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De todos mis recuerdos de tedio juvenil emerge siempre, no sé por qué, el mismo instante de profundo aburrimiento, uno solo, el de una tarde, por lo visto inolvidable, en París. Hago un fácil esfuerzo y me sitúo en el preciso instante de aburrimiento de aquel día: estoy en mi buhardilla mirando por la minúscula ventana hacia el campanario de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. Me estoy diciendo, una vez más, que vivo en el centro del mundo y de pronto descubro que eso me lo he dicho ya mil veces y que me repito, que es una señal clara de que me aburro. Me acuerdo entonces de que alguien dijo que el centro del mundo más bien está en el lugar donde ha trabajado un gran artista y no en Delfos. ¿Y soy yo un gran artista para pensar que estoy en el centro del mundo? ¿Y de verdad creo que Saint-Germain-des-Prés es el centro de algo? Parece más bien una ingenuidad por mi parte. Pero no me conviene ser tan lúcido, de modo que aparto de mí estas preguntas. Y vuelvo a aburrirme.

Qué horror. ¿Acaso ya no sé estar conmigo mismo? En el colegio me decían que, según Erasmo, quien conoce el arte de estar consigo mismo nunca se aburre. Parece que yo me he olvidado de ese arte. No estoy en el centro del mundo y, además, me aburro. ¿No sirve la inteligencia para escapar del tedio? Sólo ella puede ayudarme en esto. Pongo mi mente en blanco, juego a encontrar la salida a mi instante de aburrimiento. Me digo de pronto que aburrirse es comerse el tiempo. Anoto la frase en un folio en blanco que estaba destinado a La asesina ilustrada, la famosa página en blanco que tanto miedo dicen que da a los escritores. La he anotado con el lápiz que hace un año, al llegar a la buhardilla, encontré en el cajón de arriba del pequeño armario que está debajo de la ventana en la que hace unos segundos me aburría. Ese lápiz muy consumido tuvo que pertenecer a uno de los antiguos inquilinos de la buhardilla. ¿Perteneció a Copi? ¿O a Javier Grandes? ¿O fue del amigo del mago Jodorowsky, el inquilino anterior a Copi? ¿O de la actriz de teatro búlgara? ¿O se lo dejó ahí mi vecino el negro cuando se acostó con la actriz búlgara? ¿O el lápiz fue del cineasta Milosevic, otro antiguo inquilino? ¿O de Amapola, el travesti que pasó unos cinco meses en la buhardilla? ¿O fue de Mitterrand y luego generaciones de inquilinos de la buhardilla han preservado de la destrucción el lápiz como homenaje al más ilustre de los antiguos ocupantes de este reducido espacio de bohemia?

Ya casi no me aburro. Me dedico al ejercicio mental de imaginar a qué se dedicó el camarada Morand, es decir, el señor Mitterrand durante los dos días en que estuvo recluido entre estas cuatro melancólicas paredes. Seguramente tenía una pistola para defenderse. Y un lápiz, el lápiz que todavía está aquí y que podría ir a un museo de símbolos de la Resistencia francesa. Le imagino a Mitterrand frente a ese mismo espejo ante el que estoy ahora. Tiene el lápiz sobre la oreja y sonríe. Anota una frase que le dijo no hace mucho el camarada René Char y que le encanta: «La perdición del creyente es encontrar su Iglesia.»

Después, guarda el heroico lápiz en el armario para que lo encuentren y lo vayan conservando como una reliquia los desdichados bohemios que a lo largo de los años vayan pasando por la buhardilla. Ríe de nuevo, vuelve al espejo, desenfunda la pistola. Ya no me aburro nada. Se gusta a sí mismo en esa actitud. Y yo, por mi parte, descubro que ese incontrolado o inconsciente flujo de mi marea imaginativa en el espejo tiene puntos en común con el ejercicio de la literatura, con la invención de personajes, por ejemplo. Mitterrand se mira, ríe, bum bum, juega con la pistola, dice en voz alta: «La gente sin imaginación cree que los demás también llevan una vida mediocre.»