Capítulo 6

Seguro que el desconocido del pasillo no tiene ninguna relación con el rey, se dijo Celaena mientras regresaba —sin correr— a su alcoba. En un castillo tan grande como aquel, siempre había gente rara, y si bien es cierto que casi nunca veía a nadie en la biblioteca, era muy posible que alguien… hubiera buscado refugio allí. De incógnito. En una corte donde la lectura estaba tan mal vista, no era de extrañar que algún cortesano quisiera guardar en secreto su apasionado amor por los libros.

Un cortesano espeluznante, con aspecto de animal… que había hecho que su amuleto brillara.

Celaena entró en su alcoba justo al inicio de un eclipse lunar. Lanzó un gemido.

—Un eclipse. Lo que me faltaba —gruñó mientras se alejaba de las puertas del balcón para dirigirse al tapiz que cubría la pared.

Y aunque no le hacía ninguna gracia recurrir a Elena, aunque tenía la esperanza de no volver a verla… necesitaba una explicación.

Seguro que la antigua reina se reía de ella y le decía que no había nada que temer. Dioses del cielo, deseaba con toda su alma oír aquella respuesta. Porque, de lo contrario…

Celaena negó con la cabeza y echó un vistazo a Ligera.

—¿Te importaría acompañarme? —como si intuyera lo que se proponía su dueña, la perrita dio uno cuantas vueltas sobre sí misma y, resoplando, se acurrucó en la cama—. Me lo temía.

Celaena solo tardó unos minutos en apartar la cómoda del tapiz que ocultaba la entrada secreta, tomar una vela y descender las antiguas escaleras.

Mucho más abajo, encontró los tres arcos de crucería. El de la izquierda conducía a un pasadizo desde el que se atisbaba el salón de gala. El del centro llevaba a las alcantarillas y a la salida secreta que algún día podría salvarle la vida. Y el de la derecha… de ahí partía el túnel que llegaba hasta el sepulcro olvidado de la antigua reina.

Mientras se dirigía a la tumba, Celaena no se atrevió a mirar en dirección al rellano donde había descubierto a Cain invocando al ridderak, aunque los restos de la puerta que el monstruo había destrozado seguían diseminados por las escaleras. Aún se veían los boquetes en la pared de piedra, allá donde el ser la había roto justo antes de que Celaena encontrara a Damaris, la espada del difunto rey Gavin, y abatiera al engendro.

Celaena se miró la mano. Un anillo de cicatrices blancas le atravesaba la palma y le cercaba el pulgar. Si Nehemia no la hubiera encontrado aquella noche, el veneno de aquella mordedura la habría matado.

Por fin, llegó a la puerta en la que desembocaba la escalera de caracol. Se quedó mirando la aldaba de bronce en forma de calavera que colgaba de la hoja.

Tal vez aquello no hubiera sido buena ida. Quizá las respuestas no valieran la pena.

Sería mejor volver atrás. Bien pensado, seguro que no le esperaba nada bueno.

Elena parecía satisfecha de que Celaena hubiera conseguido el título de campeona del rey, tal como ella le había ordenado, pero si la visitaba otra vez, la reina pensaría que estaba dispuesta a cumplir otra de sus misiones. Y bien sabía el Wyrd que Celaena ya tenía bastantes problemas ahora mismo.

Por más que aquella… cosa del pasillo no pareciera tramar nada bueno.

Celaena tuvo la sensación de que la calavera del picaporte le sonreía. Incluso habría jurado que clavaba en ella sus ojos huecos.

Dioses del Wyrd, debería marcharse.

Sin embargo, sus dedos se acercaron al pomo de la puerta, como guiados por una mano invisible…

—¿No vas a llamar?

Celaena retrocedió de un salto. Con la daga en ristre y dispuesta a derramar sangre, se pegó a la pared. Aquello era imposible. Seguro que se lo había imaginado.

La calavera había hablado. Había movido la boca.

Sí, era total, absoluta, completamente imposible. Mucho más improbable e incomprensible que nada de lo que Elena hubiera dicho o hecho jamás.

Mirándola con sus relucientes ojos de metal, la calavera de bronce chasqueó la lengua con sorna… como si tuviera lengua.

A lo mejor había resbalado por las escaleras y se había golpeado la cabeza contra las piedras. Eso al menos tendría algo de lógica. Una retahíla de maldiciones empezó a desfilar por su mente, a cual más vulgar, mientras miraba la aldaba boquiabierta.

