Capítulo 5

En un tejado de la zona más elegante y respetable de Rifthold, agazapada contra una chimenea, Celaena entrecerró los ojos para protegerlos del viento racheado que soplaba desde el Avery. Comprobó su reloj de bolsillo por tercera vez. Las dos citas previas de Archer Finn habían durado una hora cada una. Sin embargo, el cortesano llevaba ya casi dos en la casa del otro lado de la calle.

La mansión que estaba vigilando, una bonita vivienda de tejado verde, carecía de interés, y Celaena no había averiguado nada acerca de las personas que la habitaban aparte del nombre de la clienta: una tal Lady Balanchine. Había recurrido al mismo truco que en las dos casas anteriores para conseguir algo de información: hacerse pasar por una mensajera que llevaba un paquete para el señor fulanito de tal. Y cuando el mayordomo o el ama de llaves le decían que allí no vivía nadie con ese nombre, fingía un gran bochorno antes de preguntar a quién pertenecía la mansión en realidad. Después de charlar un poco con el criado en cuestión, se marchaba.

Celaena cambió de postura y giró el cuello. Empezaba a anochecer y la temperatura descendía por momentos.

A menos que entrara en las casas, no conseguiría enterarse de gran cosa. Y ante la posibilidad de encontrar a Archer haciendo lo que le pagaban por hacer, no tenía ninguna prisa en entrar. Prefería averiguar adónde iba, con quién se reunía, y luego ya decidiría el siguiente paso.

Llevaba tanto tiempo sin acechar a nadie allí en Rifthold, tanto tiempo sin acuclillarse en los tejados de color verde esmeralda para averiguar cuanto pudiera sobre su presa… Cuando el rey la enviaba a Bellhaven o a la finca de algún señor, la sensación era distinta. Allí, en Rifthold, se sentía como…

Se sentía como si nunca se hubiera marchado. Como si al mirar por encima del hombro fuera a ver a Sam Cortland acuclillado junto a ella. Como si al finalizar el día no tuviera que volver al castillo de cristal sino a la fortaleza de los asesinos, situada al otro extremo de la ciudad.

Celaena suspiró y se metió las manos bajo las axilas para conservar el calor y la movilidad de los dedos.

Había transcurrido más de un año y medio desde la noche en que perdiera la libertad; un año y medio de la muerte de Sam. Y las respuestas a todos los enigmas de aquel día se ocultaban allí, en alguna parte de la ciudad. Si se atrevía a mirar, las encontraría. Y sabía que el hallazgo volvería a destruirla.

La puerta de la casa de enfrente se abrió por fin y Archer bajó las escaleras, contoneándose. Celaena a duras penas logró atisbar el cabello dorado del hombre y su exquisita indumentaria antes de que desapareciera en el interior del carruaje que lo aguardaba.

Gimiendo, Celaena se irguió y se dispuso a bajar del tejado. Descendiendo con cuidado algunos tramos y saltando otros, llegó a las calles adoquinadas en un suspiro.

Oculta entre las sombras, siguió el carruaje de Archer a través la ciudad. El abundante tráfico lo obligaba a avanzar despacio. Ciertamente, no tenía prisa en averiguar la verdad sobre la muerte de Sam y todo lo relacionado con su propia captura. Sin embargo, aunque estaba convencida de que el rey se equivocaba respecto a Archer, una parte de ella se preguntaba si la verdad que se ocultaba tras aquella historia del movimiento rebelde y los planes del rey no acabaría por destruirla también.

Y no solo a ella, sino todo aquello que había llegado a amar.

Deleitándose en el calor del fuego, Celaena recostó la cabeza contra el respaldo de la otomana y apoyó las piernas en el mullido reposabrazos. El texto del pergamino que estaba leyendo se tornaba borroso a sus ojos. No era de extrañar; pasaban ya de las once y se había levantado al alba.

Las llamas arrancaban destellos a la pluma de cristal de Chaol. Tendido a los pies de Celaena, sobre una gastada alfombra roja, examinaba documentos, los firmaba y tomaba notas. Resoplando por la nariz, Celaena dejó caer las manos.

