Celaena dio un paso hacia los barrotes. Un cubo para aliviarse, otro lleno de agua, las sobras de la última comida y un montón de heno mohoso que hacía las veces de camastro; eso era cuanto le concedían a Kaltain.
Cuanto se merece.
—¿Vienes a burlarte de mí? —preguntó la prisionera. Su voz, antes rica y melodiosa, se había convertido en un susurro ronco. Hacía un frío de muerte allí abajo; a Celaena le extrañó que Kaltain no hubiera enfermado todavía.
—He venido a hacerte algunas preguntas —dijo la asesina en voz baja. Aunque los guardias no habían cuestionado su derecho a entrar en las mazmorras, no quería que nadie la oyera.
—Estoy ocupada —replicó Kaltain, sonriendo. Apoyó la cabeza contra el muro de piedra—. Será mejor que vuelvas mañana.
Parecía mucho más joven con aquella melena oscura suelta sobre los hombros. No debía de ser mayor que la propia Celaena.
La asesina se acuclilló y se agarró a un barrote para mantener el equilibrio. El metal estaba helado.
—¿Qué sabes de Roland Havilliard?
Kaltain miró el techo rocoso.
—¿Ha venido de visita?
—El rey lo ha invitado a unirse al consejo.
Los ojos negros de la prisionera se posaron en los de Celaena. Había un amago de locura en su mirada, pero también recelo y agotamiento.
—¿Por qué me preguntas por él?
—Porque quiero saber si es de confianza.
Kaltain lanzó una carcajada ronca.
—No hay nadie aquí que sea de confianza. Y Roland menos que nadie. Las cosas que he oído de él te revolverían el estómago, te lo aseguro.
—¿Como qué?
Kaltain sonrió con suficiencia.
—Sácame de esta celda y a lo mejor te lo digo.
Celaena le devolvió la sonrisa.
—¿Y qué tal si entro en la celda y busco la forma de obligarte a hablar?
—No —susurró Kaltain. Se encogió y aquel gesto bastó para dejar a la vista los cardenales que le rodeaban las muñecas. Celaena advirtió con desasosiego que parecían huellas de dedos.
Kaltain escondió las manos en los pliegues del vestido.
—El vigilante nocturno hace la vista gorda cuando Perrington me visita.
Celaena se mordió el labio inferior.
—Lo siento —dijo.
Hablaba en serio. Se lo mencionaría a Chaol la próxima vez que lo viera; se aseguraría de que tuviera unas palabras con el vigilante nocturno.
Kaltain apoyó la mejilla en la rodilla.
—Lo ha estropeado todo. Y ni siquiera sé por qué. ¿Por qué no me ha enviado a casa y en paz?
Hablaba en un tono apagado que Celaena recordaba muy bien de sus días en Endovier. Una vez que los recuerdos, el dolor y el miedo se apoderaran de ella, no podría arrancarle ni una palabra.
La asesina siguió hablando en voz baja:
—Tú eras íntima de Perrington. ¿Alguna vez te mencionó sus planes?
Se estaba metiendo en camisa de once varas, pero si alguien tenía información al respecto, sin duda era Kaltain.
Esta se limitó a mirar al vacío y no contestó.
Celaena se levantó.
—Buena suerte —le deseó.
Temblando de frío, Kaltain se metió las manos debajo de las axilas.
Celaena debería haber dejado que Kaltain muriera congelada por lo que le había hecho. Debería haber salido de allí sonriendo puesto que, por una vez, el culpable tenía su merecido.
—Los cuervos pasan volando —murmuró Kaltain, más para sí que para Celaena—. Y mis jaquecas empeoran por momentos. El aleteo me está volviendo loca.
Celaena la observó impertérrita. No oía nada; ni aves ni, desde luego, ningún aleteo. Y aunque hubiera cuervos, habría sido imposible escuchar su vuelo desde un lugar tan profundo como la mazmorra.
—¿A qué te refieres?
Kaltain, sin embargo, se había acurrucado para conservar el calor. Celaena no quería ni pensar en el frío que debía de hacer en la celda por la noche; sabía muy bien lo que representaba encogerse así, desesperada por retener una pizca de calor y preguntándote si por la mañana seguirías viva o si el frío habría acabado contigo.
Sin pensarlo dos veces, Celaena se desabrochó la capa negra y la arrojó entre los barrotes, apuntando con cuidado para evitar el pegote de vómito que se secaba sobre las piedras. También había oído hablar de la adicción de Kaltain al opio. Estar allí encerrada, sin una dosis que llevarse al cuerpo, debía haberla dejado en un estado próximo a la demencia, si acaso no estaba loca de buen comienzo.
Kaltain se quedó mirando la capa, que aterrizó en su regazo. Celaena se dio media vuelta para cruzar el frío pasadizo y regresar a las zonas cálidas del castillo.
—A veces… —dijo Kaltain casi en susurros. Celaena se detuvo—. A veces pienso que no me mandaron llamar para que me casara con Perrington sino con otro propósito. Que se proponían utilizarme.
—¿Utilizarte para qué?
—No me lo han dicho. Cuando bajan, nunca me dicen lo que quieren. Ni siquiera guardo recuerdos. Todo son… fragmentos. Trozos de un cristal roto. Y cada uno de ellos refleja su propia imagen aislada.
Kaltain había enloquecido. Celaena reprimió el impulso de responder con un comentario hiriente; la imagen de los cardenales de Kaltain se lo impedía.
—Gracias por tu ayuda.
La joven se envolvió con la capa.
—Algo se acerca. Y yo seré la encargada de recibirlo.
