Chaol Westfall corría por el parque natural del castillo al mismo ritmo que Celaena. El aire gélido de la mañana le perforaba los pulmones como fragmentos de cristal. Podía ver su propio aliento, nubes de vaho que flotaban ante sí. Se habían abrigado lo más posible sin añadir demasiado peso —con jubones y guantes, básicamente—, pero, a pesar del sudor, que le empapaba el cuerpo, Chaol estaba helado.
Sabía que Celaena también se moría de frío. La punta de su nariz había enrojecido, tenía las mejillas encendidas y las orejas congestionadas. Al sentirse observada, Celaena le dirigió una sonrisa. Los ojos de la joven, de un turquesa abrumador, brillaban radiantes.
—¿Cansado? —se burló Celaena—. Ya sabía yo que si os dejaba solo no entrenaríais ni un solo día.
Chaol se rio entre dientes.
—Eres tú la que lleva varios días sin entrenar. Es la segunda vez que me veo obligado a reducir el paso para no dejarte atrás.
Menudo cuento. Celaena le llevaba el paso con facilidad, grácil como un ciervo que brincaba por el bosque. En ocasiones, Chaol tenía que hacer esfuerzos para no mirarla embobado, para no admirar sus movimientos.
—De eso nada —replicó Celaena, y apretó el paso.
Chaol aumentó el ritmo a su vez para no quedar atrás. Los criados habían despejado un camino entre la nieve que cubría los terrenos del castillo, pero la tierra seguía helada y resbaladiza.
Chaol se había dado cuenta de que cada vez le fastidiaba más separarse de Celaena. Odiaba verla partir a cumplir sus malditas misiones y perder el contacto con ella durante varios días o semanas enteras. No sabía cómo o cuándo había sucedido, pero en algún momento empezó a preocuparle la posibilidad de que la asesina no volviera. Y, después de todo lo que habían vivido juntos…
El capitán había matado a Cain en el transcurso del duelo. Lo había asesinado para salvar a Celaena. Una parte de sí mismo se alegraba de ello y volvería a hacerlo con los ojos cerrados. Sin embargo, la otra parte aún despertaba en mitad de la noche bañada en un sudor helado tan pegajoso como la sangre de Cain.
Celaena le echó un rápido vistazo.
—¿Qué os sucede?
Chaol ahogó el sentimiento de culpa.
—No apartes los ojos del camino o resbalarás.
Por una vez, Celaena obedeció.
—¿No queréis hablar de ello?
Sí. No. Si alguien podía entender el sentimiento de culpa y la rabia que bregaban en su interior cuando pensaba en Cain, era ella.
—¿Piensas muy a menudo —preguntó Chaol entre jadeo y jadeo— en las personas que has asesinado?
Celaena lo miró de reojo y redujo el paso. A Chaol no le apetecía parar y quiso seguir corriendo, pero ella lo agarró por el codo y lo obligó a detenerse. Parecía molesta.
—Si vais a enjuiciarme antes del desayuno, os advierto que no es buena idea.
—No —resolló él—. No… No pretendía… —intentó respirar con normalidad—. No te estaba enjuiciando.
Si pudiera recuperar el maldito aliento, se explicaría.
Celaena lo miraba con una expresión tan gélida como el parque que la rodeaba, pero de repente ladeó la cabeza.
—¿Estáis pensando en Cain?
La mandíbula del capitán se crispó con la sola mención del nombre, pero consiguió asentir pese a todo.
El hielo se derritió en los ojos de Celaena. Chaol odiaba su compasión, su empatía.
Él era capitán de la guardia; formaba parte de sus competencias matar a alguien en un momento dado. Había presenciado y realizado cosas terribles en nombre del rey; había participado en combates, había herido a muchos hombres en batalla. De modo que no le correspondía albergar esos sentimientos y, por encima de todo, no debería compartirlos con ella. Había un límite en alguna parte que separaba al capitán de la guardia de la asesina del rey, pero Chaol era consciente de que últimamente lo estaba traspasando.
—Jamás olvidaré a las personas que he asesinado —declaró Celaena. Su aliento se ensortijó entre ambos—. Ni siquiera a aquellas que maté en defensa propia. Sigo viendo sus rostros, sigo recordando el golpe de gracia que les arrebató la vida —miró los árboles pelados—. De vez en cuando, tengo la sensación de que fue otra quien lo hizo. Y, en casi todos los casos, me alegro de haber ejecutado a esos individuos. Pero da igual el motivo, porque siempre, todas y cada una de las veces, las muertes te arrebatan una parte de ti misma. Así que no creo que las olvide nunca.