A diferencia de la asesina, que ocupaba toda un suite, Chaol solo disponía de una amplia habitación que albergaba una mesa junto a la única ventana y una vieja otomana delante de la chimenea. Unos cuantos tapices decoraban las paredes de piedra gris y un enorme armario de roble se erguía en un rincón. La alcoba incluía también una cama con dosel cubierta por una deslucida colcha roja. La alcoba contaba con su propia cámara de baño, no tan grande como la de Celaena, pero lo bastante espaciosa como para incluir bañera y letrina. Chaol tenía una sola estantería, llena de libros bien colocados. Conociéndolo, era de suponer que estuvieran ordenados por orden alfabético. Y seguro que contenía solo los volúmenes favoritos de Chaol, a diferencia de la estantería de Celaena, que guardaba todos los libros que caían en sus manos, tanto si le gustaban como si no. Pese a aquella estantería propia de un maniático del orden, a ella le gustaba estar allí; el lugar le resultaba acogedor.

Hacía pocas semanas que había empezado a acudir allí, desde que los pensamientos sobre Elena, Cain y los pasadizos secretos le impedían sentirse a gusto en su propia habitación. Y aunque Chaol se quejaba de que estaba invadiendo su intimidad, nunca le había pedido que se marchara ni había protestado por las frecuentes visitas de Celaena a horas intempestivas.

El roce de la pluma contra el pergamino se interrumpió.

—Recuérdame otra vez en qué estás trabajando.

Celaena se incorporó y agitó el papel ante sí.

—Solo estoy reuniendo información sobre Archer. Clientes, lugares más frecuentados, horario habitual…

Los ojos dorados de Chaol parecían líquidos a la luz del fuego.

—¿Y por qué te tomas tantas molestias si podrías dispararle y acabar de una vez? Dijiste que estaba muy protegido, pero, de momento, no parece que nadie se haya fijado en ti.

Celaena frunció el ceño. Chaol era demasiado listo… para su propio bien.

—Porque si es verdad que hay un grupo de gente conspirando contra el rey, debería reunir la máxima cantidad de información posible antes de matar a Archer. Si lo espío, podría descubrir a más conspiradores o, como mínimo, alguna pista al respecto.

No mentía. De hecho, aquel mismo día Celaena había seguido el lujoso carruaje del cortesano por las calles de la capital con ese propósito.

Sin embargo, a lo largo de las horas que había dedicado a espiarlo, el hombre se había limitado a acudir a unas cuantas citas y luego había vuelto a su casa como si nada.

—Ya —dijo Chaol—. Y ahora estás… ¿memorizando esa información?

—Si estáis insinuando que no tengo motivos para estar aquí y que debería irme, hablad claro.

—Solo intento averiguar qué puede ser tan aburrido como para que lleves diez minutos durmiendo.

Celaena se incorporó sobre los codos.

—¡No es verdad!

Chaol enarcó las cejas.

—Te he oído roncar.

—Sois un mentiroso, Chaol Westfall —le tiró el pergamino y volvió a dejarse caer en la otomana—. Solo he cerrado los ojos un momento.

El capitán Westfall negó con la cabeza y devolvió la atención a su trabajo.

Celaena se sonrojó.

—No he roncado, ¿verdad? ¿O sí?

Chaol respondió muy serio:

—Como un oso.

Ella dio un puñetazo al almohadón de la otomana y el capitán sonrió. Resoplando, Celaena dejó caer el brazo y se puso a estirar las hebras de la vieja alfombra. Clavó la mirada en el techo de piedra.

—Contadme por qué odiais a Roland.

Chaol alzó la vista.

—Yo no he dicho que le odie.

Ella guardó silencio.

El capitán suspiró.

—Es fácil de deducir, ¿no?

—¿Pero hubo algún incidente que…?

—Ha habido montones de incidentes, y no me apetece hablar de ninguno de ellos.

Celaena retiró las piernas del reposabrazos y se sentó.

