Celaena Sardothien avanzaba a grandes zancadas por los pasillos del castillo de cristal de Rifthold. Un pesado fardo, que se balanceaba a cada paso y le golpeaba las rodillas cada dos por tres, pendía de su mano. Si bien la capucha de la capa le ocultaba el rostro casi por completo, los guardias no le dieron el alto cuando se dirigió a la sala del consejo del rey. Sabían perfectamente quién era. Y para quién trabajaba. Como campeona del rey, los superaba en rango. En realidad, muy pocos habitantes del castillo ostentaban un rango superior al suyo. Y aún eran menos los que no la temían.
Con un revuelo de capa, se acercó a las puertas de cristal. Los guardias, apostados a ambos lados de la entrada, se irguieron cuando Celaena los saludó con un gesto justo antes de cruzar el umbral de la cámara real. Sus botas apenas resonaban contra el rojizo suelo de mármol.
En el centro de la cámara, sentado en su trono de cristal, el rey de Adarlan la aguardaba. En cuanto la vio llegar, el soberano clavó la mirada en el saco que pendía de su mano. Igual que había hecho en las tres ocasiones anteriores, Celaena posó una rodilla en el suelo y agachó la cabeza.
Plantado junto al trono, Dorian Havilliard también la esperaba. Celaena notó sus ojos color zafiro fijos en ella. Al pie del estrado, siempre a un paso de la familia real, se encontraba Chaol Westfall, capitán de la guardia. La asesina alzó la vista hacia él desde las sombras de la capucha y reparó en los angulosos contornos de su rostro. Viendo su impasible semblante, nadie habría adivinado que conocía a Celaena. No obstante, así debía ser; formaba parte del juego que llevaban practicando desde hacía varios meses. Tal vez Chaol fuera su amigo, o incluso alguien en quien podía llegar a confiar, pero seguía siendo capitán. Por encima de todo, el hombre se debía a la familia real. El rey se dirigió a ella.
—Levántate.
Con la barbilla alta, la asesina se incorporó y se retiró la capucha.
El monarca agitó la mano y la sortija de obsidiana que lucía en el dedo capturó la luz de la tarde.
—¿Misión cumplida?
Con una mano enguantada, Celaena hurgó en el saco y arrojó la cabeza cortada a los pies del rey. Nadie pronunció palabra cuando la carne dura y putrefacta rebotó en el mármol con un golpe sordo. La cabeza rodó hasta la tarima. Cuando se detuvo, los ojos lechosos se clavaron en la recargada araña de cristal que pendía del techo.
Dorian irguió la espalda y desvió la vista. Chaol no apartaba los ojos de Celaena.
—Opuso resistencia —declaró ella.
El rey se echó hacia delante para examinar de cerca el maltrecho rostro y los cortes irregulares del cuello.
—Apenas lo reconozco.
Aunque tenía el alma en vilo, Celaena se las arregló para esbozar una sonrisa cruel.
—Me temo que las cabezas no son mercancía de fácil transporte —hurgando de nuevo en la bolsa, sacó una mano—. Esta es su sortija.
Intentó no prestar atención a la carne pútrida del miembro, ni tampoco al hedor que emanaba, peor cada día. Le tendió la mano muerta a Chaol, quien, con expresión ensimismada, la tomó para entregársela al rey. El soberano puso una mueca, pero extrajo de todos modos el anillo del dedo rígido. Tiró la mano a los pies de Celaena y procedió a examinar la joya.
Dorian parecía horrorizado. Durante los duelos, nunca había dado muestras de que le afectase la historia de Celaena. ¿Qué esperaba? ¿Acaso no sabía cuál era el cometido de la campeona del rey? Por otra parte, cualquiera se sentiría asqueado ante una mano y una cabeza seccionadas; incluso aquellos que llevaban toda una década viviendo a la sombra de Adarlan. Y Dorian, que jamás había luchado cuerpo a cuerpo, que nunca había visto filas y filas de presos avanzar cabizbajos hacia el tajo del carnicero con los pies encadenados… Bueno, quizá lo raro fuese que no hubiera vomitado todavía.
