Muchos años después, también Marguerite Duras se replegó en sí misma. Eso ocurrió veinte años después de que yo dejara mi buhardilla. Mi biografía de aquellos años no debería terminar en el momento en que dejé la ciudad sino veinte años después, cuando Marguerite se replegó en sí misma, se apartó del mundo y dejó de escribir para siempre, dejó su combate cuerpo a cuerpo con la escritura, dejó de ver a sus amigos. La noticia me llegó a mí a Barcelona cuando Javier Grandes, que ahora vivía en Mallorca, me dijo que al pasar por París la había llamado a su casa para saludarla y ella le había dicho que no le conocía, que no se acordaba de él, que había vuelto al estado salvaje de la infancia y que ya no se acordaba de nadie, sólo recordaba Saigón.
Se sabe que esto mismo se lo dijo a otras muchas personas, se sabe que en sus últimos días sólo hablaba de la muerte y de los años salvajes de la infancia y de la dulzura de la tierra natal. Una noche, se llevó las manos a la garganta y pronunció el nombre de uno de sus personajes. «Anne-Marie Stretter», dijo. Fue sólo el anticipo de lo que iba a suceder, el anticipo de la llegada del monzón mortal y de la escena final en el lecho, donde dicen que dijo que después de la muerte no queda nada. «Sólo los vivos que se sonríen, que se apoyan.» Y a la mierda.