Unos días después, al atardecer, estaba yo en la buhardilla disponiéndome tranquilamente a limpiar la pipa cuando me cortaron el suministro de luz. Al principio, incluso bromeé para mí mismo y me dije que aquello era como decirle adiós a la luces de bohemia. Pero a medida que pasaban los minutos e iba cayendo la noche, fui dándome cuenta de que el asunto era serio. El vecino negro me prestó a regañadientes una vela y pasé la noche con toda la chambre a media luz esperando a que se hiciera de día para ir a ver a Marguerite y contarle lo que había pasado. ¿Debía mostrarme indignado? Con ella desde luego no. Después de todo, le debía siete u ocho meses de alquiler. ¿Qué esperaba? ¿No pagar y tener eternamente luces de bohemia en mi buhardilla?
Hacia las diez de la mañana, bajé a la tercera planta y llamé al timbre de la casa de Marguerite, que seguramente estaba detrás mismo de la puerta porque abrió en el acto. Se extrañó de verme a aquellas horas. Si no entendí mal, me preguntó por la novela. «Ya la he terminado», dije. Esto le hizo mucha gracia, como si le asombrara o encontrara inverosímil que los libros pudieran tener un punto final. Se rió con esa forma suya de reír inolvidable, una risa maliciosa, infantil, burlona, una risa que en el fondo trataba de comunicar cierto sentimiento de amistad. Pero, eso sí, poco después llegó un jarro de agua fría. «¿Y has venido sólo para decirme que terminaste la novela?», preguntó. No sabía cómo hablarle del problema de la luz. Había, por otra parte, cambiado la expresión de su cara, ya no reía nada, ahora daba cierto miedo. «No estoy para nadie, para mí tampoco», dijo confirmando mis temores. Habría querido morirme allí mismo. «Vuelve después», dijo, y cerró la puerta.
Hacia las doce y media, lo volví a intentar. Me tembló el pulso al tocar el timbre. Cuando menos lo esperaba, se abrió la puerta. «¿Qué pasa?», me preguntó. Con cierto miedo en el cuerpo, le dije que el contador de la luz no funcionaba. Tuve que explicárselo, en mi francés inferior, unas cinco veces. Hasta que por fin quedó claro lo que me pasaba. Entonces se quedó inmóvil mirándome. Estuvo bastante rato así, mirándome. Inmóvil. De pronto, me dijo: «Un momento, ahora vuelvo.» Al poco rato regresó con un portafolios de cuero, donde había una multitud de facturas y recibos de la luz. Me dio el portafolios y yo no sabía qué hacer con él. Con uno de sus típicos gestos muy enérgicos, me lo arrebató de las manos y dijo: «Bien, vayamos a la EdF.»
Unos minutos después, con el portafolios de cuero, estábamos en el 69 bis de la rue de Rennes, frente al monstruoso edificio de la EdF, Électricité de France. En el entresuelo nos recibió una empleada que durante minutos estuvo hablando con Marguerite en un lenguaje burocrático impenetrable para mí. Estuvieron manejando muchos papeles con muchas cifras y hablando largo rato en términos sumamente enrevesados hasta que la empleada, casi dándonos una orden —como si de pronto se hubiera sentido ofendida por algo que le había dicho Marguerite—, nos envió a la segunda planta del edificio, donde nos recibió en un despacho un señor muy trajeado, del que recuerdo, sobre todo, su extraña manía de introducir continuamente en la conversación el nombre del actor Gérard Depardieu. De vez en cuando, Marguerite levantaba la voz, enojada por algo. Todo era muy confuso. «¿Desde cuándo no pagas?», me preguntó ella de repente. Pero no estoy seguro de que fuera eso exactamente lo que me dijo, había comenzado a hablar en su francés superior. No aguardó mi respuesta. El señor trajeado sacó más papeles e inició una monserga extraña que acabó con la recomendación de que fuéramos a un despacho de la primera planta, donde un burócrata muy educado nos reeenvió a la ventanilla de al lado de la ventanilla de la empleada que nos había recibido al principio. En esa nueva ventanilla y, tras una conversación en la que juraría que hablaron básicamente de una tienda de paraguas que estaba en el 73 de la rue de Rennes, un hombre parecido al actor Lino Ventura acabó dándole a Marguerite un papel, un único y sobrio papel, atiborrado, eso sí, de cifras y señales en rojo.
A la salida de aquel edificio, en plena rue de Rennes, ella me entregó el papel y me dijo algo que no entendí para nada, parecía dicho a propósito en su francés superior. No entendí lo que ella me decía, pero sí lo que estaba escrito en el papel. Entendí perfectamente que debía pagar más de cuarenta años de recibo de la luz, es decir, que no sólo debía hacerme cargo de los gastos de las luces de bohemia de Copi, Javier Grandes, la travestí Amapola, el cineasta Milosevic, la actriz de teatro búlgara, el amigo del mago Jodorowsky, sino que también me tocaba pagar la cuenta de la luz atrasada de la Resistencia francesa, la del camarada Mitterrand en sus dos días de buhardilla.
Marguerite me hizo comentarios en su francés superior que no entendí para nada, sólo entendí lo último que me dijo, eso lo comprendí nítidamente, se trataba del mismo y famoso consejo que a ella años antes le había dado Raymond Queneau, ese criminal consejo —en el fondo me lo tenía bien merecido por haber escrito un libro criminal— que se recibía en herencia y que a ella la había atado para siempre a una silla y un escritorio y que a mí me condenó a lo mismo. «Usted escriba, no haga otra cosa en la vida», me dijo.
Creo que puede decirse que a París fui sólo para aprender a escribir a máquina y recibir el criminal consejo de Queneau.
Pero, por supuesto, esto yo ese día todavía no lo sabía. Escuché el consejo de Queneau pero, abrumado al ver que debía pagar las luces de bohemia de como mínimo tres generaciones de artistas, no fui ni capaz de agradecerle ese consejo a Marguerite, la acompañé hasta el portal del inmueble de la rue Saint-Benoît y con una silenciosa reverencia le di las gracias por las gestiones en Électricité de France. Aunque no podía saberlo, era la última vez que la vería. Hice la reverencia y luego añadí con humor y tímidamente, recordando una frase del bohemio Bouvier: «Esta noche, en la buhardilla, encenderé una cerilla para no ver nada.»
Salí de su vida como se sale de una frase.
Después, fui a tomarme un croque-monsieur al Flore y me bebí un licor de moras y analicé la situación. Seis días estuve analizándola y al séptimo regresé a Barcelona. Cuando mi padre quiso saber por qué había vuelto, le dije que era porque me había enamorado de Julita Grau y porque, además, en París siempre llovía y hacía frío y había poca luz y mucha niebla. Y es tan gris, añadió mi madre, supongo que refiriéndose a mí.