—Ya veo que estáis de mal humor.

La asesina alcanzó otro de los documentos que había llevado consigo, un mapa de la ciudad en el que había ubicado a los clientes de Archer. La mayoría vivía en los barrios altos, donde habitaba casi toda la élite de Rifthold. La casa del propio Archer se hallaba en aquel vecindario, en una calle secundaria respetable y tranquila. Celaena empezó a dibujarla con la uña sobre el mapa, pero se detuvo al reparar en una calle situada a pocas manzanas de allí.

Conocía aquella calle. Y también la casa que se alzaba en la esquina. Cada vez que acudía a Rifthold, se guardaba mucho de acercarse a ella. Aquel día no había sido una excepción. Incluso se había desviado un par de manzanas para no pasar por delante.

Sin atreverse a mirar a Chaol, preguntó:

—¿Sabéis quién es Rourke Farran?

La mera mención de aquel nombre avivaba el dolor y la rabia que llevaba mucho tiempo reprimiendo, pero consiguió pronunciarlo de todos modos. Porque, aunque no quisiera conocer toda la verdad… sí deseaba atar algunos cabos sobre las circunstancias de su captura. Aún necesitaba saberlo, incluso después de tanto tiempo.

Notó que Chaol le prestaba atención.

—¿El señor del crimen?

Celaena asintió sin despegar los ojos de aquella calle en la que tantas cosas se habían ido a pique.

—¿Alguna vez habéis tenido tratos con él?

—No —repuso Chaol—. Pero es que… Farran ha muerto.

Celaena dejó caer el mapa.

—¿Farran ha muerto?

—Hace nueve meses. Farran y sus tres hombres de confianza fueron asesinados por un tal… —Chaol se mordió el labio, como si intentara recordar un nombre—: Wesley. Un hombre llamado Wesley los liquidó a todos —Chaol ladeó la cabeza—. Era el guardia personal de Arobynn Hamel —Celaena casi no podía respirar—. ¿Lo conocías?

—Pensaba que sí —replicó ella con voz queda.

Durante los años que había pasado con Arobynn, había considerado a Wesley una presencia silenciosa y letal. Creía que el hombre no la tragaba, y siempre le había dejado muy claro que si alguna vez representaba una amenaza para su amo, la mataría. Sin embargo, la noche que Celaena fue traicionada y capturada, Wesley había intentado detenerla. En aquel entonces, ella había dado por supuesto que Arobynn había ordenado a Wesley que la encerrara en sus aposentos para que no pudiera vengarse de Farran por la muerte de Sam, pero…

—¿Qué le pasó a Wesley? —preguntó—. ¿Lo capturaron los hombres de Farran?

Mirando la alfombra, Chaol se atusó el cabello.

—No. Encontramos a Wesley un día después; cortesía de Arobynn Hamel.

Celaena palideció, pero preguntó de todos modos:

—¿Cómo lo hizo?

Chaol la observó con recelo.

—Empalaron el cuerpo de Wesley en la verja de la casa de Rourke. Había… sangre suficiente como para pensar que seguía con vida cuando lo hicieron. Nunca confesaron nada, pero dedujimos que ordenaron a los criados de la mansión que lo dejaran allí hasta que muriera.

»En su día, lo interpretamos como una estrategia para poner fin a la guerra de sangre; así, castigando a Wesley, Arobynn y sus asesinos se aseguraban de que el próximo señor del crimen no los considerara enemigos.

Celaena bajó la vista al suelo. La noche que había escapado de la fortaleza de los asesinos para dar caza a Farran, Wesley había intentado detenerla. Había tratado de decirle que se dirigía a una trampa.

Cortó aquel hilo de pensamientos antes de llegar a ninguna conclusión. Tendría que examinar la información en algún otro momento, cuando estuviera sola y no tuviera que preocuparse por Archer y esas bobadas del movimiento rebelde. Cuando estuviera lista para entender por qué Arobynn Hamel la había traicionado… y qué iba a hacer al respecto. Cuánto lo haría sufrir… y cómo lo desangraría para hacerle pagar por ello.