Celaena lo miró a los ojos y él asintió.
—Pero Chaol —siguió diciendo ella a la vez que aumentaba la presión en su brazo; hasta ese momento, el capitán no había sido consciente del contacto—, matar a Cain no fue un asesinato a sangre fría —Chaol intentó apartarse de ella, pero Celaena no le dejó—. Lo que hicisteis no fue en absoluto deshonroso, y no lo digo solo porque me salvarais la vida —guardó un largo silencio—. Nunca olvidaréis que matasteis a Cain —concluyó, y cuando los ojos de ambos se encontraron, el corazón de Chaol latió desbocado—. Pero yo jamás olvidaré que me salvasteis.
La necesidad de rendirse al consuelo de Celaena le resultaba insoportable. Chaol se obligó a retroceder, a alejarse del contacto de su mano. Finalmente, forzó un asentimiento.
Una barrera los separaba. El rey no concedía mayor importancia al hecho de que fueran amigos, pero cruzar esa frontera sería letal para ambos. Si lo hacían, el rey se cuestionaría la lealtad de su capitán, la posición de Chaol, todo.
Y si alguna vez tenía que elegir entre el rey y Celaena… Rogaba al Wyrd para no encontrarse nunca en esa tesitura. Lo más sensato era abstenerse de cruzar la frontera. Y también lo más honorable, puesto que Dorian… Había visto cómo la miraba el príncipe, aun ahora. No podía traicionar a su amigo.
—Bien —repuso Chaol con fingida alegría—. Supongo que siempre es bueno que la asesina de Adarlan te deba la vida.
Celaena le hizo una reverencia.
—A su servicio.
Chaol esbozó otra sonrisa, esta vez genuina.
—Venga, capitán —dijo Celaena, reanudando la marcha a un trote ligero—. Tengo hambre y no me apetece nada helarme el culo aquí fuera.
Él soltó una carcajada y ambos siguieron corriendo por el parque.
Concluido el entrenamiento, a Celaena le flaqueaban las piernas, y le ardían tanto los pulmones como consecuencia del frío y el esfuerzo que temió que le estallaran. Cambiaron el trote por un paso rápido para dirigirse al cálido interior del palacio; y al soberbio desayuno que Celaena pensaba zamparse antes de ir de compras.
Recorrieron los jardines del castillo por los recodos del camino de grava que discurría entre los enormes setos. Celaena se cruzó de brazos y se protegió las manos bajo las axilas. Aun con guantes, tenía los dedos entumecidos. Y le dolían las orejas. Quizá debería protegerse la cabeza con un pañuelo, por más que Chaol se burlara al verla.
Miró de reojo a su compañero, que se había quitado de encima unas cuantas prendas. La camisa empapada de sudor se le pegaba al cuerpo. Rodearon un seto y Celaena puso los ojos en blanco cuando vio lo que les aguardaba más adelante.
Cada mañana, más y más jóvenes damas buscaban excusas para pasear por los jardines justo después del alba. Al principio, eran solo unas cuantas las que interrumpían el paseo para echar un vistazo al sudoroso Chaol. Celaena casi creía ver los ojos desorbitados y la baba que les caía por la barbilla.
Al día siguiente, habían vuelto a acudir las mismas damas, ataviadas con vestidos aún más bonitos. Y al otro, aparecieron más jovencitas. Y luego muchas más. En aquellos momentos, patrullas de muchachas que aguardaban el paso de Chaol interceptaban cualquier ruta directa al edificio del castillo.
—Oh, por favor —suspiró Celaena cuando dos mujeres alzaron la vista de sus manguitos para obsequiar al capitán con una caída de ojos. Sin duda se habían despertado al alba para ponerse de punta en blanco.
—¿Qué pasa? —preguntó Chaol, enarcando las cejas.
¿De verdad no advertía el revuelo que provocaba? ¿O estaba disimulando?
—Los jardines están muy concurridos para ser una mañana de invierno —repuso ella con cautela.
Chaol se encogió de hombros.
—Hay gente que no soporta pasar mucho tiempo encerrada en casa.
O sencillamente no se quieren perder el espectáculo.
Celaena se limitó a asentir.
—Ya.
Y cerró la boca. ¿Por qué decir en voz alta algo tan evidente? Además, algunas de aquellas damas eran guapísimas.
—¿Tienes pensado desplazarte hoy a Rifthold para espiar a Archer? —le preguntó Chaol en voz baja cuando por fin dejaron atrás a las coquetas jovencitas.
