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«M. D., qui a beaucoup lu, aujourd’hui lit tres peu» («M. D., que ha leído mucho, hoy en día lee muy poco»), comenzaba diciendo Benoît Jacquot en uno de los artículos de un libro colectivo que la editorial francesa Albatros acababa de publicar sobre Marguerite Duras y que yo compré para ponerme al día en torno al mundo creativo de mi casera. Lacan y Maurice Blanchot, entre otros, colaboraban en aquel libro. Recuerdo que esa primera frase del artículo de Jacquot entusiasmaba a Raúl Escari de una forma fuera de lo normal, ya que durante unos días se especializó en repetirla a todo el mundo, a Duras incluida. Y también recuerdo que había en el libro una especie de celebración colectiva de la película India Song, que ella acababa de estrenar con éxito en varios cines de París. Su segundo marido, Dyonis Mascolo, decía, por ejemplo, que India Song, aun teniendo el precedente de Dreyer, significaba el verdadero nacimiento del cine, y le auguraba a este arte joven un gran futuro, gracias en parte a los caminos que había abierto Duras con la película. Maurice Blanchot se preguntaba qué era India Song. ¿Podía decirse que era una película o tal vez un libro o ninguna de las dos cosas? Al acabar de leer el artículo de Blanchot, tuve la impresión de saber sobre Marguerite menos cosas de las que sabía antes de haber comenzado a leer el artículo. Jacques Lacan, por su parte, decía haberse quedado con la boca abierta cuando leyó Le ravissement de Lol V. Stein. Y decía también otras cosas que he olvidado o, mejor dicho, que no entendí, sin que eso me preocupara demasiado, pues me había acostumbrado a no entender a Lacan.

Aquel libro colectivo sobre Duras lo abrían unas palabras de ella en las que confesaba que escribía para estar ocupada en algo. Y añadía: «Si yo tuviera la fuerza de no hacer nada, no haría nada. Es porque no tengo la fuerza de no hacer nada por lo que escribo. No hay ninguna otra razón. Es lo más verdadero que puedo decir sobre esta cuestión.» Me impresionó la sinceridad de estas palabras. Unos días después de leer aquel libro, me crucé con Marguerite en la rue Saint-Benoît y la breve conversación callejera derivó hacia unos terrenos tan literarios que se me ocurrió —sabiendo ya lo que podía contestarme— preguntarle por qué escribía. Pensé que, en cuanto empezara a contestarme con su previsible respuesta («es porque no tengo la fuerza de no hacer nada…»), la interrumpiría con una amplia sonrisa en los labios para decirle que ya sabía cómo continuaba la frase, puesto que la había leído (así ella vería que me interesaba por su mundo) en el libro colectivo sobre su obra que yo acababa de comprar, interesado como estaba en todos los libros que hablaran de ella.

Pero me llevé una buena sorpresa, porque esperaba una respuesta y encontré otra. «Escribo para no suicidarme», dijo lacónicamente. Aturdido, farfullé unas palabras medio incoherentes, no sabía qué decir ni cómo continuar. Por suerte, Duras casi me ordenó que le abriera paso en la calle, pues debía ir al Flore, me dijo. «Es horrible», añadió, «porque he quedado con Peter Brook, que me trae siempre mala suerte, la última vez que le vi por poco me atropella un coche frente al Flore.»

¿Escribía para estar ocupada en algo o para no suicidarse? ¿En qué quedábamos? ¿Era ella muy sincera o hacía todo el rato literatura? ¿Había que esperar a que un autor desapareciera para que un biógrafo pudiera contar su vida tal como la vivió y no tal como la contaba él mismo? Había leído yo, no sabía dónde, que André Gide decía que un artista no debía contar su vida tal y como la había vivido, sino vivirla tal y como la iba a contar. Y, en medio de todo esto, ¿qué pensaba hacer yo? ¿Vivir mi vida tal como la pensaba contar? ¿Y cómo se llevaba a cabo algo de ese estilo?