Tras un momento de silencio, Chaol comentó:

—Sin embargo, nunca supimos por qué Wesley liquidó a Farran. Al fin y al cabo, solo era un guardia personal. ¿Qué podía tener contra el señor del crimen?

A Celaena se le saltaban las lágrimas. Miró por la ventana el cielo nocturno bañado de luz de luna.

—Fue un acto de venganza —la asesina aún podía ver el cadáver de Sam retorcido, tendido sobre la mesa de aquella cámara subterránea, en la fortaleza de los asesinos; todavía veía a Farran acuclillado ante ella, palpándole el cuerpo paralizado. Tragó saliva para deshacer el nudo que la atragantaba—. Farran capturó, torturó y luego asesinó a uno de mis… a uno de mis… compañeros. Al día siguiente, intenté devolverle el favor. Pero no tuve suerte.

—¿Fue entonces cuando te capturaron? —preguntó Chaol—. Pensaba que no sabías quién te había traicionado.

—Y no lo sé. Alguien nos contrató a mi compañero y a mí para matar al señor del crimen, pero solo era una trampa y Farran era el cebo.

Silencio. Y luego…

—¿Cómo se llamaba?

Celaena apretó los labios, tratando de ahuyentar la última imagen que conservaba de él, su cuerpo despedazado sobre una mesa.

—Sam —dijo—. Se llamaba Sam —tomó aire con dificultad—. Ni siquiera sé dónde lo enterraron. Ni tampoco a quién preguntarle.

Chaol guardó silencio. Celaena no entendía por qué se molestaba en seguir hablando, pero las palabras surgieron solas de sus labios.

—Le fallé —prosiguió—. Le fallé en todos y cada uno de los sentidos. Le fallé.

Otro silencio y luego un suspiro.

—No en todos los sentidos —repuso Chaol—. Apuesto a que él quería que tú sobrevivieses. Sin duda. Así que no le fallaste, no en ese aspecto.

Celaena asintió, desviando la vista. No quería que sus ojos la traicionaran.

Al cabo de un momento, el capitán siguió hablando.

—Se llamaba Lithaen. Hace tres años, trabajaba para una de las damas de la corte. De algún modo Roland se enteró y pensó que sería muy divertido que los encontrara juntos en la cama. Ya sé que no se puede comparar al infierno que tú viviste…

Celaena ni siquiera sabía que Chaol se hubiera enamorado alguna vez, pero…

—¿Por qué accedió ella?

Él se encogió de hombros, aunque la tristeza del recuerdo aún empañaba su semblante.

—Porque Roland es un Havilliard y yo solo soy capitán de la guardia. La convenció incluso para que se marchara a Meah con él. Nunca he sabido qué fue de ella.

—La amabais.

—Eso creía. Y pensé que ella me amaba —negó con la cabeza, como si se reprendiese a sí mismo en silencio—. ¿Sam te amaba?

Sí. Más de lo que nadie la había amado nunca. La amaba tanto como para arriesgarlo todo, como para renunciar a todo. La amaba tanto que todavía ahora notaba los ecos de su amor.

—Mucho —musitó.

El reloj dio las once y media, y Chaol sacudió la cabeza como para ahuyentar la tensión.

—Estoy agotado.

Celaena se levantó, perpleja de que hubieran acabado hablando de personas tan importantes para ellos.

—Me marcho.

El capitán se puso en pie también. Le brillaban los ojos.

—Te acompañaré a tus aposentos.

La asesina levantó la barbilla.

—Pensaba que ya no necesitaba escolta para ir de un lado a otro.

—Claro que no —repuso él, acompañándola a la puerta—, pero los amigos hacen ese tipo de cosas.

—¿Acompañáis a Dorian de vuelta a su habitación? —Celaena lo miró con descaro antes de cruzar muy decidida la puerta que Chaol mantenía abierta para ella—. ¿O es un privilegio que reserváis para las damas?

—Si fuera amigo de alguna dama, sin duda extendería la oferta. Sin embargo, no estoy seguro de que se te pueda considerar una dama.