Celaena asintió.
—Quiero averiguar sus horarios, así que seguramente le seguiré.
—¿Y si te acompaño?
—No necesito ayuda.
Seguro que la consideraba una engreída por contestar así, pero… cuando llegara el momento de salvar a Archer, todo se complicaría muchísimo si Chaol se implicaba. Eso si conseguía arrancarle la verdad al cortesano y descubrir de qué planes hablaba el rey.
—Ya sé que no necesitas ayuda. Solo pensaba que a lo mejor querrías…
Sin terminar la frase, Chaol negó con la cabeza, como si se reprendiese a sí mismo. A Celaena le habría gustado saber qué se disponía a decir, pero prefirió no ahondar en el tema.
Rodearon otro seto y atisbaron las puertas del castillo. Estaban allí mismo, tan cerca que Celaena estuvo a punto de gemir solo de imaginar el calorcillo del interior, pero entonces…
—Chaol.
La voz de Dorian cortó el aire gélido de la mañana.
En aquel momento, Celaena lanzó un verdadero gemido, casi inaudible. Chaol la miró con perplejidad antes de girarse para saludar a Dorian, que avanzaba rápidamente hacia ellos seguido de un joven rubio. La asesina no conocía a aquel chico, que vestía de punta en blanco y debía de tener la misma edad que Dorian, pero la expresión de Chaol se endureció.
El joven no tenía un aspecto amenazador, aunque Celaena sabía perfectamente que, en una corte como aquella, no debía subestimar a nadie. El chico no llevaba más arma que una daga al cinto y, pese al frío matutino, su pálido semblante reflejaba alegría.
Celaena advirtió que Dorian la observaba con expresión socarrona. Sintió deseos de abofetearlo. El príncipe se volvió a mirar a Chaol y soltó una risilla.
—Y yo que pensaba que todas esas damas se habían levantado temprano por Roland y por mí. Cuando todas caigan en cama con cuarenta de fiebre, les diré a sus padres que tú tienes la culpa.
Chaol se ruborizó ligeramente. Así que no andaba tan despistado como había hecho creer a Celaena…
—Lord Roland —saludó el capitán con frialdad, haciendo una reverencia al amigo de Dorian.
El chico rubio se inclinó a su vez.
—Capitán Westfall.
Tenía un timbre de voz agradable, pero algo en su forma de hablar despertó el recelo de Celaena. No era burla, ni arrogancia, ni ira… No supo definirlo.
—Permitid que os presente a mi primo —dijo Dorian, dándole a Roland una palmada en la espalda—. Lord Roland Havilliard de Meah —tendió una mano hacia Celaena—. Roland, esta es Lillian. Trabaja para mi padre.
Seguían empleando aquel alias cuando la asesina no tenía más remedio que relacionarse con gente de la corte, aunque muchos sospechaban que su presencia en palacio no se debía a cuestiones administrativas ni políticas.
—Un placer —dijo Roland, doblando la cintura—. ¿Hace poco que habéis llegado a la corte? No recuerdo haberos visto por aquí en mi última visita.
El mero tono de voz delataba un largo historial de amoríos.
—Llegué en otoño —repuso Celaena rápidamente.
Roland la obsequió con una sonrisa de cortesano.
—¿Y para qué os ha contratado mi tío?
Dorian se revolvió, incómodo, y Chaol se crispó, pero Celaena le devolvió a Roland la sonrisa mientras decía:
—Entierro a los adversarios del rey donde nadie pueda encontrarlos.
Para sorpresa de la joven, Roland soltó una risilla. Celaena evitó mirar a Chaol, consciente de que más tarde le cantaría las cuarenta.
—He oído hablar de la Campeona del Rey. Pero no imaginaba que fuese alguien tan… adorable.
—¿Y qué os trae por el castillo, Roland? —preguntó el capitán.
Cuando Chaol la miraba a ella con aquella cara, Celaena procuraba largarse por piernas.
El primo de Dorian volvió a sonreír. Sonreía demasiado y con excesiva afectación.
—Su majestad me ha ofrecido un puesto en el consejo —Chaol miró brevemente a Dorian, que se lo confirmó con un gesto de indiferencia—. Llegué ayer por la noche y empezaré hoy mismo.
Chaol sonrió a su vez… si se le puede llamar así. Más bien enseñó los dientes. Sí, si el capitán la estuviera mirando así, Celaena saldría huyendo.
