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Necesitaba tener algún secreto y ser malvado a veces, sentirme perverso, notarme por dentro muy diferente del situacionista que era por fuera, tener algo de Jekyll y Hyde. O, mejor dicho, ser Hyde alguna vez, no estar todo el tiempo siendo tan cándido, tan buena persona y tan radical de izquierdas. Creo que acerté enormemente al pensar en concreto en Hyde para mis planes de transgresión, pues con el tiempo he descubierto que en realidad el tema de fondo de la novela de Stevenson —entonces yo en París, en aquellos días, aún no la había leído, pero sabía el argumento, como todo el mundo— es la fascinación envidiosa que la persona convencionalmente buena siente por sus posibilidades de maldad desaprovechadas.

Dicho esto, tal vez quede también explicado por qué, por ejemplo, en cierta ocasión, un día en que cobré por la mañana el giro postal de mi padre, jugué a sentirme rico y a tener un alma podrida y capitalista y me fui deliberadamente al Café La Rotonde a beber champagne y allí, sin que naturalmente nadie pudiera apercibirse de esto, me dediqué a desfogarme interiormente y a flirtear con mi mente y a ir transformándola en una mente monstruosa en un intento —hoy lo veo muy claro— de no desaprovechar todas las posibilidades de ser el gran cabrón que yo me decía que podía ser si quería.

Sin embargo, era yo tan bueno en el fondo, tan cándido y estúpido que siempre que intentaba esto acababa avergonzándome de mí mismo, que es lo que sin ir más lejos me sucedió aquel día. Fui a La Rotonde y a la séptima copa de champagne me decidí a dejar mi mente libre de toda atadura moral y política y evoqué la figura de un antiguo cliente de aquel café, el artista Domergue —un pintor de mujeres alargadas, una estrella de lo que podríamos llamar arte de almanaque—, para a continuación poder evocar a su vez la figura de su empleado del hogar —«mi criada», lo llamaba Domergue—, un hombrecito de frente ancha y perilla oscura, que a veces se sentaba con los amigos pintores de Domergue en el café y tomaba una copa con ellos, aunque nunca tomaba la palabra.

Me dediqué a reírme interiormente de ese hombrecillo —a eso exclusivamente había ido a La Rotonde—, me dediqué a reírme como un cabrón de aquella pobre «criada». Escupí sobre el recuerdo del hombrecillo, aunque terminé fascinado por la anécdota recordada, avergonzado de mi conducta de escupitajo y arrepentido de la irreverencia excesiva que había tenido con aquel hombrecillo que nunca hablaba en La Rotonde o, mejor dicho, que habló un día cuando los amigos pintores de Domergue le preguntaron si limpiaba otros wáteres, a lo que el hombrecillo contestó que no. Y al preguntarle los amigos de Domergue a qué dedicaba entonces el resto del tiempo, dijo que a mirar pintores y a derrocar el gobierno de Rusia. Todos rieron la doble ocurrencia. «A esto último nos dedicamos nosotros también», le dijeron. No sabían que el hombre era Lenin.