Jamás, en toda su vida, a Chaol una noche le había parecido tan larga.
Cada segundo transcurría con espantosa claridad, cada instante se le antojaba una agonía mientras Celaena yacía allí, en el suelo de su despacho, cubierta de tanta sangre que ni siquiera veía las heridas. Y con todas aquellas estúpidas capas de volantes y plisados, no conseguía localizarlas.
Así que perdió la cabeza. La perdió por completo. Chaol no tenía nada en mente salvo un miedo atroz cuando cerró la puerta, se sacó el cuchillo de caza y le rasgó el vestido allí mismo.
Sin embargo, no descubrió herida alguna, únicamente un estilete envainado que cayó al suelo y un arañazo en el antebrazo. Sin el vestido, apenas había sangre. Solo entonces el pánico de Chaol cedió lo bastante como para recordar lo que Celaena había susurrado: gloriella.
Un veneno que se utilizaba para paralizar temporalmente a las víctimas.
A partir de aquel momento, la pesadilla se convirtió en una serie de pasos bien orquestados: convocar a Ress sin llamar la atención; pedirle al despabilado guardia que mantuviera la boca cerrada y que fuera en busca de los primeros curanderos que encontrara; envolver a Celaena en la capa del capitán para que nadie viera la sangre; tomarla en brazos y llevarla a sus aposentos; vociferar órdenes a los curanderos y, por fin, incorporarla en la cama para obligarla a beber el antídoto. Y después, interminables horas a su lado, sosteniéndola mientras vomitaba, sujetándole el cabello, echando de la alcoba a todo aquel que quería verla.
Cuando Celaena por fin se durmió profundamente, Chaol se sentó a su lado para no perderla de vista. Entretanto, envió a Ress y a otros hombres de confianza a la ciudad, advirtiéndoles de no volvieran hasta haber obtenido respuestas. Y cuando por fin regresaron y le hablaron del comerciante que, al parecer, había sido asesinado con su propia daga envenenada, Chaol dedujo lo bastante como para estar seguro de una cosa: se alegraba de que Davis hubiera muerto. Porque, de haber sobrevivido, el propio Chaol habría rematado la faena.
Celaena despertó.
Tenía la boca seca como una lija y la cabeza a punto de estallar, pero podía moverse. Agitó los dedos de los pies y de las manos, y reconoció el aroma de sus propias sábanas. Estaba en su cama, en su dormitorio, y se encontraba a salvo.
Abrió los ojos con dificultad y parpadeó pesadamente para ahuyentar la bruma que la envolvía. Le dolía la barriga, pero el efecto de la gloriella había cedido. Miró a la izquierda, como si presintiera la presencia Chaol.
El capitán dormía en la silla, despatarrado y con la cabeza echada hacia atrás, en una postura que dejaba expuestos el cuello desabrochado de la librea y la fuerte columna de su garganta. A juzgar por la posición de los rayos del sol, debía de estar amaneciendo.
—Chaol —susurró Celaena con voz ronca.
El capitán despertó al instante y se inclinó hacia ella como si la hubiera tenido muy presente incluso en sueños. Cuando la vio, la mano que ya buscaba la espada se relajó.
—Estás despierta —le dijo en un tono lúgubre y como enfadado—. ¿Cómo te encuentras?
Celaena se miró el cuerpo. Alguien le había limpiado la sangre y le había puesto un camisón. El mero intento de mover la cabeza la mareó.
—Fatal —reconoció.
Apoyando los codos en las rodillas, Chaol se agarró la cabeza con ambas manos.
—Antes de que sigas hablando, deja que te pregunte una cosa. ¿Mataste a Davis porque te pilló fisgando en su despacho? ¿Te atacó él con la daga envenenada?
Sus dientes destellaron y un conato de rabia asomó a sus ojos color miel.
A Celaena se le revolvieron las tripas al recordarlo, pero asintió.
—Muy bien —respondió Chaol, y se levantó.
—¿Se lo vais a decir al rey?
El hombre se cruzó de brazos. Caminó hasta el borde de la cama y la miró fijamente.
—No —de nuevo, aquella chispa de rabia brilló en sus ojos—. Porque no tengo ganas de tener que convencerlo de que aún eres capaz de espiar a alguien sin que te pillen con las manos en la masa. Mis hombres también guardarán silencio. Pero la próxima vez que hagas algo parecido, te encerraré yo mismo en los calabozos.
—¿Por matar a Davis?
—¡Por darme un susto de muerte! —Chaol se pasó las manos por el pelo y empezó a caminar de un lado a otro. Al cabo de un momento, se dio media vuelta y la señaló—: ¿Sabes qué aspecto tenías cuando apareciste aquí esta noche?
—Me arriesgaré a adivinarlo. ¿Malo?
Chaol la miró, impertérrito.
—Si no hubiera quemado tu vestido, te lo enseñaría.
—¿Habéis quemado mi vestido?
El capitán abrió los brazos con ademán de impotencia.
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Guardar las pruebas del delito?
—Os podríais meter en un buen lío por no delatarme.
—Ya me encargaré de eso llegado el momento.
—¿Ah, sí? ¿Os encargaréis de eso?
Chaol se acercó a la cama. Con las manos apoyadas en el colchón, le lanzó dagas con la mirada.
—Sí. Me encargaré de eso.
Celaena intentó tragar saliva, pero tenía la boca tan seca que no lo consiguió. Por debajo de toda aquella ira, percibió el miedo del capitán. Adoptó una expresión compungida.
—¿Tan terrible ha sido?
Chaol se sentó al borde de la cama.
—Estabas enferma. Muy enferma. No sabíamos cuánta gloriella te habían administrado así que los sanadores han querido asegurarse y se han excedido con el antídoto… por culpa de lo cual has pasado varias horas con la cabeza metida en un cubo.
—No me acuerdo de nada. A duras penas recuerdo cómo llegué al castillo.
Chaol negó con la cabeza y clavó la vista en la pared. Tenía ojeras y una sombra de barba en el mentón; cada centímetro de su cuerpo transpiraba agotamiento puro. Celaena debía de haberlo despertado muy poco después de que se fuera a dormir.
La asesina apenas había pensado adónde iba cuando la gloriella empezó a invadir su organismo; solo que debía ponerse a salvo.
Y, sin saber cómo, había ido a parar al lugar más seguro del mundo.