Celaena soltó el aliento que había contenido sin darse ni cuenta. Aquella conversación no iba a ninguna parte.
—Adiós, Kaltain.
La joven rio en voz baja. El sonido acompañó a Celaena mucho rato después de que dejara atrás las gélidas mazmorras.
—Malditos bastardos —escupió Nehemia. Apretaba la taza con tanta fuerza que Celaena temió, por un momento, que la rompiera. Las dos muchachas estaban sentadas en la cama de Celaena, con una gran bandeja entre ambas. Ligera andaba pendiente de todos sus movimientos, presta a devorar cualquier migaja que cayera al suelo—. ¿Cómo es posible que los guardias hagan la vista gorda? ¿Y cómo puede ser que la tengan en esas condiciones? Kaltain es un miembro de la corte, y si a ella la tratan así, no quiero ni pensar en lo harán con los criminales comunes.
Nehemia se interrumpió, pidiendo disculpas con la mirada.
Celaena se encogió de hombros y negó con la cabeza. Después de visitar a Kaltain, se había encaminado a la ciudad con la intención de acechar a Archer, pero había empezado a nevar con tanta fuerza que le había resultado imposible. Llevaba una hora intentando seguirlo por una ciudad azotada por la nieve cuando había renunciado a la misión para regresar al castillo.
La tormenta había durado toda la noche. El manto de nieve era tan grueso que Celaena no había podido salir a correr con Chaol de madrugada. Así que había invitado a Nehemia a compartir su desayuno en la cama, y la princesa, que estaba harta de tanta nieve, había accedido, encantada de compartir el cálido lecho con su amiga.
Nehemia dejó la taza en la bandeja.
—Tenéis que informar al capitán Westfall del trato que está recibiendo Kaltain.
Celaena se acabó el bollo y se recostó contra los mullidos almohadones.
—Ya lo he hecho. Se ha encargado de ello.
No juzgó conveniente mencionar que, cuando el capitán había regresado a su dormitorio, donde ella lo aguardaba leyendo, Celaena había adivinado de inmediato por la librea arrugada, los nudillos maltrechos y el destello de los ojos castaños que las condiciones de las mazmorras iban a cambiar… y también los guardias encargados de vigilarlas.
—¿Sabéis? —musitó Nehemia mientras empujaba suavemente con el pie a Ligera, que intentaba sisar algún bocado de la bandeja—, las cortes no siempre han sido así. Hubo un tiempo en que la gente concedía valor al honor y a la lealtad. En otras épocas, la relación con los gobernantes no estaba basada en la obediencia y el miedo.
Sacudió la cabeza y las cuentas de oro de sus trenzas tintinearon. Al sol de la mañana temprana, su tez castaña lucía tersa y maravillosa. Celaena debía reconocer que le parecía un poquitín injusto que Nehemia no tuviera que hacer nada para estar guapa, en particular al romper el alba.
La princesa prosiguió.
—Por lo que yo sé, esos valores desaparecieron de Adarlan hace varias generaciones, pero Terrasen tenía una corte ejemplar antes de la caída del reino. Mi padre siempre me contaba historias de Terrasen. Me hablaba de los guerreros y los señores que servían al rey Orlon, del poder, el coraje y la lealtad sin igual de su corte. Por eso el rey de Adarlan quiso que Terrasen fuera el primer reino en caer. Porque era el más fuerte, y porque si Terrasen hubiera tenido la oportunidad de reclutar un ejército contra él, Adarlan habría sido aniquilado. Mi padre afirma que, aún hoy, si Terrasen volviera a levantarse, podría derrotar al rey. Constituye una auténtica amenaza al poder del imperio.
Celaena contemplaba el fuego del hogar.
—Ya lo sé —consiguió responder.
Nehemia se volvió a mirarla.
—¿Y no creéis que sería posible volver a constituir una corte como aquella? ¿No solo en Terrasen, sino en todas partes? He oído decir que en Wendlyn todavía imperan las viejas maneras, pero están al otro lado del mar y no hacen nada por nosotros. Miraron hacia otro lado cuando el rey esclavizó nuestros territorios, y hoy en día siguen desoyendo todas nuestras peticiones de ayuda.
Celaena forzó un bufido desdeñoso.
—Es demasiado temprano para mantener conversaciones tan trascendentes —dio un gran bocado a una tostada. Echando un vistazo rápido a la princesa, advirtió que esta seguía meditabunda—. ¿Tenéis noticias del rey?
Nehemia hizo un gesto de impaciencia.
—Solo sé que ha incorporado a ese gusano, Roland, al consejo, y al parecer le ha encargado que se ocupe de mí. Por lo visto, he importunado demasiado al ministro Mullison, el consejero responsable del campo de trabajo de Calaculla. Se supone que Roland debe aplacarme.
—No sé a quién compadezco más, si a Roland o a ti.
Nehemia le hizo cosquillas y Celaena rio entre dientes, apartándole la mano. Ligera aprovechó el momento de distracción para robar una loncha de tocino asado de la bandeja. Celaena chilló.
—¡Eh, ladronzuela!
Ligera saltó de la cama y se refugió junto al hogar. Allí, sin perder de vista a su dueña, dio cuenta de la panceta.
Nehemia se echó a reír y su amiga se unió a ella antes de lanzarle a Ligera otra loncha.
—¿Por qué no nos quedamos en la cama todo el día? —propuso Celaena mientras se echaba hacia atrás y se tapaba con las mantas.
—Ojalá pudiera —repuso la princesa con un sonoro suspiro—. Por desgracia, tengo cosas que hacer.
Y yo también, comprendió Celaena. Entre otras cosas, prepararse para la cena con Archer.