—¿Y qué me dices de su esposa? —quiso saber el rey, que observaba el anillo del derecho y del revés.
—Encadenada a lo que queda de su esposo en el fondo del mar —replicó Celaena con una sonrisa siniestra.
Extrajo una segunda mano del saco, más pálida y esbelta. Aún llevaba la alianza de oro en el dedo, con la fecha de la boda grabada por dentro. Celaena le ofreció el segundo miembro al rey, pero este lo rehusó con un gesto de la cabeza. Ella devolvió la mano al grueso costal de lona. Evitó mirar tanto a Dorian como a Chaol.
—Muy bien pues —musitó el rey. Celaena esperó mientras el soberano pasaba la vista de la asesina al saco, y de este a la cabeza. Tras un instante que se le hizo eterno, el monarca prosiguió—: Se está fraguando una rebelión aquí en Rifthold, alentada por un puñado de individuos que harán lo que haga falta con tal de destronarme… y que pretenden interferir en mis planes. Tu próxima misión consiste en sofocar la revuelta y ejecutarlos antes de que se conviertan en una verdadera amenaza para mi imperio.
Celaena apretaba el saco con tanta fuerza que le dolían los dedos. Chaol y Dorian miraban al rey fijamente, como si jamás hubieran oído hablar de una revuelta.
Antes de su partida a Endovier, Celaena había oído rumores de la existencia de fuerzas rebeldes. De hecho, había conocido a varios rebeldes en las minas de sal, presos como ella. Pero de ahí a que se estuviera fraguando una revolución en el corazón de la capital… ¿Qué pretendía el rey? ¿Que liquidara a los presos uno a uno? Además, ¿de qué planes hablaba? ¿Qué sabían los rebeldes de los tejemanejes del soberano? Se guardó las preguntas muy adentro, para que nadie pudiera leerlas en su cara.
El rey hizo tamborilear los dedos en el reposabrazos del trono. Con la otra mano, toqueteaba el anillo de Nirall.
—Hay muchos nombres en mi lista de sospechosos, pero te los iré dando uno a uno. El castillo está lleno de espías.
Chaol se crispó al oírlo, pero el rey hizo un gesto en su dirección y el capitán se acercó a Celaena con un pergamino. Con expresión inescrutable, se lo tendió.
Celaena reprimió el impulso de mirar a Chaol a los ojos. Él, en cambio, le rozó tenuemente los dedos al entregarle la hoja. Imperturbable, la asesina tomó el documento. Llevaba escrito un solo nombre: «Archer Finn».
Tuvo que recurrir a todo su autocontrol y sentido de supervivencia para disimular la sorpresa. Conocía a Archer… Lo conocía desde los trece años. En aquel entonces, Archer había acudido a la guarida de los asesinos a recibir entrenamiento. Archer era varios años mayor que ella. Ya entonces era un cortesano muy solicitado… tanto que precisaba un entrenamiento especial para aprender a protegerse de las clientas celosas. Y de sus maridos.
Jamás le molestó que Celaena lo persiguiera. En realidad, coqueteaba con ella y la hacía reír como una boba. Por supuesto, llevaban muchos años sin verse —desde que ella partiera a Endovier—, pero Celaena no lo creía capaz de algo así. Era un tipo guapo, amable y alegre, no un traidor a la corona tan peligroso como para borrarlo del mapa.
Qué absurdo. Quienquiera que le estuviera proporcionando información al rey era un completo idiota.
—¿Solo a él o a sus clientes también? —le espetó al soberano.
El monarca sonrió con desgana.
—¿Conoces a Archer? No me sorprende.
La estaba poniendo a prueba.
Haciendo esfuerzos por tranquilizarse, por respirar, Celaena mantuvo la vista al frente.
