Aquella tarde, al entrar en las perreras, Dorian se sacudió la nieve de la capa roja, todavía tiritando. Chaol, a su lado, se soplaba las manos. Los dos hombres echaron a andar a toda prisa por los suelos cubiertos de paja seca. Dorian odiaba el invierno; aquel frío intolerable y la imposibilidad de mantener las botas libres de humedad.
Habían decidido entrar en el castillo por las perreras porque era el modo más fácil de evitar a Hollin, el hermano pequeño de Dorian, que había regresado del colegio por la mañana y ya estaba torturando con sus exigencias a todo aquel que tenía la mala pata de cruzarse en su camino. Hollin jamás los buscaría allí. Detestaba a los animales.
Avanzaban entre un coro de ladridos y gemidos. Dorian se detenía de vez en cuando para saludar a sus perros favoritos. De haber podido, se habría quedado allí todo el día, aunque solo fuera para librarse de la cena en honor a Hollin a la que debía asistir por la noche.
—No me puedo creer que mi madre lo haya sacado del colegio —musitó.
—Echa de menos a su hijo —respondió Chaol, que seguía frotándose las palmas aunque la temperatura en las perreras era deliciosa comparada con el frío del exterior—. Y ahora que se avecina una rebelión, quiere tener a Hollin donde pueda verlo, como mínimo hasta que todo se solucione.
Hasta que Celaena mate a los traidores.
Dorian suspiró.
—A saber qué absurdo regalo le habrá comprado mi madre esta vez. ¿Recuerdas el último?
Chaol sonrió. Cómo olvidar el último regalo con que Georgina había obsequiado a su hijo de diez años: cuatro caballos blancos y un pequeño carruaje dorado para que el propio Hollin pudiera conducirlo. El niño había arrasado la mitad del jardín favorito de la reina.
Chaol avanzaba el primero hacia el otro extremo de las perreras.
—No podréis esquivarlo para siempre.
Mientras hablaba, el capitán buscaba, como hacía siempre, cualquier indicio de peligro, de posible amenaza. Después de tantos años, Dorian ya estaba acostumbrado, pero el gesto aún le hería el orgullo.
Cruzaron las cristaleras y entraron en el castillo. Dorian consideraba el zaguán un lugar cálido y luminoso, con las guirnaldas y las ramas de abeto que aún decoraban las mesas y los arcos de crucería. Chaol, supuso el príncipe, lo veía como un hervidero de enemigos en potencia.
—A lo mejor ha cambiado en estos meses —comentó Chaol—. Puede que haya madurado un poco.
—Eso dijiste el verano pasado. Y estuve a punto de arrancarle un diente de un puñetazo.
Chaol negó con la cabeza.
—Gracias al Wyrd, mi hermano me tuvo siempre demasiado miedo como para dirigirme la palabra siquiera.
Dorian disimuló su sorpresa. Puesto que Chaol había renunciado al título de heredero de Anielle, llevaba años sin ver a su familia y rara vez hablaba de ella.
Dorian habría matado al padre del capitán sin ningún remordimiento por haber desheredado a su amigo y haberse negado incluso a verlo poco después de que la familia de Chaol acudiese a Rifthold para una importante reunión con el rey. Aunque su amigo nunca había comentado nada al respecto, Dorian sabía que no lo había superado.
El príncipe lanzó un sonoro suspiro.
—Recuérdamelo otra vez antes de la cena, ¿quieres?
—Será mejor, porque vuestro padre nos matará a los dos si no acudís al recibimiento oficial de vuestro hermano.
—A lo mejor contrata a Celaena como vigilante.
—Ha quedado para cenar. Con Archer Finn.
—¿No se suponía que iba a matarlo?
—Por lo visto, quiere sacarle información —Chaol aguardó antes de seguir hablando—. Ese tipo no me gusta.
La expresión de Dorian se endureció. Se las habían ingeniado, al menos a lo largo de toda la tarde, para no hablar de ella, y durante aquellas pocas horas se habían sentido como si nada hubiera cambiado entre ellos. Sin embargo, ya nada era igual.
—No te preocupes, que no te la robará. Sobre todo porque se lo habrá cargado antes de que acabe el mes.