—Oh, no seas tan patética —rezongó la calavera con los ojos entornados—. Estoy prendida a esta puerta. No puedo hacerte daño.

—Pero esto es obra de… —Celaena tragó saliva— magia.

No podía ser. La magia se había desvanecido, se había esfumado de la faz de la tierra hacía diez años, antes incluso de que el rey la prohibiera.

—Todo en este mundo es obra de magia. Gracias por ser tan amable de expresar lo evidente.

Celaena dejó de devanarse los sesos el tiempo suficiente para decir:

—Pero la magia ya no funciona.

—La magia nueva, no. Sin embargo, el rey no puede desactivar los viejos hechizos, formulados con poderes ancestrales, como las marcas del Wyrd. Los conjuros más antiguos conservan su poder; sobre todos aquellos que dan vida a objetos inanimados.

—¿Estás… viva?

La calavera soltó una risilla.

—¿Viva? Estoy hecha de bronce. No respiro, ni como, ni puedo beber. Así que no, no estoy viva. Pero tampoco estoy muerta, si a eso vamos. Sencillamente, existo.

Celaena se quedó mirando la pequeña aldaba. No era más grande que su puño.

—Deberías disculparte —le dijo la calavera—. No tienes ni idea de lo ruidosa y cansina que fuiste hace unos meses, siempre corriendo de acá para allá, matando monstruos. He tenido que guardar silencio hasta estar segura de que habías presenciado suficientes prodigios como para aceptar mi existencia. Aunque, por lo que parece, tampoco esta vez voy a tener suerte.

Con manos temblorosas, Celaena enfundó la daga y dejó la vela en el suelo.

—Me alegro mucho que por fin te hayas dignado a dirigirme la palabra.

La calavera de bronce cerró los ojos. También tenía párpados. ¿Cómo era posible que no se hubiera fijado antes?

—¿Y por qué iba a hablar con alguien que ni siquiera tiene el detalle de saludarme o, como mínimo, de llamar a la puerta?

Celaena respiró profundamente para tranquilizarse. Acto seguido, examinó la puerta. Los sillares del umbral aún conservaban las marcas de los arañazos del ridderak.

—¿Está ella ahí dentro?

—¿Quién es ella? —preguntó la impertinente calavera.

—Elena. La reina.

—Pues claro que está. Lleva aquí mil años.

Celaena habría jurado que los ojos de la calavera brillaban de risa.

—No te burles de mí o te arrancaré de esa puerta y te fundiré.

—Ni siquiera el hombre más fuerte del mundo podría arrancarme. El rey Brannon en persona me puso aquí para que vigilara el sepulcro de la reina.

—¿Tan vieja eres?

La aldaba resopló.

—Qué falta de delicadeza por tu parte referirte a mi edad para insultarme.

Celaena se cruzó de brazos. Tonterías. La magia siempre conducía a ese tipo de bobadas.

—¿Cómo te llamas?

—¿Cómo te llamas tú?

—Celaena Sardothien —recitó ella mecánicamente.

La calavera lanzó una carcajada.

—¡Ay, pero qué divertido! ¡Es lo más gracioso que he oído desde hace siglos!

—Cállate.

—Yo me llamo Mort, por si te interesa.

Celaena recogió la vela.

—¿Todas nuestras conversaciones van a ser tan agradables? —la asesina acercó la mano al pomo.

—¿Ni siquiera vas a llamar, después de todo lo que te he dicho? Verdaderamente, careces de modales.

Celaena tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no atizarle un mamporro cuando llamó tres veces, con bastante fuerza, a la hoja de madera.

Mientras la puerta se abría en silencio, Mort esbozó una sonrisa socarrona.

—Celaena Sardothien —murmuró la aldaba para sí, y volvió a estallar en carcajadas. La asesina gruñó y cerró la puerta de una patada.

Un fulgor fantasmal iluminaba a duras penas el sepulcro. Celaena se acercó al orificio por el que se colaba la escasa luz, un haz de color plata que se filtraba por el techo. La tumba solía estar más iluminada, pero el eclipse proyectaba ya sus sombras en el interior.

Celaena se detuvo a poca distancia del umbral, dejó la vela en el suelo y se quedó mirando… el vacío.

Elena no estaba allí.

—¿Hola?

Mort se rio entre dientes al otro lado de la puerta.

