A la mañana siguiente, vino Julita Grau de nuevo a la buhardilla. ¿Qué querrá de mí esta vez?, me pregunté de inmediato. Me dije: Ayer debería haberme acostado con ella. De hecho, me dije, las mujeres sólo quieren una cosa, que los hombres quieran acostarse con ellas. Pero si te acuestas con una mujer, ella te puede dejar jodido. Y si no quieres, ella te jode igual por no haber querido.
Me acordé de una novelita inglesa que había leído hacía poco en la que se describía la tornasolada fantasía femenina de estar sentada en un jardín a la caída de la tarde, leyendo y esperando al hombre que todos los días vuelve a su hogar y a sus brazos. ¿Será eso lo que quiere?, me pregunté. Y si ella me confesara que es eso lo que quiere, ¿debería creerla? Por otra parte, ¿consistía mi fantasía en volver a casa en un tren de cercanías abarrotado con una pesada cartera y encontrarme con una mujercita intelectual que se ha pasado el día tumbada a la bartola leyendo a Unamuno?
«¿En qué piensas?», preguntó ella. «En nada, ¿has venido para despedirte?» «No», me contestó lacónica. Me puse muy nervioso. «Dime la verdad, ¿qué ves en mí?» No pareció sorprendida. «Probablemente una versión mejorada de ti mismo», contestó con gran aplomo. «No te entiendo.» «Veo en ti», dijo, «una persona completa, y no la macedonia confusa que eres para ti mismo.»
Se quedó siete días en la buhardilla. De un sábado al viernes de la semana siguiente. En la mañana de ese viernes, descubrí casualmente que mi padre la había contratado para que me enamorara y me convenciera de regresar a Barcelona. Lo descubrí y quedé anonadado, destrozado mentalmente. Ella lloró.