Le oí decir en una conferencia a Romain Gary que los personajes tienen que tener siempre realidad para el escritor. ¿La tenían para mí los de La asesina ilustrada? Más bien ninguno, casi todos llevaban mis iniciales del derecho o del revés, eran como prolongaciones de mi nombre y de mi personalidad. Si acaso la narradora y asesina, al poseer los ojos de Adjani, tenía algo de realidad para mí. Y tal vez mi madre, que yo presentaba como mi hermana. Y tal vez también la pobre Ana Cañizal, que a diferencia de los otros no llevaba mis iniciales y además tenía cierta vida propia porque a ella al menos había sido yo capaz de imaginármela, o, mejor dicho, de localizarla dentro de una reproducción de un cuadro de Balthus que había visto en casa de Vicky Vaporú.
La misteriosa atmósfera de aquel cuadro —una enana descorría una cortina y la luz, entrando por la ventana, dejaba ver a una bella mujer asesinada— era la que yo deseaba que tuviera mi novela. ¿Era a la atmósfera a lo que se refería Duras en su cuartilla con instrucciones cuando hablaba del enigmático apartado escenarios? No me parecía que estuviera del todo claro. ¿Y qué pensar del apartado diálogos, que era el menos enigmático de todos, lo que no lo eximía de ser, como los demás, muy problemático, al menos para un principiante como yo? Porque los diálogos exigían generalmente la reproducción de trivialidades y eso parecía difícil de compaginar con la buena literatura. Aparentemente era lo más fácil de resolver de las instrucciones de la cuartilla de Duras, parecía muy fácil reproducir diálogos y, sin embargo, podía acabar siendo lo más difícil de todo. Eso pensaba yo, que me preguntaba, por otra parte, si era lícito utilizar los guiones para los diálogos y así llenar páginas con rapidez. ¿O había que valerse de un bolígrafo y no de una máquina de escribir y utilizar el sistema de las comillas tratando de buscar páginas densas, llenas, que fueran como grandes manchas de escritura, donde la tinta lo ocupara todo, buscar el menor espacio en blanco posible en una página de letra compacta, sin fisuras aparentes?
Era joven, me decanté por lo primero, por los guiones. Lo otro, el sistema de las comillas, ocupar la página entera como si ésta fuera un campo de batalla, lógicamente me aterrorizaba. Pero un día leí en la revista Tel Quel que incluir diálogos en las novelas era lo más anticuado y reaccionario que existía, daba igual si eran diálogos con guiones o entrecomillados, era retrógrado. Lo leí tomando un té con leche en el Café Bonaparte, al lado de mi casa. Pensé que aquello iba más allá incluso de lo que había previsto sobre el asunto de los diálogos. Mi desconcierto fue tan notable que saqué del bolsillo trasero de mi pantalón la arrugada cuartilla con las instrucciones de Duras que siempre iban conmigo. Donde podía leerse diálogos anoté al lado «reaccionarios». Después, no queriendo desorientarme totalmente, fui en busca de alguna certeza y evoqué a Hemingway, maestro del arte de dialogar en los relatos. A continuación, miré a mi alrededor y comprobé que en todas las mesas del Bonaparte había gente dialogando. Sin embargo, esta segunda certeza no cambiaba tanto las cosas. Toda aquella gente que dialogaba seguro que eran votantes del político de derechas Giscard d’Estaing y, además, se les notaba mucho que no tenían poética, eran de una vulgaridad aplastante y lo que decían probablemente también. Traté de mantener la calma antes de tomar una decisión radical con respecto a los diálogos de mi novela. Pagué mi consumición y fui a la buhardilla y, tras una nerviosa reflexión, suprimí todos los diálogos que hasta entonces había escrito, salvo tres que consideré ineludibles; pagaría una pequeña cuota de reaccionario pero no estaba dispuesto a cambiar mi novela entera.