Fui meditando alrededor de todo esto, hasta que llegué a la buhardilla, entré en ella extenuado por tantas preguntas. Después, con el tiempo, he sabido que Duras era una gran especialista en lo negativo, una profesional del pathos o de su simulación estricta. Pocas frases tan seductoras, tan hipnotizadoras como esta que encontramos en su libro Écrire: «La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida.» Es una frase fascinante. Pero ¿debemos creer al pie de la letra lo que en ella dice? ¿Qué dice, además, ahí? Si realmente dice algo, ese algo es en realidad muy simple. Es algo en verdad muy sencillo —viene tan sólo a decir que la literatura es igual que el viento—, pero hay que reconocer que está especialmente bien dicho. A Marguerite siempre le gustó jugar con fuego, ahora lo sé, entonces no lo sabía. A Marguerite, ahora lo sé, le encantaba evidenciar el desafío de la incesante palabra vana.

Aquel día, extenuado por tantas preguntas, entré en la buhardilla, volví a mirar el libro sobre India Song y Duras, y de pronto conocí unos minutos de felicidad inesperada cuando mi atención se depositó distraídamente en el pie de foto de una imagen del libro: «Marguerite Duras, 17 años. Sadec (Conchinchina).» Toda mi atención se centró en la última palabra, la que nombraba a ese país legendario. Nunca lo había hasta entonces tenido en cuenta, pero mi casera había nacido en Saigón, una ciudad a la que había estado ligado mi bisabuelo materno, que había participado a mediados del XIX en la expedición de castigo española que combatió junto con los franceses en aquel lejano lugar y entró en Saigón, aunque el mando francés izó su bandera y se quedó con el botín y consideró a los españoles tropas auxiliares. Pero mi bisabuelo estuvo ahí entrando en Saigón con el general Palanca, y allí se quedó unos años.

De niño, mi madre —como tantas otras madres españolas de la época— me amenazaba con enviarme a la Conchinchina si me portaba mal. Pero, a diferencia de las otras madres, la amenaza de la mía tenía cierto sentido, dada la ligazón que nos ataba con ese remoto país, una ligazón que parecía de pronto proseguir con las relaciones que yo tenía con Duras, la escritora llegada de la Conchinchina.

El descubrimiento de esta conexión oriental dio paso a una larga escena de engañosa felicidad cuando en los minutos siguientes, tumbado sobre el colchón que tenía en el suelo —aquella cama horrible en la que se consumían mis días—, estuve especulando sobre la misteriosa relación que unía a mi familia con la Conchinchina, y se me ocurrieron unas historias extrañas, exóticas, apasionantes. Fue como si estuviera escribiendo, pero divirtiéndome mucho más que si escribiera, ya que no debía someterme a las rígidas normas de la cuartilla de Duras. De pronto, con los viajes de mi imaginación descubrí durante unos minutos inolvidables que mi prosa mental era capaz de navegar por superficies tranquilas tal como una barca se desliza velozmente por delante de un viento favorable. Las historias de mis familiares y la Conchinchina se deslizaban y se escribían solas por delante de ese viento, libres y sin ataduras. Descubrí las excelencias de unir esa imaginaria escritura sobre el viento con «la fuerza de no hacer nada», que diría Marguerite. Quedé encantado de la vida y me dormí de golpe, como si la felicidad de no escribir tuviera la facultad de dejarle dormido a uno.

Horas después, desperté. Me quedé en la cama casi sin moverme, miré la ventana, miré mis rodillas, recordé mi felicidad de antes del sueño, escuché los ruidos —como siempre incomprensibles— del negro de la buhardilla de al lado. Pasé de pronto de la felicidad con la que me había dormido al remordimiento por no haber escrito en realidad nada, sólo trazos imaginarios en el viento. Si lo pensaba bien, era espantoso. Me había dormido de felicidad, sí. Pero también de burricie y de pura holgazanería. Me dije que si tanta pereza me daba escribir, ¿por qué no viajaba hasta la luz extrema y extranjera de la Conchinchina, por ejemplo? Allí nadie me obligaría a escribir, podría inscribir historias en el viento. ¿Podría realmente inscribirlas? La Conchinchina había cambiado de nombre hacía tiempo y ahora se llamaba Vietnam y era un infierno y no había sitio para los holgazanes. Si bien allí nadie me obligaría a escribir, lo más seguro era que no me dejaran dormirme de felicidad y que, además, me viera obligado a trabajar. Me acordé de cuando mi madre, al enterarse de que yo simpatizaba con ideas de izquierda, me decía: «Pues muy bien, si eres comunista vete a Rusia. Ya verás como allí te hacen trabajar.»