Celaena tenía planeado pasar el resto del día siguiendo a Archer, pero cuando se alejaban del salón de té, Chaol la informó de que el rey había ordenado que acudiera en calidad de guardia a la cena oficial de aquella noche. Aunque habría podido alegar mil excusas para librarse, cualquier conducta extraña por su parte podía despertar sospechas. Si estaba dispuesta a obedecer a Elena, debía asegurarse de que el rey —de que todo el imperio— la considerase una súbdita fiel.
La cena oficial se celebraba en el salón de gala, y Celaena tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no saltar a la mesa que habían dispuesto en mitad de la sala y atiborrarse directamente de los platos de los estirados nobles y consejeros. Cordero asado con tomillo y lavanda, pato glaseado con salsa de naranja, faisán bañado en jugo de cebollas tiernas… No era justo, la verdad.
Chaol la había ubicado junto a una columna del patio, cerca de las cristaleras. Aunque no llevaba el uniforme de la guardia real —negro, con el bordado de un guiverno dorado en el pecho— sus ropas negras no llamaban la atención. Gracias al Wyrd, estaba lo bastante lejos de los comensales como para que no oyeran los gruñidos de su estómago.
Habían dispuesto otras mesas también, estas últimas ocupadas por la nobleza menor, que también había sido invitada a la cena y que se había vestido de punta en blanco para la ocasión. Toda la atención —de los guardias, de los nobles— se centraba en la mesa presidencial, la que el rey y la reina compartían con la corte más íntima. El duque Perrington, maldita bestia parda, formaba parte de los comensales, y también Dorian y Roland, que charlaban con los privilegiados de la corte; hombres que habían arrasado reinos enteros para pagar las ropas, las joyas y el oro que había en aquel salón. También era verdad que, en ciertos aspectos, ella misma no podía considerarse mucho mejor.
Aunque Celaena no quería mirar al rey, cada vez que lo hacía se preguntaba por qué el soberano se molestaba en asistir siquiera a aquel aburrimiento pudiendo como podía alegar cualquier excusa. El monarca, por su parte, parecía el mismo de siempre. Tampoco a Celaena se le ocurrió pensar ni por un momento que el rey fuera a revelar algo sobre sus verdaderos propósitos delante de toda aquella gente.
Chaol hacía guardia junto a una columna que se erguía muy cerca de la silla del rey. Sus ojos saltaban de un lado a otro, sin bajar la guardia ni un momento. Sus mejores hombres estaban allí, todos elegidos a dedo por él mismo aquella misma tarde. No parecía entender que sería un suicidio atentar contra el rey y su corte en un acto público. Celaena había tratado de explicárselo, pero Chaol le había lanzado dagas con la mirada y le había pedido que no causara problemas.
Menuda ocurrencia. Eso también sería suicida.
Cuando la cena terminó, el rey se levantó y se despidió de sus invitados. La reina Georgina lo siguió, sumisa y en silencio, al exterior del salón de gala. El resto de invitados se quedó allí, ahora pululando de mesa en mesa, mucho más relajados que cuando estaba el rey.
Dorian se había puesto en pie y Roland lo había imitado. Charlaban con tres cortesanas guapísimas. Roland hizo reír a las chicas, que se ruborizaron tras sus abanicos de encaje. Una sonrisa asomó a los labios del príncipe.
No era posible que a Dorian le cayera bien su primo. La sensación de Celaena solo se basaba en el relato de Chaol y en un pálpito, pero… los ojos color verde esmeralda de Roland le producían tal desconfianza que habría querido llevarse a Dorian bien lejos de aquel sujeto. El príncipe también estaba jugando con fuego, comprendió. Como príncipe heredero, debía escoger con cuidado sus amistades. Quizá lo comentase con Chaol.
Celaena frunció el ceño. Hablarlo con Chaol resultaría largo y engorroso. Sería preferible que advirtiese a Dorian ella misma cuando acabase la cena. Había decidido dejarse de romanticismos con él, pero eso no significaba que no sintiera cariño por Dorian. Pese a su fama de mujeriego, tenía todo lo que se le puede pedir a un príncipe: era inteligente, guapo, encantador… ¿Por qué Elena no le encargaba sus misiones a él?
Seguro que Dorian no sabía lo que se proponía su padre. No, no se comportaría como lo hacía de haber sabido que su padre albergaba siniestras intenciones. Y tal vez fuera mejor que nunca llegara a averiguarlo.
Fueran cuales fuesen los sentimientos que le inspiraba, el príncipe gobernaría algún día. Y era muy posible que su padre le revelase la fuente de su poder para obligar al príncipe a decidir qué clase de gobernante quería ser. Pero Celaena no pensaba precipitar ese momento. Dorian aún no tenía que elegir. Y ella solo podía rezar para que, cuando lo hiciese, optase por ser mejor monarca que su padre.
Dorian sabía que Celaena lo estaba mirando. Se había pasado toda la insufrible cena observándolo a hurtadillas. Claro que también volvía la vista hacia Chaol y, cuando lo hacía, su cara se transformaba. Su expresión se tornaba más cálida, más contemplativa.
Apoyada contra una columna, junto a las puertas del patio, Celaena se limpiaba las uñas con una daga. Gracias al Wyrd que su padre se había ido, porque Dorian estaba seguro de que, de haberla visto, la habría despellejado allí mismo por atreverse a hacer algo así delante de sus invitados.
Roland les dijo algo más a las damas que los acompañaban —cuyos nombres Dorian había olvidado al momento— y ellas se echaron a reír. Saltaba a la vista que su primo rivalizaba con él en encanto. Y por lo visto la madre del chico lo había acompañado en su viaje al castillo para ayudarlo a buscar novia; una joven con tierras y capital suficientes como para aumentar la influencia de Meah. Dorian sabía, sin necesidad de preguntarle a su primo, que hasta la misma noche de bodas Roland sacaría el máximo partido a las ventajas de vivir en palacio como joven señor.