—Qué gentil. No me extraña que esas chicas busquen excusas para cruzarse con vos en el jardín por las mañanas.

Chaol resopló, y enseguida echaron a andar en silencio por los tranquilos pasillos del adormecido castillo hasta llegar a los aposentos de Celaena, que estaban en la otra punta. El camino era largo y por lo general frío, ya que las ventanas que flanqueaban los pasillos no bastaban para mantener a raya el frío invernal.

Cuando llegaron a su destino, Chaol le deseo buenas noches y empezó a alejarse. Celaena se volvió a mirarlo mientras asía el picaporte de latón.

—Por si os sirve de algo, Chaol… —empezó a decir. El capitán se giró, con las manos hundidas en los bolsillos—: Si eligió a Roland en vez de a vos, es la necia más grande que ha existido jamás en la faz de la tierra.

Él la miró unos instantes antes de responder en voz baja:

—Gracias.

Luego se alejó hacia su habitación.

Celaena lo contempló mientras se alejaba. Observó los poderosos músculos de su espalda, el movimiento visible a través de la librea oscura, y de repente se sintió agradecida de que Lithaen hubiera abandonado el castillo hacía tanto tiempo.

Los desacompasados tañidos del maltrecho reloj del jardín resonaron por los oscuros y silenciosos pasillos cuando la media noche cayó sobre el castillo. Aunque Chaol la había dejado en la puerta, Celaena no pasó ni cinco minutos paseando por sus aposentos antes de ponerse en marcha otra vez, ahora en dirección a la biblioteca. Tenía montones de libros por leer en su habitación, pero no le apetecía empezar ninguno. Necesitaba estar ocupada. Hacer algo que le impidiese pensar en la conversación que había mantenido con Chaol y en los recuerdos que había desenterrado aquella noche.

Le dedicó una mirada ceñuda a los fuertes vientos que azotaban la nieve al otro lado de las inútiles ventanas y se ciñó la capa. Esperaba que las chimeneas de la biblioteca siguieran encendidas. De no ser así, elegiría un libro que sí le interesara, volvería corriendo a su habitación y se acurrucaría con Ligera en su cálido lecho.

Celaena dobló una esquina y se internó en el corredor acristalado que se prolongaba más allá de las grandes puertas de la biblioteca. De repente, se quedó paralizada.

En una noche tan fría como aquella, no era de extrañar que alguien anduviese de acá para allá envuelto en una capa negra y con la capucha echada. Sin embargo, los extraños movimientos de la figura que estaba plantada a las puertas de la biblioteca dispararon sus alertas hasta tal punto que no pudo dar un paso más.

El otro se volvió a mirarla y se detuvo también.

Al otro lado de las ventanas, la nieve se arremolinaba contra el cristal.

Solo es una persona, se dijo Celaena mientras la figura se giraba completamente hacia ella. Una persona que llevaba una capa más oscura que la noche y una capucha que le ocultaba los rasgos por completo.

La criatura la olisqueó con un sonido que no parecía humano.

Celaena no se atrevió moverse.

La figura volvió a husmear y dio un paso hacia ella. Esos movimientos, como de humo y sombra…

Un calorcillo le latió en el pecho, un pulso azulado y resplandeciente.

El Ojo de Elena se había iluminado.

El desconocido se detuvo y Celaena dejó de respirar.

El ser siseó antes de retroceder para refugiarse en las sombras de la biblioteca. La pequeña piedra azul del amuleto brillaba ahora con más intensidad y la asesina parpadeó, deslumbrada.

Cuando abrió los ojos, el amuleto se había apagado y el encapuchado había desaparecido.

Sin dejar rastro, ni siquiera un eco de pasos.

Celaena no entró en la biblioteca. Oh, no. Caminó rápidamente hacia sus aposentos con la mayor dignidad posible. Aunque no paraba de decirse que había sido un desvarío, que la falta de sueño le había provocado alucinaciones, no dejaba de oír aquella maldita palabra una y otra vez.

Planes.