El apartado experiencia de la cuartilla de Duras lo tomé durante bastante tiempo como una nota de humor que ella había incluido para no asfixiarme del todo, pero un día comencé a sospechar que tal vez el apartado experiencia también iba en serio, no había motivos para lo contrario. Si era así, era realmente fastidioso. La palabra experiencia suena siempre horrible, pero en la época en la que uno es joven todavía suena peor. Una vez le había oído decir a alguien: «La experiencia es como un peine para un calvo.» Yo no podía estar más de acuerdo con esto. Estaba seguro de que la experiencia no servía para nada. Lo que aún no sabía era que era necesario tener experiencia para saber por qué no servía para nada. Por otra parte, ¿sabía yo realmente que no tenía experiencia? Ni lo sabía ni dejaba de saberlo, simplemente no deseaba pensar mucho en el tema, ya que éste me resultaba enormemente fastidioso, propio del no menos fastidioso mundo de los adultos.
Pero un día di de golpe con la experiencia y fue una experiencia irrepetible. Fui al Studio des Ursulines a ver un documental sobre escritores americanos en París, sobre la generación perdida, y le escuché a Hemingway hablar de su teoría del iceberg. Había leído cosas sobre esa teoría, pero nunca las había escuchado en directo, con la voz del mismísimo Hemingway. Aunque él ya no era mi ídolo absoluto, su presencia en la pantalla y sus palabras me impresionaron. «Trato de escribir», le oí decir, «de acuerdo con el principio del iceberg. Sólo una décima parte es lo que vemos del iceberg, el resto está bajo el agua. La historia que no está en el cuento, la que está bajo el agua, se construye con lo no dicho, con lo sobreentendido y la alusión.»
Y algo más adelante: «El viejo y el mar podría haber tenido más de mil páginas, pero no era eso lo que yo buscaba. Traté de eliminar todo lo innecesario para transmitir experiencia al lector, a pesar de que experiencia en el mar, por ejemplo, me sobraba. Pero esa experiencia no aparece de forma explícita, aunque por supuesto está ahí, pero no se ve. Es muy difícil de hacer, pero lo hice. Yo, por ejemplo, he visto el acoplamiento de los peces espada, así que es algo que conozco. Eso no lo cuento. He visto un cardumen de más de cincuenta ballenas, y en una oportunidad arponeé a una de casi dieciocho metros de largo, y la perdí. En fin. Todo eso no lo cuento. Pero esas experiencias son las que constituyen la parte sumergida del iceberg.»
A la salida del Studio des Ursulines, tuve la impresión de que había aprendido más sobre la experiencia que en el resto de mi vida. Pero tener esa impresión no me trajo precisamente la alegría. Salí de allí formulándome todo el rato esta pregunta: ¿Qué clase de experiencia personal mía es la que, a la hora de narrar, puedo yo dejar en la parte sumergida del iceberg? Si quería ser honesto, debía reconocer que en la asignatura de la experiencia la nota que me había ganado a pulso era un cero. Porque ¿qué clase de experiencia creía que estaba adquiriendo con mi vida de buhardilla y farándula?
Para no angustiarme demasiado, es decir, para poder seguir escribiendo La asesina ilustrada, me dediqué a convencerme a mí mismo de que todo aquello de la experiencia era muy discutible y que seguramente se podía escribir sin ella, ejemplos no faltaban. Bastaba con cambiar el Kilimanjaro de Hemingway por el de Raymond Roussel, el autor de Impresiones de África y escritor extremadamente cerebral que no explotaba nunca sus experiencias personales, sino que se dedicaba, gracias a un método de combinaciones fonéticas que él había inventado, a narrar historias que surgían de la prosa misma, una especie de gélida poética narrativa que estaba directamente conectada con, por ejemplo, su extraña manera de viajar, tan en el polo opuesto a la de Hemingway.
El autor de Impresiones de África no viajaba para tener experiencias que luego le sirvieran para contarlas en sus libros o para dejarlas calladas en la parte del iceberg no visible. Roussel no viajaba para descubrir nada nuevo sino para ver de cerca universos exóticos que habían poblado su infancia en forma de cuentos o novelas, no para tener historias que contar o que ocultar mientras contaba parte de ellas, sino sólo para comprobar que existía lo que había leído en la infancia. De él son estas maravillosas palabras: «Quiero dejar constancia de un hecho bastante curioso. He viajado mucho. En 1920-1921 di la vuelta al mundo siguiendo la ruta de India, Australia, Nueva Zelanda, las islas del Pacífico, China, Japón y América. Conocía ya los principales países de Europa, Egipto y todo el norte de África, y más tarde visité Constantinopla, Asia menor y Persia. Se da el caso, sin embargo, de que ninguno de estos viajes me procuró el menor material para mis libros. Me ha parecido que valía la pena señalar este hecho por cuanto muestra de modo muy palpable la importancia que tiene en mi obra la imaginación creadora.»
Dándole vueltas al asunto de la imaginación creadora y a la necesidad o no de la experiencia para escribir, terminé consultándole a Raúl Escari mis dudas. «Todo me lo preguntas a mí», me dijo Raúl, «¿te has dado cuenta?» Pasé por alto la cariñosa impertinencia y no le contesté a la pregunta, me dediqué a contarle que, debido a mi falta de experiencia y para que eso no me perjudicara a la hora de escribir, comenzaba a sentirme inclinado a alinearme con Raymond Roussel y su concepción de la literatura, y practicar por tanto una escritura fría y muy cerebral en clara oposición a los fuegos artificiales del clásico hombre experto en casi todo, el vividor Hemingway.
Como Raúl permanecía en silencio y todo parecía indicar que no aprobaba demasiado mi tendencia a narrar historias que surgieran de la prosa misma, le pregunté si pensaba que yo estaba siendo injusto con Hemingway. Entonces él, con un gesto que no olvidaré, zanjó el asunto de esta manera: «Mira, es muy sencillo. Si Hemingway hubiera sido en realidad un yerbajo raquítico que se hubiera pasado la vida fantaseando e inventando en sus libros las historias que decía haber vivido o que estaban detrás de lo que contaba, eso no cambiaría nada las cosas, seguiría siendo el gran escritor que fue. Pero es que, además, no era un yerbajo, no era raquítico.»