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Unos días después, fui al estreno de una obra de teatro, una pieza llamada Cairo, escrita por dos jóvenes amigos inseparables, los argentinos Javier Arroyuelo y Rafael López Sánchez. Fui con Raúl Escari, que les conocía mucho a los dos, y con Julita Grau, amiga de Aiguafreda, un pueblo de Cataluña donde yo de adolescente había veraneado con mis padres. Julita, que siempre había destacado por su precoz intelectualismo, acababa de llegar de Barcelona y había ido a verme a la buhardilla. Aunque me inquietó porque no sabía lo que allí andaba ella buscando, me alegró bastante verla y recordamos algunas fiestas y ciertos jardines de la horrenda Aiguafreda. Acabé invitándola a ir al teatro por la noche mientras me las arreglaba con mil excusas para evitar que quisiera quedarse en la buhardilla.

En Cairo Paloma Picasso, que poco después se casaría con López Sánchez (y años después se divorciaría y le costaría una verdadera fortuna la separación de bienes), colaboraba en el montaje teatral con el diseño de las joyas que llevaban los actores y de paso le daba glamour y público a la obra de aquellos dos jóvenes argentinos, que formaban parte de la contracultura teatral de París y eran dramaturgos del Théâtre TSE que dirigía otro argentino, Alfredo Rodríguez-Arias.

Ya desde el primer momento me di cuenta de que no iba a entender mucho de la obra. A que no entendiera absolutamente nada contribuyó de forma inestimable Julita Grau cuando, al final del primer acto, buscando ayudarme, me dijo que se trataba de una pieza de teatro muy a la moda psicoanalítica en su vertiente más dura, más lacaniana y que el mismo hecho de que en el título faltara el artículo El en la palabra Cairo ya era una pista. ¿Una pista de qué? No obtuve respuesta. Al terminar la representación, Raúl fue al camerino a felicitar a los autores, y le acompañamos. Y, no sé cómo, acabamos en el grandioso Mercedes descapotable de Paloma Picasso fumando unos puros habanos gigantescos y recorriendo con ella y con Raúl y con Julita y con los autores de Cairo las calles recién regadas de París, camino de la discoteca Le Sept, de la rue Sainte-Anne. Nunca en la vida me he sentido igual de poderoso. Allí, sentado en la parte de atrás del magnífico descapotable, con música de Glenn Miller en la radio, jugué a verme a mí mismo como el rey de la dolce vita parisina, como si acabara de conquistar la ciudad y fuera el heredero, en todos los sentidos, de Pablo Picasso.

El triunfador catalán Ricardo Bofill era un mequetrefe comparado conmigo. París no se acaba nunca, pensé. Y me demoré en la agradable recepción de la idea de que yo era el rey de París, un joven dios muy por encima de la gente vulgar, flagelo de los idiotas. Y me acordé de Jacques Prévert, que decía que tenía un pie en la Rive Droite, otro en la Rive Gauche, y el tercero en el culo de los imbéciles. Y también me acordé de Martine Simonet y me dije que sería fantástico que ella estuviera andando a aquellas horas como una pobre cenicienta por las calles y nos viera pasar y se quedara impresionada al ver lo mucho que había mejorado mi vida bohemia. Y también me dije que sería perfecto que en un semáforo estuviera esperando para cruzarlo mi vecino de buhardilla, el impertinente negro. «Adiós, tubab, adiós», le diría arrojándole a la cara el humo de mi puro habano.

Estaba pensando en todo esto cuando Julita Grau me preguntó si andaba escribiendo algo y le dije que estaba terminando una novela que asesinaba a sus lectores. Y a la pregunta de si estaba preparando algo más, di una gran calada al puro habano y se me ocurrió de golpe el título de una obra de teatro que se titularía Al sur de los párpados. Y cuando ella quiso saber de qué trataba esa obra, aproveché una pausa en la conversación de Paloma Picasso con los dos autores argentinos para mirar al cielo estrellado de París y decir con falsa modestia, aunque sin poder ocultar la voz altiva del que se cree a siglos luz de sus contemporáneos: «Bueno, no echemos las campanas al vuelo, pero intuyo que será una obra interesante, es un estudio psicoanalítico de la mirada.» Me miraron con extrañeza Picasso y los dos dramaturgos. No me azoré para nada, todo lo contrario. «Psicoanalítico de la mirada», repetí. Estaba plenamente convencido de ser el rey del mambo.