seis meses, su presencia en aquel lugar no podía ser casual.
No representaba a Elena, ni un ciervo, ni nada verde y maravilloso.
No, aquel tapiz, tejido con lana roja de un tono tan oscuro que parecía negro, no representaba… nada.
Celaena palpó las viejas hebras, maravillada por la calidad del tinte, tan denso que parecía engullirle los dedos en su propia oscuridad. Se le erizó el cabello de la nuca y llevó una mano a la daga mientras apartaba el tapiz. Maldijo. Y volvió a maldecir.
Otra entrada secreta le daba la bienvenida.
Sin perder de vista las estanterías y aguzando el oído por si advertía pasos o el roce de una túnica, Celaena abrió la puerta.
Una vaharada de aire estancado flotó hacia ella procedente de la escalera de caracol que descendía al otro lado del umbral. La luz de la antorcha solo alcanzaba a iluminar unos cuantos metros: paredes talladas con escenas de batalla.
Vio una especie de muesca en la pared de mármol, un canal de apenas tres dedos de profundidad. Recorría la pared a lo largo hasta perderse más allá de donde alcanzaba la vista. Pasó los dedos por la hendidura; era lisa como el cristal y albergaba una película de una sustancia viscosa.
Celaena descubrió una lamparilla de plata colgada de la pared. Dejó la antorcha en un soporte y agarró la lámpara, que al parecer contenía algún tipo de líquido.
—Qué ingenioso —murmuró.
Sonriendo para sí, se aseguró de que la antorcha estuviera suficientemente alejada. Luego colocó la delgada boquilla de la lámpara en la hendidura y la inclinó. El aceite bajó por el canal. Celaena recuperó la antorcha y la acercó a la pared. Al instante, el canal se prendió, proporcionando así una fina línea de luz que descendía por la oscura escalera cubierta de telarañas. Con una mano en la cadera, Celaena miró hacia abajo y admiró los grabados de la pared.
Dudaba mucho de que nadie fuera a buscarla allí, pero devolvió el tapiz a su sitio por si acaso y sacó una de sus largas dagas. Mientras descendía, tuvo la sensación de que las imágenes de la batalla bailaban a la luz del fuego. Habría jurado incluso que los rostros de piedra se volvían para mirarla. Apartó la vista de las paredes.
Cuando un soplo de aire frío le rozó la cara, atisbó por fin el final de las escaleras. Era un pasadizo oscuro que hedía a antigüedad y putrefacción. Una antorcha yacía olvidada al final, cubierta de tantas telarañas que por fuerza debía de llevar allí mucho tiempo. Muchísimo.
Pero quién te dice que ese ser no puede ver en la oscuridad.
Ahuyentó el pensamiento y, asiendo la antorcha, la prendió con el canalillo iluminado de la escalera.
Jirones de telarañas pendían también del abovedado techo hasta el suelo de adoquines. Destartaladas librerías flanqueaban las paredes, todas repletas de libros tan gastados que Celaena no pudo leer los títulos. Vio rollos y trozos de pergamino encajados en cada rincón, algunos desenrollados en la madera hundida, como si alguien acabara de leerlos. Por alguna razón, aquel lugar recordaba más a una tumba que el mismo sepulcro de Elena.
Recorrió el pasadizo, deteniéndose de vez en cuando para examinar los rollos. Encontró mapas y recibos de reyes muertos hacía siglos.
Documentos del castillo. Tanta búsqueda y tanto canguelo y lo único que has encontrado ha sido un montón de documentos sin valor. Seguro que la criatura andaba buscando esto: una vieja cuenta de víveres.
Lanzando una retahíla de maldiciones, las más groseras que conocía, Celaena agitó la antorcha ante sí y siguió caminando hasta encontrar un segundo tramo de escaleras a su izquierda.
Por lo que parecía, aquellos pasajes conducían a un lugar aún más profundo que la tumba de Elena, pero ¿adónde? Descubrió otro quinqué y una segunda hendidura en la pared. Una vez más, Celaena prendió el canal que iluminaba la escalera. Esta vez, los grabados de la piedra representaban un bosque. Un bosque y…
Hadas. Las delicadas orejas en punta y los largos caninos eran inconfundibles. Las hadas haraganeaban, bailaban y tocaban música, como celebrando su inmortalidad y su etérea belleza.
No, el rey y sus secuaces no debían de conocer la existencia de aquel lugar, porque de haber sabido que estaba allí, habrían borrado los grabados. Celaena no necesitaba que ningún historiador le dijese que aquella escalera pertenecía a una época muy lejana, aún más antigua que los peldaños que acababa de dejar atrás, quizá más arcaica que el propio castillo.
¿Por qué Gavin había escogido aquel lugar en concreto para construir su castillo? ¿Acaso lo erigió sobre los restos de alguna construcción anterior?
¿O sencillamente pretendía esconder lo que había debajo?
Un sudor frío le empapó la espalda cuando escudriñó las profundidades de la escalera. Por imposible que fuese, otra corriente de aire llegó hasta ella. Hierro. Olía a hierro.
