Una mañana de invierno, paseaba con Arrieta por el Jardin du Luxembourg cuando en una alameda secundaria divisamos un pájaro negro y solitario, casi inmóvil, leyendo el periódico. Era Samuel Beckett. Vestido de riguroso negro de la cabeza a los pies, estaba allí en una silla, muy quieto, parecía desesperado, daba miedo. Y hasta casi parecía mentira que fuera él, que fuera Beckett. Nunca había previsto que pudiera encontrármelo. Sabía que no era un clásico muerto, sino alguien que vivía en París, pero siempre le había imaginado como una oscura presencia que sobrevolaba la ciudad, nunca como alguien al que uno se encuentra leyendo desesperado un periódico en un viejo parque frío y solitario. De vez en cuando pasaba página, y lo hacía con una especie de enojo tan grande y una energía tan intensa que si el Jardin du Luxembourg entero hubiera temblado no nos habría extrañado nada. Al llegar a la última página, se quedó entre absorto y ausente. Daba más miedo que antes. «Es el único que ha tenido el valor de mostrar que nuestra desesperación es tan grande que ni palabras tenemos para expresarla», dijo Arrieta.