Capítulo 3

Celaena corría por las tinieblas del pasadizo secreto casi sin aliento. Mirando por encima del hombro, vio que Cain le sonreía. Sus ojos brillaban como ascuas en la oscuridad.

Por más que corría, no conseguía dejarlo atrás. Cain la seguía como una fiera al acecho, dejando tras de sí una estela de marcas de un verde luminiscente. Los extraños símbolos iluminaban los antiguos sillares. Y detrás de Cain, rascando la tierra con sus largas pezuñas, el ridderak avanzaba pesadamente.

Celaena tropezó, pero no perdió el equilibrio. Tenía la sensación de caminar por un terreno embarrado. No podía escapar. La atraparían antes o después. Y cuando el ridderak le echara la zarpa… No se atrevía a mirar aquellos enormes dientes que asomaban de la boca ni los ojos insondables, encendidos por el deseo de devorarla bocado a bocado.

Cain soltó una risilla y el sonido chirrió contra los muros de piedra. Estaba cerca. Tan cerca que ya le arañaba el cuello con los dedos. Susurró su nombre, su verdadero nombre, y ella gritó mientras Cain…

Celaena despertó sobresaltada, aferrando con fuerza el Ojo de Elena. Escudriñó el dormitorio en busca de sombras particularmente densas, de marcas del Wyrd, de alguna señal que indicase que la puerta oculta tras el tapiz se hubiera abierto recientemente. Solo vio el chisporroteo del fuego moribundo.

Se incorporó sobre las almohadas. Había tenido una pesadilla. Cain y el ridderak se habían esfumado y Elena no volvería a molestarla. Todo había terminado.

Ligera, que dormía arropada bajo el montón de mantas, apoyó la cabeza en la barriga de Celaena. Ella, acurrucada contra la perrita, la rodeó con los brazos y cerró los ojos.

Todo había terminado.

La bruma helada del amanecer empañaba las vistas del parque natural cuando Celaena arrojó un palo a lo lejos. Ligera echó a correr sobre la pálida hierba como un rayo dorado, tan deprisa que su dueña lanzó un silbido de admiración. A su lado, Nehemia, que también miraba al animal, hizo chasquear la lengua con sorna. Como la princesa estaba tan ocupada ganándose la confianza de la reina Georgina y reuniendo información para Eyllwe, solían encontrarse al amanecer. ¿Sería consciente el rey de que la princesa era uno de los espías a los que se había referido? Imposible, pues de ser así jamás habría nombrado campeona a Celaena; la amistad entre las dos muchachas era de dominio público.

—¿Por qué Archer Finn? —musitó Nehemia en lengua eyllwe.

Celaena la había informado por encima de la misión que le habían encomendado.

Ligera atrapó el palo y trotó hacia ellas agitando su larga cola. Aunque seguía siendo un cachorro, su envergadura llamaba la atención. Dorian nunca le había revelado a Celaena a qué raza pertenecía el padre. A juzgar por el tamaño del perro, debía de ser un perro lobo. O sencillamente un lobo.

Celaena se encogió de hombros en respuesta a las preguntas de Nehemia. Se metió las manos en los bolsillos forrados de la capa.

—El rey piensa… afirma que Archer forma parte de un movimiento clandestino que se está fraguando aquí en Rifthold. Un grupo que planea destronarlo.

—Nadie sería tan necio. Los rebeldes se esconden en las montañas, en los bosques y en lugares donde los ciudadanos puedan ocultarlos y ayudarlos, no aquí. Rifthold es una trampa mortal.

Encogiéndose de hombros, Celaena volvió la vista hacia Ligera, que regresaba corriendo para seguir jugando.

—Aparentemente, no. Y por lo que parece, el rey posee una lista de personas a las que considera piezas clave de la rebelión.

—¿Y vos tendréis que… matarlos a todos?

La tez cetrina de Nehemia palideció ligeramente.

—Uno a uno —repuso la asesina a la vez que lanzaba la ramilla lo más lejos posible. Ligera salió disparada. La hierba seca y los restos de la última nevada crujieron bajo sus enormes patas—. Pero no quiere revelarme aún todos los nombres. Me parece una medida muy drástica, la verdad. Pero, por lo que parece, teme que los rebeldes interfieran en sus planes.

—¿Qué planes? —le espetó Nehemia.

Celaena frunció el ceño.