El príncipe hizo el comentario en un tono más brusco de lo que pretendía.
Chaol lo miró.
—¿Acaso crees que es eso lo que me preocupa?
Sí. Y es evidente para todo el mundo menos para ti.
No obstante, Dorian no tenía ganas de mantener aquella conversación con Chaol, y estaba seguro de que al capitán tampoco le apetecía, así que se encogió de hombros.
—No le pasará nada, y dentro de poco te estarás riendo de tus aprensiones.
Chaol asintió, pero la inquietud no abandonó su mirada.
Celaena era consciente de que aquel vestido rojo resultaba demasiado provocativo. Y sabía que no era apropiado para el invierno, con un escote tan pronunciado por delante y por detrás. Tan abierto como para dejar entrever que no llevaba corsé bajo la malla de encaje negro.
Sin embargo, a Archer Finn siempre le habían gustado las mujeres que se arriesgaban con su atuendo y no temían adelantarse a las modas. Y aquel vestido, con el corpiño entallado, las largas mangas ajustadas y la falda de suave vuelo, era tan original como el que más.
En consecuencia, a Celaena no le extrañó en absoluto que, cuando se cruzó con Chaol a la salida de sus aposentos, el capitán se detuviese en seco y parpadease. Varias veces.
La joven sonrió.
—Hola a vos también.
Chaol se había quedado plantado en el pasillo, pasando la vista del escote a la cara de Celaena.
—No vas a salir con eso.
Celaena resopló y pasó junto a él luciendo la provocativa espalda.
—Ya lo creo que sí.
Chaol echó a andar junto a ella para escoltarla al carruaje que aguardaba junto a la puerta principal.
—Vas a pillar una pulmonía.
Celaena hizo ondear su capa de armiño.
—No si me cubro con esto.
—¿Llevas algún arma contigo?
La asesina bajó a toda prisa la escalinata que conducía al zaguán.
—Sí, Chaol, llevo armas. Y me he puesto este vestido porque pretendo que Archer se pregunte lo mismo. Quiero que piense que voy desarmada.
Se había sujetado dos cuchillos a las piernas, y las horquillas que convertían su melena en una cascada rizada eran largas y afiladas; un maravilloso regalo de Philippa, que las había encargado para que no tuviera que «andar de acá para allá con un trozo de metal entre los pechos».
—Oh —repuso Chaol, lacónico a más no poder.
Llegaron a la entrada principal en silencio. Cuando se acercaban a las puertas de doble hoja que conducían al patio, Celaena se puso unos guantes de cabritillo. Estaba a punto de salvar los peldaños de entrada cuando Chaol la agarró por el hombro.
—Ten cuidado —le dijo mientras examinaba el carruaje, al chófer y al lacayo. Pasaron la inspección—. No corras ningún riesgo.
—Me dedico a esto, ¿sabéis? —Celaena no debería haberle contado los detalles de su captura, no tendría que haber permitido que la considerara vulnerable, porque ahora él se preocupaba por ella, dudaba de ella y la irritaba hasta lo indecible. Sin saber por qué, se zafó de su mano y le espetó—: Os veo mañana.
Él se crispó tanto como si se preparase para encajar un golpe.
—¿Cómo que mañana?
De nuevo, aquella estúpida rabia se apoderó de ella; le dedicó una sonrisa lánguida.
—Sois un chico listo —replicó mientras se disponía a subir al carruaje—. Deducid vos mismo lo que significa.
Chaol la miró como si no la conociera, inmóvil como una estatua. Celaena se había equivocado al permitir que la considerara vulnerable, boba o inexperta, después de lo mucho que había trabajado para llegar adonde estaba. Puede que hubiera sido un error intimar con él, porque la idea de que la juzgara débil, de que quisiera protegerla, despertaba sus peores instintos.
—Buenas noches —se despidió, y antes de que él pudiera pensar mejor todo lo que Celaena acababa de insinuar, se montó en el carruaje y se alejó.
Ya se preocuparía por Chaol más tarde. Esa noche, tenía que concentrarse en Archer… y en cómo arrancarle la verdad.