Celaena puso los ojos en blanco y abrió la puerta de par en par. ¿A quién se le ocurría pensar que iba a encontrar a Elena cuando más la necesitaba? Tendría que conformarse con alguien como Mort. Claro. Cómo no.

—¿No va a venir? —preguntó la asesina.

—No —repuso Mort con tranquilidad, como si las respuesta fuera obvia—. Toda esa ayuda que te prestó hace unos meses estuvo a punto de acabar con ella.

—¿Cómo? ¿Entonces se ha… ido?

—Por el momento. Hasta que recupere fuerzas.

Celaena se cruzó de brazos y exhaló un largo suspiro. La cámara no parecía haber cambiado desde la última vez que estuvo allí. Dos sarcófagos de piedra yacían en el centro, uno tallado con los rasgos de Gavin, marido de Elena y primer rey de Adarlan, el otro con los de la propia reina, ambos dotados de una extraña vitalidad. La melena plateada de Elena parecía derramarse por el costado del ataúd, interrumpida tan solo por la corona de su cabeza y por las orejas algo puntiagudas que delataban sus orígenes, medio humanos y medio mágicos. Celaena reparó en las palabras grabadas a sus pies: «¡Ay! ¡La grieta del tiempo!».

El mismo Brannon, el padre inmortal de Elena —y primer rey de Terrasen— había tallado aquellas palabras.

En realidad, todo el sepulcro era extraño. Estrellas grabadas en bajorrelieve tachonaban el suelo mientras que árboles y flores decoraban el techo abovedado. Las paredes estaban repletas de marcas del Wyrd, los símbolos ancestrales que proporcionaban acceso a un poder más antiguo que el tiempo; un poder que Nehemia y su familia habían mantenido en secreto hasta que Cain, de algún modo, lo había descubierto. Si el rey llegaba a descubrir aquel poder, si se enteraba de que servía para invocar criaturas como la que Cain había llamado, desataría un mal infinito sobre Erilea. Y sus planes se tornarían aún más letales.

—Pero Elena me dijo que estabas destinada a volver —dijo Mort—. Me dio un mensaje para ti.

Celaena tuvo la sensación de hallarse ante una enorme ola que crecía y crecía, a punto de romper contra la orilla. Pero podía esperar —el mensaje podía esperar, la inminente carga podía esperar— a que disfrutase de un último momento de libertad. Se acercó al fondo del sepulcro, donde se amontonaban joyas, oro y cofres rebosantes de tesoros. Vio también una armadura y la famosa Damaris, la legendaria espada de Gavin. La empuñadura era de oro blanco, salpicada de pequeños adornos en todas partes salvo en el pomo, forjado con forma de ojo. Ninguna joya decoraba la órbita, solo era un anillo de oro. Decía la leyenda que cuando Gavin empuñaba a Damaris, solo veía la verdad, y que por eso lo habían coronado rey. O alguna tontería por el estilo.

La vaina de Damaris exhibía también unas cuantas marcas del Wyrd. Por lo visto, todo guardaba relación con aquellos malditos símbolos. Frunciendo el ceño, Celaena examinó la armadura del rey. Aún conservaba arañazos y abolladuras en la pechera dorada. Muescas de antiguas batallas, sin duda; tal vez del enfrentamiento con Erawan, el caballero oscuro que había liderado un ejército de muertos y demonios contra el continente cuando los reinos eran poco más que territorios en guerra.

Elena se había definido a sí misma como una guerrera. Sin embargo, la armadura de la mujer no estaba allí. ¿Dónde la habrían dejado? Seguramente yacía olvidada en algún castillo del reino.

Olvidada. Igual que la valiente princesa guerrera, que según las leyendas no era más que una damisela encerrada en la torre de la que Gavin la había rescatado.

—Esto no ha terminado, ¿verdad? —preguntó finalmente Celaena a Mort.

—No —respondió la calavera, más lacónica que de costumbre.

Justo lo que la asesina se temía desde hacía semanas, meses quizá.

La luz de la luna menguaba en el sepulcro. El eclipse pronto se completaría y las tinieblas se apoderarían del recinto, salvo por el resplandor de la vela.

—Oigamos el mensaje —suspiró Celaena.

Mort carraspeó. Cuando habló, la asesina advirtió sobrecogida que lo hacía con un timbre de voz parecido al de la reina.