—Lo conocía. Posee unas defensas extraordinarias. Tardaré un tiempo en traspasarlas.
Celaena había formulado las frases con extrema cautela. En realidad, precisaba de tiempo para averiguar cómo se había metido Archer en aquel lío. Y también para descubrir si el rey decía la verdad. Si realmente Archer era un traidor y un rebelde… bueno, ya lo decidiría más tarde.
—Te concedo un mes —declaró el soberano—. Y si para entonces no está bajo tierra, quizá reconsidere tu puesto, jovencita.
Ella asintió, sumisa, complaciente, gentil.
—Gracias, su majestad.
—Cuando hayas liquidado a Archer, te proporcionaré el siguiente nombre de la lista.
Celaena siempre había procurado no inmiscuirse en la política del reino, evitando en particular cuestiones relacionadas con las fuerzas rebeldes, y de repente se encontraba metida hasta las cejas. Perfecto.
—Sé rápida —le aconsejó el rey—. Y sé discreta. Tu recompensa por la muerte de Nirall te aguarda en tus aposentos.
Asintiendo de nuevo, la asesina se guardó el pergamino en el bolsillo.
El soberano la observaba atentamente. Celaena desvió la vista, pero se forzó a levantar la comisura de los labios y a fingir que le brillaban los ojos, como si estuviera impaciente por empezar la caza. Por fin, el rey levantó la mirada al techo.
—Recoge esa cabeza y márchate.
El soberano se guardó la sortija de Nirall en el bolsillo y Celaena notó un regusto a bilis en la garganta. La consideraba un trofeo.
La campeona del rey agarró la cabeza por los oscuros pelajos, recogió la mano cortada y devolvió ambos despojos al saco. Echando un rápido vistazo a Dorian, que la miraba pálido como un muerto, dio media vuelta y se marchó.
Dorian Havilliard guardaba silencio. A su alrededor, los criados devolvían la enorme mesa de roble y las ornamentadas butacas al centro de la cámara. El consejo se reuniría en tres minutos escasos. Apenas oyó a Chaol cuando este pidió permiso para ausentarse, arguyendo que debía pedir informes a Celaena. El rey se lo concedió con un gruñido.
Celaena había matado a un hombre. Y a su esposa. Su propio padre lo había ordenado. Dorian a duras penas podía mirarlos a la cara. Pensaba que había convencido a su padre de que reconsiderase sus brutales prácticas tras la matanza de rebeldes que él mismo había ordenado llevar a cabo en Eyllwe antes de Yulemas, pero, al parecer, nada había cambiado. Y Celaena…
En cuanto los criados hubieron dispuesto la mesa, Dorian ocupó su sitio de costumbre, a la diestra de su padre. Los consejeros empezaban a entrar y con ellos el duque Perrington, que se dirigió directamente al rey y le murmuró algo en voz demasiado queda para que Dorian distinguiera las palabras.
El príncipe no se molestó en saludar a nadie. Se quedó allí, mirando la jarra de cristal que descansaba sobre la mesa. Hacía unos instantes, ni siquiera había reconocido a Celaena.
En realidad, desde que la habían nombrado campeona del rey, hacía dos meses, actuaba de forma rara. Las joyas y los vestidos habían desaparecido, remplazados por ajustados pantalones y sobrias túnicas. Se recogía el cabello en una larga trenza que se perdía en los pliegues de su capa negra, esa horrible prenda que siempre llevaba puesta. Parecía un hermoso espectro, un fantasma que miraba a Dorian como si no lo conociera.
El príncipe volvió la vista hacia la puerta que Celaena acababa de cruzar.
Una persona capaz de asesinar a sangre fría sin pestañear no tendría reparos en fingir que se sentía atraída por el heredero de la corona para así convertirlo en su aliado. No tendría reparos en conseguir que la amase tanto como para enfrentarse a su padre por ella con el fin de asegurarse el título de campeona…
Dorian no quería seguir por aquellos derroteros. Le haría una visita; al día siguiente, tal vez. Solo para comprobar si existía alguna posibilidad de que estuviera equivocado.
