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Cuando empecé La asesina ilustrada tenía pensado escribir el libro por el primer capítulo, después el segundo, etcétera, pero muy pronto me dejé llevar por el azar, avanzando a veces incluso en zigzag de modo que, como ya dije antes, las ocho cuartillas del cuaderno asesino (que van en el centro del libro) y la frase que encabeza la novela fueron redactadas al final de todo, algo —esto último— que sin duda no habrá de extrañar a quien recuerde aquello que decía Pascal: «Lo último que se encuentra escribiendo una obra es aquello que ha de figurar al principio.»

La octava y última cuartilla del cuaderno central describía la muerte de ese poeta, que era en el fondo, sin yo saberlo, un trasunto de mí mismo y de mi trágico paso a la criminal prosa tras mi renuncia a la poesía. Yo no sabía que aquella octava página sería la última del manuscrito, pero lo intuí, porque a fin de cuentas narraba la muerte de un poeta, de un poeta cualquiera, que era el objetivo al que se habían encaminado las cuartillas anteriores. Escribí en esa última página: «Chorros de vino salían de sus orejas, y sus piernas barrían el suelo como dos mástiles ciegos. Todo terminó al alba (…) Le abracé, pronuncié su nombre. Como antaño su hermana, en las largas noches de invierno, le llamé con un tono de voz que le era familiar. Pero ya no podía oírme. Todo estaba en calma, llegaron los primeros pájaros de la mañana. Olor de encierro, de tabaco de pipa y de sedas viejas y viejos pergaminos. Estaba (ahora lo sabía) abrazando a un cadáver.»

Era un día en el que llovía mucho, me acuerdo muy bien. Escribí esas frases del manuscrito asesino, escribí esas frases que hablaban del repliegue de un escritor que se ha hecho viejo, las escribí y entendí que la novela seguramente había llegado a su final. Era 30 de enero, me acuerdo perfectamente. Antes de salir a la calle para dar una vuelta y comer algo y pensar en si ya estaba terminado o no el manuscrito central y con él mi libro, fui al Relais Odéon para ver si encontraba a Martine Simonet y la felicitaba, porque era el día de su santo. Era 30 de enero del 76, Santa Martine. Llovía muchísimo y la gente titubeaba antes de cruzar las calles, como si más que calles fueran torrentes. Los coches circulaban despacio, con miedo a derrapar. Yo, por mi parte, tenía miedo de haber terminado la novela, pero al mismo tiempo me decía que si era así debía afrontar la realidad. No encontré a Martine y acabé entrando en un bistrot de la rue de Seine donde no había estado nunca. Debía de ser un restaurante malo, porque estaba medio vacío. El menú estaba escrito con tiza en una pizarra grande, los manteles eran de papel, las mesas muy pequeñas, y las jóvenes que servían llevaban un uniforme de color blanco y negro. Mientras comía un bistec con patatas, pensé en que podían volver a confundirme con el terrorista Carlos. Pero no tardé en caer en la cuenta de lo ridículo que era haber pensado una cosa así. Pedí otro pichet de rouge. La jarra dejó una mancha con reflejos de color rubí en el papel blanco de la mesa, y eso me hizo recordar lo que acababa de escribir en la octava cuartilla: «Chorros de vino salían de sus orejas, y sus piernas barrían el suelo como dos mástiles ciegos…» Me di cuenta de que de una forma tan sencilla como inesperada alguna Musa oculta me había mandado una señal con la que me indicaba que no le diera más vueltas al asunto: la novela estaba terminada.

¿Debía considerar que aquel era el momento más extraordinario de mi vida? Acababa de terminar mi primera novela (no sabía aún que me faltaba una frase, la que encabezaba el libro) y por lo tanto debía empezar a concienciarme de que me encontraba en uno de los puntos culminantes de mi existencia. ¿O no? Lo pensé bien y vi que, en honor a la verdad, lo más honrado era reconocer que nada parecía subrayar la importancia del momento, pues, por mucho que me esforzara, todo estaba sucediendo sin solemnidad ni emoción alguna. Me llevé el vino a los labios y sorprendí las miradas que intercambiaban entre ellas las jóvenes camareras. Había tan pocos clientes que ellas se aburrían y seguramente se habían fijado en lo raro que era yo y se reían. Pensé: Ay, si supierais que acabo de terminar una novela. Saqué pecho. Pensé que, muchos años después, La asesina ilustrada se traduciría en Francia y alguien escribiría: «Paradójicamente, este intento de asesinar al lector firmó el acta de nacimiento de un escritor.»

Cuando salí del restaurante, había dejado de llover, el aire se había serenado, estaba aclarándose el cielo. Inicié el regreso hacia la buhardilla. Pero al llegar a la rue Saint-Benoît me pareció que no tenía ya nada que hacer allí arriba, en mi casa. Después de todo, la novela estaba terminada. ¿Sentía yo el famoso vacío que decían que se apoderaba de un escritor cuando terminaba su libro? No, nada sentía de todo esto. Sí en cambio unas ganas inmensas de encontrar a Martine y felicitarle el santo. Volví a dirigirme al Relais Odéon, me dije que tal vez con el cambio de tiempo ella se habría por fin decidido a salir y la encontraría allí. Y hacia el Relais me encaminaba cuando, andando por el boulevard Saint-Germain, pasó como una fuerza del Mal, rozándome a propósito, con la música a todo volumen, el Mercedes descapotable de Paloma Picasso y quedaron mis pantalones totalmente empapados de agua. No vi quién conducía, pero en el coche iba Paloma y a su lado, cubiertos con espectaculares sombreros, los dos dramaturgos argentinos. Todo fue muy rápido. Me salpicaron los pantalones a conciencia y luego se alejaron burlándose, con grandes risas, de mi mueca de estupor de pobre bohemio humillado.