El baile de máscaras se celebraba en una finca situada a orillas del Avery, y había tantos invitados que nadie se fijó en Celaena. Philippa le había encontrado un delicado vestido blanco, tejido a base de capas de quitón y seda en forma de plumas superpuestas. Celaena se había colocado un antifaz a juego y se había adornado el cabello con plumas de marfil y perlas.
Tuvo suerte de que el baile fuera de disfraces y no una fiesta normal, porque Celaena reconoció a unas cuantas cortesanas con las que había coincidido en alguna ocasión, aparte de Madame Clarisse. Durante el trayecto, Archer le había prometido que Arobynn Hamel no estaría presente, como tampoco Lysandra, una cortesana con la que Celaena compartía un pasado largo y oscuro y a la que había jurado matar si alguna vez coincidían. La mera presencia de Clarisse revoloteando por la fiesta y concertando citas entre invitados y cortesanos bastó para sacar de quicio a Celaena.
Mientras que la asesina se había disfrazado de cisne, Archer iba vestido de lobo, con una túnica color peltre, calzas grises y relucientes botas negras. La máscara le cubría todo el rostro salvo los sensuales labios, ahora separados con una sonrisa lobuna mientras apretaba la mano que Celaena apoyaba en su brazo.
—No es la mejor fiesta a la que he asistido —comentó el cortesano—, pero el maestro pastelero de Davis es famoso en todo Rifthold.
Y debía de ser verdad, porque las mesas estaban atiborradas de los dulces más apetitosos y recargados que Celaena había visto en su vida: pasteles rellenos de crema, galletas espolvoreadas con azúcar, y chocolate, chocolate y más chocolate que parecía llamarla desde todos los rincones. Puede que hurtase unos cuantos dulces antes de marcharse. Le costó mucho devolver la atención a Archer.
—¿Cuánto tiempo hace que es cliente tuyo?
La sonrisa lobuna se extinguió.
—Hace unos cuantos años. Por eso he advertido su cambio de conducta —Archer empezó a hablar en susurros. Se acercó tanto a Celaena que su aliento le hizo cosquillas en las orejas—. Está más paranoico, come menos y se encierra en su despacho a la menor ocasión.
Al fondo del salón abovedado, unas enormes cristaleras cedían el paso a un patio con vistas a un rutilante tramo del Avery. Celaena imaginó las ventanas abiertas de par en par en verano. Debía de ser maravilloso bailar junto al río, bajo las estrellas y las luces de la ciudad.
—Tengo unos cinco minutos antes de empezar a hacer la ronda —comentó Archer, con los ojos fijos en los avances de Clarisse—. En una noche como esta, me tendrá reservada una subasta —a Celaena se le encogió el estómago y, casi sin ser consciente del gesto, buscó la mano de Archer. Al final, se limitó a sonreír, aturdida—. Solo unas cuantas semanas más, ¿verdad?
Lo dijo en un tono tan amargo que la asesina le apretó los dedos.
—Verdad —prometió.
Archer señaló con la barbilla a un hombre robusto de mediana edad que conversaba con un grupo de gente vestida con elegancia.
—Ese es Davis —musitó—. No sé gran cosa, pero creo que es uno de los líderes del grupo.
—¿Y lo crees así porque has echado un vistazo a algún documento?
Archer se metió las manos en los bolsillos.
—Una noche, hará un par de meses, llegaron sus amigos mientras yo estaba aquí. Yo los conocía a todos porque también son clientes míos. Dijeron que se trataba de una urgencia, y cuando Davis abandonó el dormitorio…
Celaena sonrió a medias.
—¿Oíste la conversación sin querer?
Archer respondió con otra sonrisa, que se esfumó en cuanto volvió a mirar a Davis. El hombre servía vino a las personas que se habían congregado a su alrededor, incluidas unas cuantas jovencitas que no habrían cumplido aún los dieciséis. La sonrisa de Celaena se desvaneció también. Aquel era un aspecto de Rifthold que jamás había añorado.
