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Un 29 de octubre del 65, Ben Barka, el líder de la oposición marroquí al rey Hassan II, había quedado a comer con un periodista y un cineasta en la brasserie Lipp del boulevard Saint-Germain, frente al Flore. Cuando se disponía a entrar en el restaurante, dos policías de la brigade mondaine —el inspector Souchon y su subordinado Voitot— se identificaron y le invitaron amablemente a subir al coche donde le esperaba Antoine López, agente de los servicios del Contraespionaje francés, que dijo tener órdenes de ponerle en contacto con una alta autoridad del Estado. Se sabe que partieron hacia una villa en Fontenay-le-Vicomte, donde se perdió para siempre el rastro del político marroquí.

Diez años después, a finales de octubre del 75, fui a almorzar, como solía hacer muchos días, a la cafetería-restaurante del drugstore de Saint-Germain, al lado mismo del Lipp, también frente al Flore. Solía allí comer siempre solo, parapetado detrás de la prensa deportiva española, Marca y Dicen, que leía de cabo a rabo. Ese día, me acababan de retirar el primer plato y aguardaba la llegada del segundo cuando se me acercaron dos hombres muy altos y fornidos, dos gorilas de notable envergadura que se identificaron como policías secretos y me invitaron discretamente a seguirles hasta el lavabo, donde me colocaron con notable nerviosismo contra la pared y me cachearon y preguntaron por qué estaba yo tan nervioso. «Y ustedes», les pregunté, «¿por qué también lo están tanto?» Ellos tenían sus motivos para el nerviosismo, pues creían que yo podía ser el terrorista venezolano Carlos, el mismo que hacía poco había colocado una bomba que había dejado una estela de muertos en aquel local; el mismo al que se le había visto antes del atentado —según las declaraciones de las camareras— comer varias veces en el restaurante y leer allí prensa en lengua española.

Los dos policías, que pronto vieron que seguramente se habían equivocado, acabaron invitándome a que les acompañara hasta mi buhardilla de la rue Saint-Benoît (la que yo, tratando de que supieran que estaba relacionado con una persona importante, les había dicho que me había alquilado Marguerite Duras) y comprobar allí sobre el terreno que efectivamente no fabricaba bombas y sólo era, tal como les decía, el inocente escritor de una primera novela titulada La asesina ilustrada.

Aquel incidente también tuvo algo de principio del fin de mis días en París. Así lo intuía yo cuando, custodiado por los dos inmensos gorilas, me disponía a atravesar el boulevard Saint-Germain, camino de la buhardilla. Una nota de humor puntúa hoy en el recuerdo lo que en aquellos momentos para mí significó vivir un momento difícil. Y eso que por suerte nada sabía yo de que exactamente diez años antes, en circunstancias parecidas y también frente al Flore, dos policías habían hecho desaparecer para siempre a un hombre que iba a almorzar en el Lipp. Creo que de haber conocido este antecedente de Ben Barka me habría muerto de miedo. El hecho es que el recuerdo de aquel día está puntuado por una nota de humor cuando, justo al pasar por el Flore, un amigo de Arrieta —un pintor gay que físicamente trataba de parecerse a Andy Warhol— no se dio cuenta de que andaba yo escoltado por dos policías y me gritó al pasar: «¡Hoy sí que vas bien acompañado!»

¿Tenían malas intenciones, a lo Souchon y Voitot, aquellos policías que me cachearon en el lavabo del drugstore y después subieron a mi buhardilla y, tras una breve inspección, se quedaron unos minutos leyendo las primeras páginas de mi manuscrito de La asesina ilustrada, tal vez creyendo que mi libro aún no terminado podía ser un conjunto de documentos secretos del terrorismo internacional? No lo creo, más bien me parecieron, al final de aquel asunto, bastante inofensivos. En todo caso esto no lo podré saber nunca, como tampoco si fueron ellos los dos policías que unas semanas más tarde cayeron asesinados por el terrorista Carlos cuando intentaban detenerle en un apartamento de París.

Los dos gorilas inspeccionaron la buhardilla, vieron que allí nadie preparaba bombas, dieron un vistazo prolongado a La asesina, y finalmente el gorila más alto me preguntó si había leído a Simenon. No sabía yo qué era mejor responder y preferí decir la verdad, dije que no. «Bueno», dijo el gorila más bajo, «ya nos vamos.» Parecían estar de pronto de un repentino buen humor, como si se hubieran librado de un trabajo engorroso. Y, aunque no pidieron disculpas al joven inocente al que habían interrumpido la comida, el gorila más bajo tuvo un detalle cuando ya habían dejado la buhardilla y enfilado el rellano que les conducía al hueco de la escalera. Se volvió de pronto y me dijo con toda la ternura irónica de la que puede ser capaz un policía: «No es bueno en estos antros vivir solo.» Y el otro policía añadió: «No es bueno vivir en la espesa soledad de los criminales.» Esto último me sorprendió bastante. La frase era rara, tanto pronunciada por un policía como por cualquier ciudadano. Y, por otra parte, ¿acaso él creía que porque escribía sobre una asesina ilustrada yo era potencialmente un criminal solitario? Muchos años después alguien me dijo que «la espesa soledad de los criminales» era una expresión que Simenon empleaba con frecuencia.