Reparando en el gesto de su amigo, Dorian resopló de risa. Pero, antes de que pudiera hacer ningún comentario, Roland se volvió hacia Celaena para observarla con más detenimiento y quizá con demasiada intensidad.
—A lo mejor tenemos la oportunidad de trabajar juntos, Lillian. Vuestra posición en palacio me tiene intrigado.
A Celaena no le habría importando trabajar con él, pero no en los términos que Roland insinuaba. Los términos de la asesina incluirían una daga, una pala y una tumba anónima.
Como si pudiera leerle el pensamiento, Chaol le posó la mano en la espalda.
—Llegamos tarde al desayuno —dijo, despidiéndose de Dorian y de su primo con una inclinación de cabeza—. Felicidades por vuestro nombramiento.
Hablaba como si acabara de beber leche agria.
Mientras acompañaba a Chaol al interior del castillo, Celaena se dio cuenta de que necesitaba desesperadamente un baño. Aquella necesidad tan repentina no tenía nada que ver con sus ropas sudorosas sino con la sonrisa relamida y la mirada turbia de Roland Havilliard.
Dorian se quedó mirando a Chaol y a Celaena hasta que desaparecieron detrás de un arbusto. La mano del capitán seguía en la espalda de Celaena y ella no hizo nada por apartarla.
—Una elección sorprendente por parte de tu padre, aun teniendo en cuenta el resultado del torneo —musitó Roland a su espalda.
Dorian contuvo su irritación antes de responder. Nunca le había caído demasiado bien su primo, al que veía un mínimo de dos veces al año cuando eran niños.
Chaol, por su parte, detestaba abiertamente a Roland, y cada vez que mencionaba su nombre lo acompañaba de calificativos como «infame conspirador» o «mocoso malcriado». Al menos, esas palabras le había gritado tres años atrás, después de golpearle la cara con tanta fuerza que lo dejó inconsciente.
Ahora bien, Roland se lo merecía. Se lo merecía hasta tal punto que el incidente ni siquiera empañó la intachable reputación de Chaol, ni tampoco impidió que, al cabo de un tiempo, lo nombraran capitán de la guardia. Si acaso, había aumentado su prestigio entre los guardias y nobles de categoría inferior.
Si Dorian reunía valor, le preguntaría a su padre cómo se le había ocurrido pedirle a Roland que se uniera al consejo. Meah era una ciudad costera de Adarlan, pequeña y modesta, sin ninguna relevancia política. Ni siquiera poseía un ejército propiamente dicho, al margen de los centinelas de la ciudad. Roland era hijo de un primo del rey; tal vez el soberano hubiera considerado que a la sala del consejo le hacía falta más sangre Havilliard. Sin embargo, Roland no había demostrado aptitud alguna para el cargo y siempre había mostrado mucho más interés en las faldas que en la política.
—¿De dónde procede la campeona de tu padre? —preguntó Roland, trayendo a Dorian de vuelta al presente.
El príncipe echó a andar hacia el castillo y escogió una entrada distinta a la que habían utilizado Chaol y Celaena. No había olvidado la escena con la que se había topado hacía dos meses; después del duelo, los había encontrado abrazados en los aposentos de la asesina.
—Le corresponde a Lillian contar su historia —mintió Dorian. No le apetecía nada hablarle a su primo de la competición. Ya le fastidiaba bastante que su padre le hubiera pedido que sacara a Roland de paseo. Lo más divertido de la mañana había sido la cara de Celaena según barajaba métodos de acabar con el joven señor.
—¿Está al servicio exclusivo de tu padre u otros miembros del consejo pueden contratar sus servicios también?
—¿Llevas aquí menos de un día y ya estás pensando en liquidar a alguien, primo?
—Somos Havilliard, primo. Nos cuesta poco hacer enemigos.
Dorian frunció el ceño. Aunque debía reconocer que Roland no andaba equivocado.
—Mi padre la tiene contratada en exclusiva. Pero si te sientes amenazado, le puedo pedir al capitán Westfall que…
—Claro que no. Solo lo preguntaba por curiosidad.
Roland era un grano en el culo, demasiado consciente del efecto que su aspecto y su apellido causaban en las damas, pero inofensivo por lo demás. ¿O no?
Dorian no conocía la respuesta a esa pregunta… y no estaba seguro de querer conocerla.
El sueldo estipulado para una campeona del rey era considerable, y Celaena se gastaba hasta el último céntimo. Zapatos, sombreros, túnicas, vestidos, joyas, armas, adornos para el pelo y libros. Montones de libros. Tantos que Philippa había tenido que llevar otra estantería a su habitación.