—Dedican más tiempo a despotricar del rey que a hacer planes. Y digan lo que digan, no creo que Aelin Galathynius les importe un comino. Solo buscan un monarca que sirva a sus intereses. Y si la ayudan a reclutar un ejército, será solo porque piensan que una guerra hará prosperar sus negocios. Si la ayudan y le proporcionan lo que necesita…
—Estará en deuda con ellos. No quieren una reina, quieren una marioneta —claro, cómo no había deducido que era eso lo que se proponían—. ¿Proceden siquiera de Terrasen?
—No. La familia de Davis sí, pero él siempre ha vivido en Rifthold. El amor que le inspira Terrasen solo es una verdad a medias.
Celaena apretó los dientes.
—Bastardos materialistas.
Archer se encogió de hombros.
—Es posible. Pero también han rescatado a un buen número de condenados de las mazmorras del rey, o eso se dice por ahí. La noche de la que te hablaba, irrumpieron en casa de Davis porque habían rescatado a uno de sus informantes. El rey se disponía a interrogarlo al día siguiente, pero lo sacaron clandestinamente de Rifthold antes de que rompiera el alba.
¿Estaría Chaol al corriente de todo aquello? A juzgar por cómo había reaccionado después de matar a Cain, Celaena no creía que tuviera por costumbre torturar y ahorcar traidores; ni siquiera que estuviera enterado de los interrogatorios. Ni tampoco Dorian, de hecho.
Pero si no era Chaol el encargado de interrogar a los presuntos rebeldes, ¿entonces quién? ¿El mismo que le había proporcionado al rey la última lista de traidores a la corona? Oh, había demasiados factores a considerar, demasiados secretos y tramas confusas.
Celaena preguntó:
—¿No podrías llevarme ahora mismo al despacho de Davis? Quiero echar un vistazo.
Archer sonrió con afectación.
—Querida mía, ¿para qué crees que te he traído?
La guio con suavidad hacia una puerta cercana; una entrada de servicio. Nadie advirtió su deserción y, de haber sido así, viendo el ansia con que Archer palpaba el corpiño, los brazos, los hombros y el cuello de Celaena, habrían pensado que iban en busca de privacidad.
Con una seductora sonrisa en el rostro, Archer la arrastró por el corto pasillo y la guio escaleras arriba sin dejar de tocarla por si alguien los veía. Los criados, sin embargo, parecían muy ocupados, y el descansillo superior, con sus paredes forradas de madera y sus alfombras inmaculadas, estaba despejado y en silencio. Las pinturas que decoraban la estancia, por sí solas —algunas firmadas por artistas que Celaena conocía de nombre—, valían una pequeña fortuna. Archer se movía con un gran sigilo, sin duda adquirido tras años y años entrando y saliendo de los dormitorios. La guio hasta una puerta de doble hoja que estaba cerrada con llave.
Antes de que Celaena pudiera extraerse del cabello una de las horquillas de Philippa, Archer le mostró una ganzúa y sonrió con expresión conspiratoria. En un abrir y cerrar de ojos, el cortesano abrió la puerta del despacho. Al otro lado apareció una salita repleta de estanterías plantadas sobre una alfombra azul e interrumpidas por abundantes helechos en macetas. Una gran mesa de escritorio dominaba la estancia, acompañada de dos butacas y una tumbona colocada de cara a la chimenea apagada. Celaena se detuvo en el umbral y se palpó el corpiño para asegurarse de que la fina daga seguía encajada en el interior. Luego frotó las piernas entre sí para comprobar la presencia de los otros dos cuchillos, que llevaba sujetos a los muslos.
—Debería bajar —dijo Archer, echando un vistazo al pasillo que se extendía a su espalda. Una música de vals flotaba hasta ellos procedente del salón de baile—. Procura darte prisa.
La asesina enarcó una ceja bajo la máscara.
—¿Me estás diciendo cómo tengo que hacer mi trabajo?
Archer se inclinó hacia ella hasta rozarle el cuello con los labios.
—Ni en sueños —murmuró contra su piel. Acto seguido, se dio media vuelta y se marchó.