Sin poder evitarlo, se preguntó si alguna vez habría significado algo para Celaena.
Tan rauda como sigilosa, Celaena recorrió los pasadizos y las escaleras que conducían al alcantarillado del castillo. Era el mismo canalón que fluía más allá de su túnel secreto, si bien el hedor empeoraba mucho en aquella zona, a consecuencia de los desperdicios que los criados vertían casi cada hora.
Los pasos de la asesina, y luego otros más —los de Chaol—, resonaron en el largo pasaje subterráneo. Celaena, sin embargo, esperó a llegar al borde del agua para dirigirle la palabra. Una vez allí, echó un vistazo a los arcos de crucería que se erguían a ambos lados del río. No vio a nadie.
—Y bien —dijo, sin darse la vuelta—, ¿me vais a saludar u os vais a limitar a seguirme a todas partes?
Se volvió a mirarlo. Aún iba cargada con el saco.
—¿Y tú te vas a seguir comportando como la campeona del rey o piensas volver a actuar como Celaena?
La luz de la antorcha arrancó un destello a los ojos color bronce de Chaol.
Por supuesto, Chaol había reparado en la diferencia; se daba cuenta de todo, y Celaena no estaba segura de si debía alegrarse por ello. Sobre todo porque notaba cierta guasa en sus palabras.
Como la asesina no respondía, el capitán siguió preguntando:
—¿Qué tal por Bellhaven?
—Como siempre.
Celaena sabía muy bien a qué se refería Chaol; quería saber qué había pasado en el transcurso de la misión.
—¿Opuso resistencia? —el capitán señaló el saco con la barbilla.
Ella se encogió de hombros y volvió a mirar al agua.
—Nada que no pudiera solucionar.
Celaena tiró el costal al río. En silencio, se quedaron mirando el fardo, que cabeceó y luego se hundió despacio.
Chaol carraspeó. La joven sabía cuánto odiaba el capitán aquel tipo de cosas. Cuando Celaena se disponía a partir a su primera misión —a una finca en la costa de Meah—, Chaol se había pasado tanto rato caminando de un lado a otro que la asesina se preguntó si le pediría que no fuera. Y cuando Celaena volvió, cargada con una cabeza y envuelta en rumores sobre el asesinato de sir Carlin, tardó una semana en poder mirarla a los ojos. Pero bueno, ¿qué esperaba?
—¿Cuándo empezarás tu próxima misión? —preguntó Chaol.
—Mañana. O pasado. Necesito descansar —añadió ella rápidamente al ver que el capitán ponía mala cara—. Además, solo tardaré un par de días en averiguar con qué defensas cuenta Archer. Entonces pensaré un plan de acción. Con suerte, ni siquiera agotaré el mes que me ha concedido el rey.
Y con mucha suerte, averiguaría cómo había ido a parar el cortesano a la lista del rey, y a qué planes, exactamente, se refería este último. Luego ya pensaría qué hacer con el hombre.
Sin apartar la vista de las pútridas aguas, cuya corriente arrastraba ya el fardo hacia el río Avery, Chaol se acercó a Celaena.
—Me gustaría que me hicieras un informe detallado.
Ella levantó una ceja.
—¿No me vais a llevar antes a cenar?
El capitán la miró, molesto. Celaena hizo un puchero.
—No bromeo. Me gustaría conocer los detalles de lo sucedido en la mansión de Nirall.
Ella sonrió y lo empujó a un lado. Luego, secándose los guantes en los pantalones, se dirigió hacia las escaleras.
Chaol la agarró por el brazo.
—Si Nirall se defendió, alguien pudo oír algo…
—No hizo ruido —replicó Celaena. Se zafó de la mano y echó a andar a paso vivo. El paseo hasta sus aposentos, por breve que fuera, se le antojaba una caminata—. No precisáis ningún informe, Chaol.