—Si pudiera dejarte en paz, lo haría. Pero siempre has sido consciente de que ciertas cargas pesan sobre tus hombros. Tanto si te gusta como si no, estás ligada al destino de este mundo. Como campeona del rey, ahora ocupas una posición de poder y puedes ayudar a muchas personas.

A Celaena se le encogió el estómago.

—Cain y el ridderak no fueron sino la avanzadilla de las fuerzas que amenazan Erilea —dijo Mort. Sus palabras resonaban en el sepulcro—. Existe un poder mucho más letal decidido a destruir el mundo.

—Y supongo que yo tendré que desenmascararlo.

—Sí. Encontrarás señales que te conducirán a él. Pistas que debes seguir. Tu negativa a matar a los enemigos del rey solo es el primer paso y también el más sencillo.

Celaena miró hacia arriba, como si pudiera vislumbrar a través de las vigas del techo la biblioteca construida muchísimo más arriba.

—Esta noche he visto a alguien en un pasillo del castillo. He visto algo. El amuleto se ha iluminado.

—¿Era humano? —preguntó Mort, intrigado a su pesar.

—No lo sé —reconoció Celaena—. No lo parecía —cerró los ojos y respiró para tranquilizarse. Llevaba meses esperando aquello—. Todo guarda relación con el rey, ¿verdad? Todos esos horrores. Incluso la petición de Elena… pretende que averigüe qué poderes posee, qué amenaza representa.

—Ya conoces la respuesta a esa pregunta.

El corazón de Celaena latía desbocado; de miedo, de rabia quizá. No estaba segura.

—Si tan poderosa es Elena, si tanto sabe, ¿por qué no averigua ella misma el origen del poder del rey?

—Ese es tu destino y tu responsabilidad.

—El destino no existe —musitó la asesina entre dientes.

—Y lo dice la chica que consiguió vencer al ridderak porque alguna fuerza desconocida la impulsó a bajar aquí, a Samhuinn, en busca de la espada Damaris. La misma chica que la encontró.

Celaena dio un paso hacia la puerta.

—Lo dice la chica que pasó un año en Endovier. Lo dice la chica que sabe que a los dioses les importan tanto nuestras vidas como a nosotros la de un insecto aplastado —fulminó con la mirada la brillante faz de Mort—. Bien pensado, no sé por qué tendría que molestarme en ayudar a Erilea, cuando los propios dioses no mueven un dedo por nosotros.

—No lo dices en serio —replicó Mort.

Celaena aferró la empuñadura de su daga.

—Ya lo creo que sí. Dile a Elena que se busque a otra necia para encargarle sus recados.

—Debes descubrir de dónde procede el poder del rey y cuáles son sus planes… antes de que sea demasiado tarde.

Celaena resopló.

—¿Acaso no lo entiendes? Ya es demasiado tarde. Vamos con varios años de retraso. ¿Dónde estaba Elena hace diez años, cuando contábamos con todo un ejército de héroes dispuestos a luchar? ¿Dónde estaban ella cuando el mundo realmente necesitaba sus absurdas pesquisas, cuando los héroes de Terrasen fueron diezmados, capturados y ejecutados por los ejércitos de Adarlan? ¿Dónde estaba cuando los reinos cayeron, uno tras otro, a manos del rey? —le ardían los ojos, pero empujó el dolor al rincón oscuro de su alma al que lo había confinado—. El mundo ya está arruinado. No pienso aceptar encargos absurdos.

Mort entornó los ojos. En el interior de la tumba, la luz se había extinguido; la sombra ocultaba la luna casi por completo.

—Lamento todas las pérdidas que has sufrido —dijo la calavera con una voz que no le pertenecía—. Y lamento que tus padres murieran aquella aciaga noche. Fue…

—No te atrevas a hablar de mis padres —interrumpió Celaena, apuntando a Mort con el dedo—. Me importa un comino que hables por arte de magia, que seas el lacayo de Elena o un mero producto de mi imaginación. Si vuelves a mencionar a mis padres, haré pedazos esa puerta. ¿Me has entendido?

Mort arrugó las facciones.

—¿Tan egoísta eres? ¿Tan cobarde? ¿Por qué has bajado aquí esta noche, Celaena? ¿Para ayudarnos a todos? ¿O solo para ayudarte a ti misma? Elena me habló de ti… de tu pasado.

—Cierra esa maldita boca —replicó Celaena, y se dirigió a las escaleras como un vendaval.