Celaena cerró las puertas a toda prisa. Luego se dirigió hacia las ventanas del fondo y corrió las cortinas. El pálido resplandor que se filtraba por la rendija de la puerta le proporcionó luz suficiente para dirigirse al escritorio de hierro forjado y encender una vela. Los diarios de la tarde, un montón de confirmaciones de asistencia al baile, un libro de gastos personales…
Lo normal. Lo más normal del mundo. Siguió inspeccionando el escritorio, rebuscando por los cajones y golpeando las superficies por si ocultaban compartimentos secretos. Al no hallar nada, se acercó a una de las estanterías y golpeteó los libros para comprobar si alguno estaba hueco. Ya iba a alejarse cuando un volumen le llamó la atención.
Un libro con una sola marca del Wyrd en el lomo, escrita en rojo sangre.
Lo sacó y corrió hacia el escritorio. Acercándose a la luz, abrió el libro.
Estaba repleto de marcas del Wyrd. Los símbolos asomaban en cada una de las páginas, trazados entre palabras de una lengua que Celaena desconocía. Nehemia le había dicho que las marcas del Wyrd se referían un conocimiento secreto. Según la princesa, los símbolos eran tan antiguos que llevaban siglos olvidados. Los libros como aquel habían sido incinerados junto con el resto de tratados de magia. La asesina había encontrado uno hacía tiempo en la biblioteca del castillo —Los muertos vivientes— pero era una excepción. El arte de emplear las marcas del Wyrd se había perdido. Solo la familia de Nehemia sabía utilizar su poder. Pero allí, en sus manos… Hojeó el libro.
Alguien había escrito una frase en la guarda trasera. Celaena acercó la vela para descifrar la inscripción.
Era un acertijo… o quizá una frase formulada de manera extraña: «Solo mediante el ojo se puede ver la verdad».
¿Qué demonios significaba? ¿Y por qué tenía Davis, un comerciante corrupto, un libro de marcas del Wyrd, nada menos? Si trataba de interferir en los planes del rey… Por el amor de Erilea, Celaena rezaba para que el rey nunca hubiera oído hablar de las marcas del Wyrd.
Memorizó el acertijo. Lo escribiría cuando regresara al castillo. A lo mejor le podía preguntar a Nehemia si conocía su significado. O si había oído hablar de Davis. Archer le había proporcionado información vital, pero saltaba a la vista que no lo sabía todo.
Fortunas enteras se habían perdido al desvanecerse la magia. Personas que llevaban años ganándose la vida gracias a sus poderes se habían quedado sin nada de la noche a la mañana. Era lógico que esas gentes hubieran buscado otras fuentes de poder, aunque el rey las hubiera prohibido. Sin embargo…
Unos pasos resonaron en el descansillo. Celaena devolvió rápidamente el libro a su sitio y miró hacia la ventana. Llevaba un vestido muy voluminoso y la abertura no solo era muy pequeña sino que estaba demasiado alta como para usarla como vía de escape. Y puesto que no había otra salida…
La doble puerta se abrió.
Celaena se apoyó de espaldas al escritorio y ahogó un sollozo con un pañuelo. Tenía la espalda hundida y se sorbía la nariz cuando Davis entró en su despacho.
El hombre, bajo y rechoncho, se detuvo en seco al verla y la sonrisa se le congeló en el semblante. Afortunadamente, iba solo. Celaena se incorporó y fingió sentirse muy apurada.
—Oh —dijo mientras se enjugaba los ojos con el pañuelo a través de los huecos de la máscara—. Oh, lo siento. Yo… necesitaba estar sola un momento y me han dado permiso para refugiarme aquí.
Davis entornó los ojos y los desplazó hacia las llaves, que seguían en el cerrojo.
—¿Cómo habéis entrado?
Tenía una voz suave y pegajosa, calculadora a más no poder… y un poco asustada.
Celaena sonrió entre sollozos.
—El ama de llaves —a la pobre mujer la iban a despellejar viva después de aquello. Forzando la voz, la asesina siguió hablando con precipitación—. Mi… Mi prometido me ha d-d-dejado.
Sinceramente, Celaena se preguntaba a veces si sería normal que fuera capaz de derramar lágrimas tan fácilmente.
Davis la observó con cautela, medio sonriendo; no con expresión compasiva, advirtió la asesina, sino más bien asqueado de ver a una tontorrona lloriqueando por su novio. Como si pensara que consolar a una persona triste implicaba una lamentable pérdida de su precioso tiempo.