Por la tarde, Celaena regresó a sus aposentos cargada con sombrereras, bolsas de colores rebosantes de perfumes y golosinas, y varios libros envueltos en papel marrón que estaba deseando leer. Cuando vio a Dorian Havilliard sentado en su antecámara, estuvo a punto de dejarlo caer todo.
—Dioses del cielo —exclamó el príncipe al verla llegar con todas aquellas compras.
Dorian no había visto ni la mitad de lo que había comprado. Aquello solo era lo que había podido llevar consigo. Había encargado más cosas, que le serían enviadas al castillo.
—Bueno —comentó él mientras Celaena depositaba en la mesa aquel montón de cintas y papel de seda—, por lo menos hoy no te has puesto esa horrible túnica negra.
Irguiendo la espalda, Celaena lo miró furibunda por encima del hombro. Aquel día llevaba un vestido en tonos lilas y marfil, demasiado alegre quizá para el final del invierno, pero elegido con el ánimo de anticipar la primavera. Además, era un atuendo elegante le garantizaba un servicio impecable en las tiendas. Para su sorpresa, muchos de los vendedores la recordaban de hacía años… y se habían tragado el cuento de que había estado de viaje por el continente sur.
—¿Y a qué debo este placer? —Celaena se desabrochó el manto de pieles blancas (otro de los caprichos que se había concedido) y lo dejó caer en una de las sillas que rodeaban la mesa de la antecámara—. Pensaba que ya nos habíamos visto esta mañana en el jardín.
Dorian siguió sentado, exhibiendo aquella sonrisa infantil que ella tan bien conocía.
—¿Acaso los amigos no pueden verse más de una vez al día?
Celaena lo miró de arriba abajo. Dudaba mucho que pudiera ser amiga de Dorian. No mientras sus ojos color zafiro se iluminaran de ese modo cada vez que la miraban. Ni tampoco mientras fuera el hijo del hombre que podía aplastarla con solo pestañear. Sin embargo, a lo largo de los dos meses transcurridos desde que su pequeño romance (o lo que fuera) había terminado, a menudo se sorprendía a sí misma pensando en él. No en los besos y en el flirteo, sino en él.
—¿Qué queréis, Dorian?
El príncipe se levantó con un relámpago de ira en el semblante. Celaena tuvo que alzar la cabeza para mirarlo.
—Dijiste que seguíamos siendo amigos —dijo Dorian con voz queda.
Ella cerró los ojos un momento.
—Lo dije en serio.
—Pues compórtate como tal —la desafió el príncipe, alzando la voz—. Cena conmigo, juega al billar conmigo. Háblame de los libros que estás leyendo… o de los que vas a leer —añadió, guiñando el ojo en dirección a los paquetes.
—¿Ah, sí? —preguntó Celaena, haciendo esfuerzos por esbozar una media sonrisa—. ¿Así que últimamente andáis tan desocupado que disponéis de horas y horas para dedicarme?
—Bueno, tengo que atender a mis muchas admiradoras, pero siempre puedo hacerte un hueco.
Ella agitó las pestañas, coqueta.
—Qué gran honor —en realidad, la mera imagen de Dorian con otras mujeres la ponía frenética, pero no podía dejar que él lo supiera. Miró el reloj que descansaba en una pequeña consola—. Veréis, es que tengo que regresar a Rifthold ahora mismo —dijo.
Era verdad. Aún quedaban unas horas de luz; las suficientes para echar un vistazo a la elegante casa de Archer y empezar a averiguar qué lugares frecuentaba.
El príncipe asintió, ya sin sonreír.
Se hizo un silencio, solo interrumpido por el tictac del reloj. Celaena se cruzó de brazos con ademán irritado, aunque no podía dejar de pensar en el aroma de Dorian, en el sabor de sus besos. Por desgracia, la distancia que los separaba, aquella horrible brecha que aumentaba día a día, era lo más conveniente para ambos.
Dorian dio un paso hacia ella y tendió las manos, mostrando las palmas.
—¿Quieres que me pelee por ti? ¿Es eso?
—No —repuso Celaena en voz baja—. Solo quiero que me dejéis en paz.
El príncipe la miró de hito en hito, sin saber qué responder. Ella, implacable, le sostuvo la mirada hasta que Dorian se marchó en silencio.
A solas en la antecámara, Celaena abrió y cerró los puños varias veces, y se sintió súbitamente irritada al ver aquellos bonitos paquetes sobre la mesa.