Archer la había citado en un salón muy exclusivo, frecuentado por la élite de Rifthold. Casi todas las mesas estaban ya ocupadas. Las joyas y los exquisitos vestidos titilaban a la débil luz de las velas.
Cuando el criado de la recepción la ayudó a quitarse la capa, se aseguró de colocarse de espaldas a Archer para que el cortesano pudiera echar un vistazo al exquisito encaje negro que le cubría la espalda desnuda (y que ocultaba las cicatrices de Endovier). Celaena advirtió que el criado también se fijaba en ella, pero fingió no darse cuenta.
Archer silbó entre dientes. Cuando la asesina se volvió a mirar, descubrió que sonreía y meneaba la cabeza con ademán de incredulidad.
—Creo que las palabras que estás buscando son «deslumbrante», «hermosa» y «apabullante» —bromeó Celaena.
Mientras los guiaban a una mesa resguardada en un nicho del elegante salón, la joven tomó del brazo al cortesano.
Archer pasó un dedo por la manga de terciopelo rojo del vestido.
—Me alegro de comprobar que tu gusto ha madurado tanto como tu anatomía. Y como tu arrogancia, por lo que parece.
Daba igual lo que le dijese Archer; ella recibiría el comentario con una sonrisa, reconoció mentalmente Celaena.
Una vez sentados, leída la carta y encargado el vino, la asesina se quedó contemplando aquellos rasgos exquisitos.
—Y bien —empezó a decir a la vez que se arrellanaba en el asiento—, ¿cuántas damas me desean la muerte por monopolizar tu tiempo?
Archer soltó una carcajada parecida a un carraspeo.
—Si te lo dijera, te largarías de aquí por piernas.
—¿Sigues siendo tan popular?
Archer desdeñó la pregunta con un gesto de la mano y tomó un sorbo de vino.
—Aún me debo a Clarisse —dijo, refiriéndose a la madame más influyente y próspera de la capital—. Pero… sí —un brillo travieso asomó a sus ojos—. ¿Y qué ha sido de tu hosco amigo? ¿Debería cuidarme las espaldas también esta noche?
Todo aquello era un baile, un preludio de lo que vendría luego. Celaena le guiñó un ojo.
—No se le ocurriría tratar de encerrarme bajo llave. Es demasiado listo para ello.
—Que el Wyrd ayude al que lo intente. Aún recuerdo lo bruta que eras.
—Y yo pensando que me considerabas encantadora.
—Tan encantadora como un cachorro de gato montés, supongo.
Celaena rio y tomó un sorbito de vino. Debía mantener la cabeza lo más despejada posible. Cuando dejó la copa en la mesa, descubrió que Archer la miraba con la misma expresión triste y contemplativa del día anterior.
—¿Te puedo preguntar cómo has acabado trabajando para él?
La asesina supo que se refería al rey. Y comprendió también que no lo nombraba porque era consciente de que había más gente en el salón. Habría sido un buen asesino.
A lo mejor las sospechas del rey no iban tan desencaminadas.
Pero Celaena, que se había preparado para aquella pregunta —y para muchas otras— esbozó una sonrisa maliciosa y respondió:
—Parece ser que mis habilidades resultan más útiles en pro del imperio que contra a él. Trabajar para el rey es casi lo mismo que hacerlo para Arobynn.
Celaena no mentía.
Archer asintió con un cabeceo lento y pensativo.
—Tu profesión y la mía siempre han sido parecidas. No sé qué es peor: si entrenarse para el dormitorio o para el campo de batalla.
Si Celaena no recordaba mal, Archer tenía doce años cuando Clarisse lo encontró correteando huérfano y salvaje por las calles de la capital y se ofreció a acogerlo en su seno.
Y decían los rumores que, cuando cumplió diecisiete y llegó el momento de pujar por su virginidad, hubo auténticas reyertas entre sus posibles clientes.
—Yo tampoco. Tan horrible es la una como la otra, supongo —levantó la copa de vino para brindar—. Por nuestros queridos propietarios.
Los ojos de Archer se demoraron un momento de más en Celaena. Luego alzó la copa a su vez.
—Por nosotros.