La idea de que Archer tuviera que servir a tipos como aquel, que lo trataban como un objeto de usar y tirar… Se concentró en la respiración. Solo tenía que salir de allí sin despertar las sospechas de Davis. Una palabra de alerta a los guardias del piso inferior y Celaena estaría en un gran aprieto. Y seguramente arrastraría a Archer con ella.
Se estremeció como si ahogara otro sollozo.
—Hay un tocador de señoras en la planta baja —dijo Davis, dando un paso hacia ella. Para acompañarla al pasillo. Perfecto.
Mientras se acercaba, Davis se quitó el antifaz de pájaro que llevaba puesto y dejó a la vista un rostro que en su juventud debió de ser atractivo. La edad y el exceso de alcohol lo habían dejado reducido a unas mejillas caídas, cuatro pelos rubio ceniza y unos rasgos vulgares. Los capilares rotos de la punta de la nariz le teñían la tez de un tono liliáceo que contrastaba con los llorosos ojos grises.
Se detuvo a un paso de ella y le tendió la mano. Celaena se secó los ojos una vez más y se guardó el pañuelo en el bolsillo del vestido.
—Gracias —susurró. Bajó la vista al suelo y le tomó la mano—. La-lamento la intrusión.
Oyó al hombre tomar aire antes de ver el destello del metal.
Veloz como el rayo, Celaena desarmó a Davis y lo derribó. Por desgracia, no fue tan rápida como para evitar que la punta de la daga se hundiera en su antebrazo. Las numerosas capas de tela que conformaban el vestido se convirtieron en un engorro cuando sostuvo al hombre contra el suelo. Un hilo de sangre corría por el brazo desnudo de la asesina.
—Nadie tiene las llaves del despacho —escupió el tipo pese a estar tendido boca abajo. ¿Era valiente o necio?—. Ni siquiera el ama de llaves.
Celaena desplazó la mano buscando los puntos del cuello que lo dejarían inconsciente. Si lograba esconder el brazo, conseguiría escabullirse sin que nadie reparara en ella.
—¿Qué buscabas? —le preguntó Davis.
Celaena notó el hedor del vino mientras él se debatía para escapar. No se molestó en contestar y él arremetió contra ella para quitársela de encima. La asesina lo inmovilizó con todo su peso y levantó la mano para asestar el golpe definitivo.
En aquel momento, Davis rio por lo bajo.
—¿No quieres saber qué sustancia impregnaba la hoja del cuchillo?
El hombre esbozó una sonrisa tan impertinente que Celaena sintió deseos de arrancarle la cara con las uñas. En un solo movimiento, le quitó la daga y la olió.
Nunca olvidaría aquel olor dulzón, ni en mil años: gloriella, un veneno lento que provocaba varias horas de parálisis. Lo habían empleado la noche de su captura, para que no pudiera defenderse cuando la arrojaran a las mazmorras del castillo.
La sonrisa de Davis mudó en una expresión triunfante.
—Solo lo suficiente para que pierdas el sentido hasta que lleguen mis guardias… y te lleven a un lugar más privado.
Donde la torturarían. No le hizo falta añadirlo.
Bastardo.
¿Qué cantidad de veneno le habría administrado? La herida no parecía más que un arañazo. Sin embargo, sabía que la gloriella corría ya por sus venas, igual que cuando había caído junto al cadáver destrozado de Sam, oliendo el tufo dulzón que aún lo impregnaba. Tenía que irse. Ahora.
Levantó la mano para dejar al hombre inconsciente, pero Celaena tenía los dedos como dormidos. Y aunque el tipo no era muy alto, tenía mucha fuerza. Alguien debía de haberlo entrenado, porque, rápido como una cobra, la asió por las muñecas y la derribó. Celaena cayó contra el suelo con tanta fuerza que se quedó sin aire y perdió la daga. La cabeza le daba vueltas. La gloriella actuaba deprisa. Muy deprisa.
La invadió un pánico puro y espeso. El maldito vestido le dificultaba los movimientos, pero usó la poca concentración que le quedaba para levantar las piernas y golpear a Davis. Lo pateó con tanta fuerza que el hombre la soltó un momento.
—¡Zorra!
Trató de prenderla de nuevo, pero Celaena ya le había arrebatado la daga envenenada. Una milésima de segundo después, Davis se apretaba el cuello, pero su sangre ya salpicaba el vestido y las manos de Celaena.