—Pensaba que vos estaríais enterada.

—Yo no sé nada —se produjo un silencio tenso.

—Si os enteraseis de algo… —sugirió Nehemia

—Veré qué puedo hacer —mintió la asesina.

Ni siquiera estaba segura de querer saber qué tramaba el rey. Y desde luego no pensaba compartir esa información con nadie. Era posible que fuera una actitud egoísta o mezquina, pero Celaena no olvidaba la advertencia que le hizo el rey el día que la nombró campeona: si se pasaba de lista, si se le ocurría traicionarlo, mataría a Chaol. Y luego a Nehemia y a toda la familia de la princesa.

Todo lo que estaba haciendo —cada muerte que fingía, cada mentira que salía de sus labios— los ponía en peligro.

Nehemia movió la cabeza de lado a lado, pero no dijo nada. Siempre que la princesa, Chaol, o incluso Dorian la miraban así, Celaena quería morirse. Sin embargo, no tenía más remedio que engañarlos también a ellos, por seguridad.

La princesa se frotó las manos y se quedó mirando al vacío. Celaena conocía bien aquel gesto.

—Si teméis por mí…

—No es eso —contestó Nehemia—. Sabéis cuidaros.

—¿Y entonces qué es?

A Celaena se le hizo un nudo en el estómago. Si Nehemia seguía hablando de rebeldes, no sabía si podría soportarlo. Sí, quería librarse del rey —tanto del título de campeona como de su tiranía—, pero prefería mantenerse al margen de los complots que se fraguaban en Rifthold y de las absurdas esperanzas que los rebeldes aún pudieran albergar. Era una locura enfrentarse al rey. Los destruiría a todos.

Pese a todo, Nehemia respondió:

—En el campo de trabajo de Calaculla, el número de prisioneros aumenta por momentos. Cada día llegan nuevos rebeldes de Eyllwe. Casi todos consideran un milagro el mero hecho de seguir vivos. Después de que los soldados masacraran a aquellos quinientos rebeldes… Mi gente tiene miedo —Ligera regresó otra vez, y en esta ocasión fue Nehemia la que recogió el palo para lanzarlo a la grisácea luz del alba—. Y las condiciones en Calaculla…

Guardó silencio, seguramente al evocar las tres cicatrices que surcaban la espalda de Celaena. Un recordatorio permanente de la crueldad que se vivía en las minas de sal de Endovier, y de que, si bien la asesina estaba libre, miles de personas seguían allí, trabajando en condiciones infrahumanas y muriendo a puñados. Se rumoreaba que Calaculla, el campo hermano de Endovier, era aún peor.

—El rey no quiere recibirme —comentó Nehemia, jugueteando con una de sus finas trenzas—. Le he pedido tres veces que negociemos las condiciones de Calaculla, pero siempre alega que no tiene tiempo. Por lo que parece, está muy ocupado redactando vuestras listas de condenados a muerte.

Celaena se sonrojó ante la franqueza de la princesa. Cuando Ligera regresó con su palo, Nehemia lo recogió, pero no lo lanzó.

—Debo hacer algo, Elentiya —dijo Nehemia, empleando el nombre con que había bautizado a su amiga la noche que Celaena reconoció su condición de asesina—. Debo encontrar una manera de ayudar a mi gente. ¿Cuándo se considera que el acopio de información ha llegado a un punto muerto? ¿En qué momento es oportuno pasar a la acción?

Celaena tragó saliva. Aquella frase, «pasar a la acción», la asustaba más de lo que quería reconocer. La aterrorizaba aún más si cabe que la palabra «planes». Ligera se sentó a sus pies sin dejar de agitar la cola, lista para salir corriendo.

Al comprobar que Celaena no respondía, que no prometía nada, como solía hacer siempre que la princesa abordaba esos temas, Nehemia tiró el palo al suelo y se alejó enfadada hacia el castillo.

Celaena aguardó hasta que la figura de Nehemia se perdió a lo lejos. Solo entonces volvió a respirar con normalidad. Al cabo de unos minutos tenía que reunirse con Chaol para su carrera matutina, pero después… después se marcharía a Rifthold. Archer podía esperar hasta la tarde.

Al fin y al cabo, el rey le había concedido un mes, y aunque planeaba hacerle unas cuantas preguntas a Archer, se moría de ganas de salir un rato del castillo.

Tenía dinero sucio que gastar.