Aferrándole el hombro con fuerza, el capitán volvió a retenerla en el oscuro descansillo.
—Cada vez que te vas —dijo Chaol, cuya expresión parecía aún más sombría a la luz de la antorcha—, temo que te vaya a pasar algo. Ayer oí el rumor de que habían capturado al responsable de la muerte de Nirall —acercó su rostro al de Celaena y su voz enronqueció—. Hasta que te vi llegar, pensaba que se referían a ti. Estaba a punto de partir en tu rescate.
Vaya, eso explicaba por qué, a su llegada, Celaena había visto al caballo de Chaol ensillado en los establos. Suspiró y adoptó una expresión más amable.
—Hombre de poca fe. Al fin y al cabo, soy la campeona del rey.
Súbitamente, Chaol la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.
Ella respondió al instante. Agarró al capitán por los hombros y aspiró su aroma. Chaol no había vuelto a abrazarla desde que supo que Celaena se había proclamado ganadora oficial del torneo, aunque el recuerdo de aquel contacto invadía muy a menudo sus pensamientos. Ahora que por fin estaba entre sus brazos, el deseo de que aquel abrazo se prolongase hasta el infinito rugía en su interior.
Chaol le frotó la nuca con la nariz.
—Dioses, hueles a rayos —murmuró.
Con una expresión incendiaria, Celaena gruñó y le propinó un empujón.
—Andar por ahí con despojos putrefactos no te ayuda a oler a rosas precisamente. Y quizá si me hubieran dejado bañarme en lugar de requerir mi presencia inmediata ante el rey, podría… —Celaena se detuvo al reparar en la sonrisilla maliciosa del capitán. Le dio una palmada en el hombro—. Idiota —lo agarró del brazo y lo arrastró hacia las escaleras—. Venga. Acompañadme a mis aposentos. Allí podréis escuchar mi informe como un perfecto caballero.
Chaol bufó y le dio un codazo, pero no la soltó.
Cuando la alborozada Ligera se calmó lo bastante como para que Celaena pudiera hablar sin tener que apartarla, Chaol le arrancó hasta el último detalle. Luego, tras prometerle que la llevaría a cenar en cuanto hubiera descansado, se marchó. Haciendo muchos aspavientos, Philippa la ayudó a bañarse. No dejaba de comentar, horrorizada, el estado del cabello y las uñas de su ama. Concluido el aseo, Celaena se tendió en la cama.
Ligera saltó al lecho y se acurrucó a su lado. La joven miraba al techo acariciando el pelaje dorado y sedoso del animal. Poco a poco, sus músculos entumecidos empezaron a relajarse.
El rey se había tragado la historia.
Y Chaol no había dudado ni por un instante del relato cuando le había detallado los pormenores de la misión. Celaena no sabía si sentirse satisfecha, decepcionada o directamente culpable. En cualquier caso, había soltado todas aquellas mentiras sin pestañear. Según su versión, Nirall había despertado justo antes de ser asesinado y Celaena había tenido que degollar a su esposa para que no gritase. La lucha había resultado algo más engorrosa de lo que le habría gustado. También había añadido detalles auténticos: la ventana del descansillo, la criada con la vela… Las mejores mentiras incluían siempre algún detalle auténtico.
Celaena asió el amuleto que descansaba sobre su pecho. El Ojo de Elena. No había vuelto a ver a la reina desde aquella última reunión en el sepulcro. Suponía que, ahora que había conseguido el título de campeona del rey, el fantasma de Elena la dejaría en paz. No obstante, a lo largo de los meses transcurridos desde que la reina le entregara el amuleto de protección, Celaena había acabado por apreciarlo. El metal irradiaba calor, como si tuviera vida propia.