Las imágenes de los muros titilaban mientras Celaena descendía por la escalera de caracol. Cuando llegó al fondo, inspiró apenas y encendió la antorcha que reposaba en un soporte cercano. Se encontraba ante un largo pasillo pavimentado con grandes losas grises. En aquel pasadizo solo había una puerta, hacia la mitad de la pared izquierda, y ninguna salida salvo las escaleras que ascendían a su espalda.
Observó el corredor. Nada. Ni siquiera un ratón. Aguardó unos instantes. Por fin, bajó los últimos peldaños y prendió las pocas antorchas que encontró en el muro.
La puerta era de hierro y no tenía nada de particular, aparte de su aspecto obviamente impenetrable. La superficie remachada recordaba a una extensión de cielo sin estrellas.
Celaena tendió la mano, pero se detuvo antes de que sus dedos rozaran el metal.
¿Por qué de hierro?
El hierro era el único elemento inmune a la magia; recordaba perfectamente aquel detalle. Diez años atrás, había muchísimos tipos de magos distintos; personas que habían heredado el poder de los propios dioses, por más que el rey de Adarlan considerara la magia una afrenta a la divinidad. Fuera cual fuese su procedencia, la magia se manifestaba de formas muy diversas: desde la capacidad de sanación hasta la facultad de transformar la materia, pasando por el poder de invocar el fuego, el agua o la tormenta, de estimular el crecimiento de las plantas o las cosechas, de ver el futuro y muchos otros dones. La mayoría de aquellos dones se habían ido diluyendo con el transcurso de los milenios, pero había excepciones. Y cuando los magos más poderosos se aferraban demasiado a su don, el hierro presente en su sangre les provocaba desmayos. O cosas peores.
Celaena había visto cientos de puertas en el castillo —de madera, de bronce o de cristal—, pero nunca una de hierro macizo como aquella. Además, era muy antigua. Pertenecía a una época en la que el hierro tenía un significado muy concreto. ¿Se suponía que estaba allí para impedir la entrada de algo…? ¿O para retenerlo dentro?
Celaena palpó el Ojo de Elena mientras volvía a examinar el portal. No encontró nada que le diera alguna pista de lo que se ocultaba al otro lado, así que giró el pomo y la empujó.
Estaba cerrada. ¿Y cómo, si no tenía cerradura? Pasó la mano por las rendijas. ¿Acaso el óxido la había atascado?
Frunció el ceño. Tampoco se veían señales de óxido.
Celaena dio un paso hacia atrás, sin despegar la vista de la hoja. ¿Por qué iba nadie a poner un pomo si no había forma humana de abrirla? ¿Y por qué atrancarla a menos que quisieran ocultar algo en el interior?
Dio media vuelta, dispuesta a marcharse, pero en aquel momento el amuleto se calentó y una luz parpadeó a través de su túnica.
A lo mejor había sido un reflejo de la antorcha, pero… Celaena volvió a inspeccionar la ranura inferior. Una sombra, más negra que las tinieblas del interior, la oscureció.
Despacio, Celaena usó la mano libre para sacar su daga más fina. Luego, dejó la antorcha en el suelo y se tendió boca abajo, tan cerca de la puerta como se atrevió. Solo sombras. Solo eran sombras. O ratas.
En cualquier caso, tenía que averiguar qué había al otro lado.
En absoluto silencio, pasó la brillante hoja por debajo de la puerta. El reflejo no reveló nada salvo oscuridad. Negrura y el brillo de la antorcha.
Desplazó la daga, introduciéndola un poco más.
Dos ojos de un verde dorado aparecieron en las tinieblas.
Celaena se echó hacia atrás, arrastrando la daga consigo y mordiéndose el labio para no maldecir en voz alta. Unos ojos. Unos ojos que brillaban en la oscuridad. Unos ojos de… de…
Exhaló un pequeño suspiro por la nariz que la ayudó a tranquilizarse un poco. Eran ojos de animal. De rata. O de ratón. O de felino.
Una vez más, se arrastró hacia delante. Contuvo el aliento mientras introducía la hoja bajo la puerta para escudriñar la oscuridad.
Nada. Absolutamente nada.
Se quedó mirando la daga durante un minuto entero, por si aquellos ojos volvían a asomar.
Pero la criatura, fuera lo que fuese, se había alejado.
Una rata. Seguro que era una rata.
Pese a todo, Celaena tenía la piel de gallina y el amuleto seguía irradiando calor. Aunque no hubiera nadie al otro lado, sin duda la puerta ocultaba alguna respuesta. Y pronto daría con la solución al enigma… pero no aquel día. Volvería en cuanto estuviese preparada.
Tenía que haber algún modo de atravesar la puerta. Y a juzgar por la antigüedad de aquel lugar, Celaena tenía el presentimiento de que el secreto de su mecanismo guardaba relación con las marcas del Wyrd.
Ahora bien, si de verdad había algo oculto al otro lado de aquel umbral… Mientras aferraba la antorcha, movió los dedos de la mano derecha y observó el semicírculo de cicatrices, recuerdo del mordisco del ridderak.
Solo era una rata. Y ahora mismo no sentía ningún interés, ninguno, en descubrir si estaba en lo cierto o se equivocaba.