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En enero del año en el que se iba a matar, Hemingway, un hombre viejo y frágil, con todo el cabello blanco, pálido, de miembros enflaquecidos pero aparentemente algo mejorado de sus últimas crisis, fue autorizado por los médicos a regresar a Ketchum. Su amigo Gary Cooper acababa de decir que un hombre feliz es aquel que durante el día, debido a su trabajo, y por la noche, debido a su cansancio, no tiene tiempo para pensar en sus cosas. Pero Hemingway sí tenía ese tiempo. Se le pidió que contribuyera con una frase a un libro que iba a ser entregado al recién investido presidente de los Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy.

Trabajó todo el día y no consiguió la frase. «Ya no viene», le balbuceó a su amigo George Saviers. Y lloró. Ya no volvió a escribir nunca más. Cuando llegó la primavera, dicen que ni la vio y que ni se enteró de que había llegado. Vestido siempre de negro, la cabeza baja, vivía en permanente estado de desesperación. Algunos héroes de sus libros, con su estoico aguante en la adversidad, con su extraordinaria elegancia en el sufrimiento, iban a pasar a la historia y a quedar, al menos durante un tiempo, en la memoria de la humanidad. Pero él estaba desesperado y su estoico aguante zozobraba. Y no podía hacer mucho. Cuando se está en medio de las adversidades ya es tarde para ser cauto. Trasladó de la armería a un armario una vieja escopeta de caza y dos cartuchos. Su mujer lo descubrió y avisó al médico y el médico le pidió a Hemingway que devolviera la escopeta a la armería. Tuvieron que volver a ingresarlo, pero antes de subir al coche que iba a conducirle al avión que le iba a llevar al hospital se precipitó a la armería y se puso un arma cargada en la garganta. «Shanghaied», dijo. Fue sólo un anticipo de lo que acabaría haciendo en julio.