Lo apretó con fuerza. Si el rey llegara a enterarse de lo que había hecho en realidad… De lo que llevaba haciendo durante los dos últimos meses…
Se había dirigido a su primera misión con la firme intención de ejecutar a su objetivo cuanto antes. Se había mentalizado, se había dicho que sir Carlin solo era un extraño y que la vida de aquel hombre no significaba nada para ella. Sin embargo, al llegar a la finca y descubrir lo amable que era con sus criados, al verlo tocar la lira con el juglar al que había acogido en su salón, al comprender a quién estaba favoreciendo y a quién perjudicando… no pudo hacerlo. Trató de obligarse, de coaccionarse y de sobornarse para cometer el crimen. Pero no pudo.
No obstante, debía fingir un asesinato… y conseguir un cuerpo.
Le había planteado a Lord Nirall el mismo ultimátum que a sir Carlin: morir allí mismo o simular su propia muerte y huir. Escapar bien lejos y no volver a emplear su apellido jamás. De momento, de los cuatro hombres que le habían ordenado asesinar, todos habían optado por fugarse.
No le había costado mucho convencerlos de que le entregaran sus sortijas u otros objetos personales. Y aún menos conseguir sus ropas de cama para fingir que las había hecho jirones en el transcurso de una lucha a muerte. Los cuerpos tampoco habían supuesto un problema.
Nunca faltaban cadáveres recientes en los sanatorios. Siempre encontraba alguno cuyos rasgos recordasen a los del objetivo, sobre todo porque la habían enviado a lugares lo bastante alejados como para que la carne tuviera tiempo de pudrirse.
Celaena no sabía a quién pertenecía la supuesta cabeza de Lord Nirall; solo que ambos tenían el mismo color de pelo. Y con unos cuantos tajos en la cara para que se descompusiera más rápidamente, había dado el pego. La mano pertenecía al mismo cadáver. En cuanto a la mano femenina… Procedía de una muchacha que apenas había empezado a sangrar, muerta de una enfermedad que, diez años atrás, cualquier sanador habría podido curar fácilmente. Por desgracia, extinguida la magia y colgados o quemados aquellos mismos curanderos, la gente moría a puñados. Sucumbían a enfermedades estúpidas, muy fáciles de remediar. Celaena dio media vuelta en la cama y enterró la cara en el suave pelaje de Ligera.
Archer. ¿Cómo se las ingeniaría para simular su muerte? Todo el mundo lo conocía. Celaena no se creía que el cortesano trabajara para aquel movimiento clandestino, fuera cual fuese. Pero si su nombre estaba incluido en la lista del rey, cabía dentro de lo posible que, en los años transcurridos desde que se vieran por última vez, hubiera utilizado su talento para medrar.
Ahora bien, ¿qué información podía obrar en poder de los rebeldes que supusiese una auténtica amenaza para el rey? El soberano había esclavizado a todo el continente; ¿qué más podía hacer?
Había otros continentes, por supuesto. Continentes que albergaban reinos prósperos, como Wendlyn, aquellas tierras del otro lado del mar. De momento, habían rechazado todos los ataques navales. Celaena apenas había oído hablar de aquella guerra desde su partida a Endovier.
Además, ¿qué le importaba a un movimiento rebelde un reino situado en otro continente cuando el suyo tenía problemas tan graves? No, seguro que los planes del rey afectaban a su propio reino, a su propio continente.
Celaena no quería saber nada de aquello. Le traía sin cuidado lo que tramara el rey para el futuro del imperio. La asesina emplearía el mes que tenía a su disposición en discurrir qué hacer con Archer y en fingir que nunca jamás había oído aquella horrible palabra: «planes».
Reprimió un escalofrío. Estaba jugando con fuego. Y puesto que su siguiente objetivo era una persona de Rifthold, puesto que debía ejecutar a Archer… tendría que perfeccionar el juego. Porque si el rey llegaba a averiguar la verdad, si descubría lo que estaba haciendo…
Estaba perdida.