Sentía que La asesina ilustrada se encaminaba hacia su final y, para darme un poco de moral a mí mismo, me decía que, como mínimo, la trama de mi libro era muy original. Pero de pronto, el 12 de enero del 76, me enteré por Le Monde de que acababa de morir Agatha Christie y quedé totalmente consternado cuando en una nota a pie de página supe que ella había escrito una novela policíaca, El asesinato de Roger Ackroyd, en la que el lector descubría al final que el narrador del libro era precisamente el asesino. No me esperaba algo así. ¿Había perdido dos años de mi vida escribiendo La asesina ilustrada? Yo creía que era muy original y única en el mundo mi idea de matar al lector a través de una narradora que no desvelaba que era la asesina hasta la última línea. Ver que no era así me hizo caer en un notable desánimo, porque yo tenía la impresión de que si algo interesante tenía el libro era la originalidad de la trampa que se tendía al lector.
¿Qué tenía que hacer? ¿Volver a empezar?
Todo está inventado, me dije. ¿O acaso creía que alguien podía ser todavía original?[2] Pasé unos días un tanto desalentado hasta que una tarde, de pronto, en un arranque de buen humor, decidí sustituir la fotografía de Virginia Woolf (que a modo de póster presidía la buhardilla recordándome que también yo tenía una habitación propia) por una fotografía gigante de Santa Agatha Christie, la verdadera asesina ilustrada y gran dama del Crimen. Y me dije, bromeando para mí mismo, que el siguiente inquilino de aquella buhardilla sería un escritor de novelas policiacas. Luego me di cuenta de que en otros días no se me habría ni ocurrido pensar en el siguiente inquilino de aquella chambre. Era como si, al igual que La asesina, mi tiempo en París también se fuera encaminando hacia su final.