Davis cayó de lado sin dejar de aferrarse el cuello como si quisiera cerrar la herida, como si pretendiera impedir que el fluido vital siguiera manando. Emitía el típico gorgoteo de los degollados, pero Celaena no tuvo clemencia. Sin asestarle el golpe que pondría fin a su agonía, se levantó. No, ni siquiera lo miró una última vez cuando se guardó la daga y se arrancó los bajos del vestido hasta la rodilla. Instantes después, estaba plantada ante la ventana del despacho. Observando a los guardias apostados abajo, los carruajes aparcados en la calle, a cual más borroso que el anterior, salió a la cornisa.
No supo cómo lo había logrado, ni cuánto tardó, pero de repente llegó al suelo y echó a correr hacia la verja abierta.
Unos guardias, lacayos o quizá criados empezaron a gritar. Corriendo como el viento, Celaena a duras penas controlaba su propio cuerpo, que se debilitaba según el corazón le bombeaba gloriella en las venas.
Estaba en la zona alta de la ciudad, cerca del Teatro Real, y miró la silueta de los edificios buscando el castillo de cristal. ¡Allí estaba! Las torres relucientes jamás le habían parecido tan hermosas, tan acogedoras. Tenía que llegar hasta allí.
Con la visión cada vez más borrosa, Celaena apretó los dientes y siguió corriendo.
Conservó la lucidez suficiente como para arrebatarle la capa a un borracho dormido en una esquina y secarse la sangre de la cara, aunque le costó mucho conseguir que las manos la obedeciesen. Ocultando el ajado vestido bajo la capa, se dirigió a las verjas que rodeaban los terrenos del castillo. Los guardias la reconocieron a pesar de la escasa luz. La herida era pequeña y superficial; lo conseguiría. Solo tenía que llegar al interior, saberse a salvo…
Sin embargo, trastabilló por el serpenteante camino y la carrera se convirtió en un patético avance antes de llegar siquiera a la puerta del edificio. No podía cruzar la puerta principal de esa guisa si no quería que todo el mundo la viera, si no quería que todos supieran quién era la responsable de la muerte de Davis.
Desfalleciendo a cada paso, se dirigió hacia una entrada secundaria, cuyas puertas de hierro remachado se dejaban entornadas durante la noche: los cuarteles. No era la entrada ideal, pero valdría. Con suerte, los guardias serían discretos.
Un pie delante del otro. Solo un poco más…
Más tarde, no recordaría haber cruzado la puerta de los barracones, solo el frío de los remaches metálicos cuando empujó la hoja. La luz del vestíbulo la deslumbró, pero por lo menos estaba dentro…
La puerta que conducía al comedor estaba abierta. El sonido de las risas y el tintineo de las tazas flotó hacia ella. ¿Estaba atontada por el frío o acaso la gloriella le estaba provocando alucinaciones?
Tenía que decirle a alguien qué antídoto debían administrarle, decírselo a alguien y…
Con una mano apoyada en la pared y la otra sujetando la capa con fuerza, atravesó el bullicioso salón. Cada una de sus propias respiraciones se le antojaba eterna. Nadie la detuvo; nadie la miró siquiera.
Tenía que llegar a una puerta situada al fondo del pasillo, a la alcoba donde estaría a salvo. Apenas notó el granulado de la madera cuando empujó la puerta y se tambaleó en el umbral.
Una luz brillante, un borrón de madera, piedra y papel… Y entre la neblina, un rostro conocido que la miraba de hito en hito desde detrás de un escritorio.
Celaena emitió un gemido ahogado. Se miró a sí misma un momento, lo suficiente para ver la sangre que le cubría el vestido blanco, los brazos y las manos. En la sangre, veía al propio Davis con la garganta abierta.
—Chaol —gimió, volviendo a buscar aquel rostro conocido.
El capitán ya corría hacia ella, derribándolo todo a su paso. Chaol pronunció el nombre de Celaena mientras ella se desplomaba. La asesina solo veía los ojos color miel del capitán. Con un último resto de conciencia, susurró:
—Gloriella.
Luego, el mundo titiló y se tiñó de negro.