El sonido de esa voz bastaba para provocarle ardores a la asesina, pero la expresión de su rostro al pronunciar las palabras, la curva de aquella boca divina… Él también era un arma. Un arma hermosa y letal.
Archer se inclinó sobre el borde de la mesa y la apresó con la mirada. Era un desafío, una invitación a la intimidad.
Que los dioses del cielo y el Wyrd me protejan.
Esta vez, Celaena tuvo que dar un gran trago de vino.
—Vas a necesitar algo más que unas cuantas miraditas para que me convierta en tu esclava incondicional, Archer. Te creía lo bastante listo como para saber que los trucos que usas en tu negocio no van a funcionar conmigo.
Él lanzó una carcajada ronca que llegó al alma de la asesina.
—Y yo te creía lo bastante lista como para comprender que no los estoy empleando. Si lo hiciera, ya nos habríamos marchado del restaurante.
—Esa es una afirmación muy, pero que muy osada. Dudo mucho que quieras medirte conmigo en lo concerniente a trucos del negocio.
—Oh, hay muchas cosas que me gustaría hacer contigo.
Celaena jamás en su vida se había alegrado tanto de la llegada de un camarero, y nunca se había dado cuenta de que un cuenco de sopa pudiera ser tan interesante.
Como había despachado su propio carruaje solo para chinchar a Chaol y respaldar sus insinuaciones, Celaena compartió el carruaje de Archer después de cenar. La velada había resultado muy agradable. Habían charlado de viejos conocidos, de teatro, de libros, del espantoso tiempo. Temas cómodos y seguros, aunque Archer no había dejado de mirarla como si Celaena fuera su presa y él quisiera tomarse su tiempo para cazarla.
Se sentaron juntos en el banco del carruaje, lo bastante cerca para que Celaena percibiera el delicioso perfume que llevaba el hombre; un aroma elegante y seductor que recordaba a luces tenues y sábanas de seda. Así que la chica tuvo que hacer esfuerzos para concentrarse en lo que estaba a punto de hacer.
Cuando el carruaje se detuvo, Celaena se asomó por el ventanuco y atisbó una bonita casa de ciudad. Archer la miró y, despacio, le entrelazó los dedos antes de llevarse su mano a los labios. Fue un beso suave y lento que la prendió por dentro. Sin separar la boca, le murmuró en la piel:
—¿Quieres entrar?
Celaena tragó saliva.
—¿No querías tomarte la noche libre?
Aquello no era lo que ella esperaba, ni tampoco lo que quería, dejando aparte el coqueteo.
Archer levantó la cabeza sin soltarle la mano. Con el pulgar, trazaba pequeños círculos en la ardiente piel de la chica.
—Todo es muy distinto cuando soy yo quien elige, ¿sabes?
Quizá otra persona no se hubiera dado cuenta, pero Celaena, que había tenido pocas posibilidades de escoger en la vida, reconoció el deje de amargura. Soltó la mano del cortesano.
—¿Odias tu vida?
Apenas si susurró las palabras.
Archer la miró; la miró de veras, como si no la hubiera visto realmente hasta aquel momento.
—A veces —dijo, y desplazó la mirada hacia el ventanuco que Celaena tenía detrás, tras el cual se perfilaban las casas de la ciudad—. Pero algún día —prosiguió—, algún día tendré dinero suficiente para saldar mi deuda con Clarisse. Cuando eso suceda, seré libre y viviré por mi cuenta.
—¿Dejarás la profesión?
Él la miró con una media sonrisa más auténtica que cualquiera de los gestos que le había dedicado aquella noche.
—Para entonces, o bien seré tan rico que ya no tendré que trabajar o bien seré tan viejo que ya nadie querrá contratarme.
Por la mente de Celaena cruzó el recuerdo de una época en la que, apenas por un instante, había saboreado la libertad. En aquel momento el mundo se había abierto de par en par y ella estuvo a punto de penetrarlo, acompañada de Sam. Aquel sueño de libertad la impulsaba a continuar porque, aunque solo duró un abrir y cerrar de ojos, fue el parpadeo más exquisito de toda su vida.
Respiró profundamente y miró a Archer a los ojos. Había llegado el momento.
—El rey me envía para matarte.