Viéndolo coquetear con esas chicas, Dorian no sabía qué hacer, si darle un puñetazo o marcharse de allí. Pero el príncipe llevaba demasiados años viviendo en aquella tediosa corte como para hacer nada más que mostrarse mortalmente aburrido.
Volvió a mirar a Celaena, pero ella estaba pendiente de Chaol, quien a su vez tenía los ojos puestos en Roland. Al notar que Dorian le prestaba atención, la asesina le devolvió la mirada.
Nada. Ni un amago de emoción. Dorian se enfureció tanto que tuvo que hacer esfuerzos para controlarse. Sobre todo al ver que ella desviaba la vista otra vez… hacia el capitán. Y la dejaba allí. Ya basta.
Sin despedirse de Roland ni de las chicas, Dorian salió como un vendaval del salón de gala. Tenía cosas mejores y más importantes que hacer que preocuparse por los sentimientos de Celaena hacia su amigo. Era el príncipe heredero del mayor imperio del mundo. Toda su existencia estaba consagrada a la corona y al trono de cristal que algún día heredaría. La asesina había puesto distancia a causa de aquella corona y de aquel trono; porque ansiaba una libertad que él nunca podría darle.
—Dorian.
Alguien lo llamó cuando llegó al pasillo. No tuvo que volverse a mirar para saber que se trataba de Celaena. La chica llegó a su altura y echó a andar al mismo paso vivo que él había adoptado sin darse cuenta. Dorian ni siquiera sabía adónde iba, solo que necesitaba salir del salón de gala. Celaena le rozó el codo y el príncipe se odió por regodearse en el contacto.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Dejaron atrás el bullicio y ella le tiró del brazo para que redujese la marcha.
—¿Qué pasa?
—¿Qué te hace pensar que pasa algo?
¿Cuánto tiempo llevas suspirando por Chaol?, habría querido preguntarle. Maldito fuera Dorian por que aquello le importara. Maldito cada momento que había pasado con ella.
—Parece como si estuvierais a punto de atizarle a alguien un mamporro.
Dorian enarcó una ceja. Ni siquiera había fruncido el ceño.
—Cuando os enfadáis —le explicó ella—, vuestra mirada se vuelve… fría. Gélida.
—No me pasa nada.
Echó a andar. Y Celaena lo siguió… adondequiera que fuera. A la biblioteca, decidió Dorian, doblando un recodo. A la biblioteca real.
—Si tienes algo que decir —empezó a decir el príncipe con lentitud deliberada mientras hacía esfuerzos por contener la ira—, dilo.
—No confío en vuestro primo.
Dorian se detuvo. El iluminado pasillo estaba desierto.
—Ni siquiera le conoces.
—Llamadlo instinto.
—Roland es inofensivo.
—Puede que sí. Y puede que no. A lo mejor está aquí con alguna intención que ignoráis. Y sois demasiado listo como para convertiros en un peón en la partida de nadie. Es de Meah.
—¿Y?
—Pues que Meah es una ciudad pobre e insignificante. Tiene poco que perder y mucho que ganar. En esas circunstancias, la gente se vuelve peligrosa. Implacable. Si puede, os utilizará.
—¿Igual que me utilizó una asesina de Endovier para convertirse en campeona del rey?
Celaena apretó los labios.
—¿De verdad pensáis eso?
—No sé qué pensar.
Dorian dio media vuelta.
En ese momento, Celaena gruñó. Literalmente.
—Bueno, pues dejad que os diga lo que yo pienso, Dorian. Creo que estáis acostumbrado a saliros con la vuestra. Y solo porque, por una vez en la vida, no conseguisteis lo que queríais…
El príncipe se giró rápidamente hacia ella.
—Tú no tienes ni idea de lo que yo quería. Ni siquiera me diste la oportunidad de decírtelo.
Celaena puso los ojos en blanco.
—No voy a tener esta conversación ahora mismo. He venido a advertiros de que vuestro primo no es trigo limpio, pero salta a la vista que os trae sin cuidado. Así que no esperéis que acuda en vuestro rescate cuando no seáis más que una marioneta en sus manos. Eso si no lo sois ya.
Dorian abrió la boca para replicar, tan furioso que habría podido estampar el puño en la pared más cercana, pero Celaena ya se alejaba a paso vivo.
La asesina se detuvo ante los barrotes de la celda de Kaltain Rompier.
La dama, antaño hermosa, estaba acurrucada contra la pared, con el vestido sucio y la melena enmarañada. Tenía la cara hundida entre los brazos, pero Celaena alcanzaba a ver el brillo sudoroso en la piel y el tono grisáceo de su tez. Y aquel hedor…
No había vuelto a verla desde el día del duelo; desde que Kaltain había envenenado el vino de Celaena con acónito sanguino para que muriera a manos de Cain. Después de vencer al asesino, Celaena se había marchado sin presenciar el derrumbe de Kaltain. De modo que se perdió el momento en que, sin darse cuenta, la dama había revelado el ardid, afirmando que su prometido, el duque Perrington, la había manipulado. El duque negó las acusaciones y Kaltain fue enviada a las mazmorras a esperar su castigo.
Por lo visto, dos meses después aún no sabían qué hacer con ella. O quizá a nadie le importaba.
—Hola, Kaltain —dijo Celaena con voz queda.
La joven levantó la cabeza y sus ojos negros relampaguearon al reconocerla.
—Hola, Celaena.