Leí una noche en la buhardilla que Kubla Khan, en el siglo XIII, soñó un palacio y lo edificó conforme a la visión que había tenido. Y luego leí que en el siglo XVIII, el poeta inglés Coleridge, que no sabía nada de ese sueño del emperador mongol, tomó un día un hipnótico para dormir y soñó un poema sobre el palacio y se despertó con la certidumbre de haber compuesto o recibido un poema de unos trescientos versos que recordaba con singular claridad y de los que pudo transcribir cincuenta, el fragmento que perdura en sus obras con el título de Kubla Khan, cincuenta versos porque el resto se perdieron por culpa de una visita inesperada.
Me dormí tras leer la historia del poema dictado y soñé que mi madre era mi hermana y que era una hermana mayor muy joven con la que yo tenía prácticas incestuosas. Al despertar, me pareció que recordaba con singular claridad el episodio sexual que acababa de soñar y me lancé sobre el escritorio para transcribirlo íntegro. Pero, nada más sentarme ante la mesa, se me olvidó gran parte de lo que supuestamente una inspirada voz me había dictado. Con los restos del sueño, es decir, con la única imagen que más o menos retuve, y añadiendo elementos de cosecha propia, compuse la página 3 del manuscrito central de La asesina ilustrada, una página de la que me siento orgulloso, pues en ella por primera vez —a pesar de que no se trataba de un hecho real sino de un sueño— llevé a cabo la reconstrucción y distorsión de algo vivido por mí anteriormente, porque vivido debe ser considerado un sueño, del mismo modo que los sueños se infiltran en nuestra realidad cotidiana y hasta nos ayudan a saber manipularla a través de la escritura: «Y recordó entonces un episodio de su vida: siendo un niño entró un día sin previo aviso en la habitación de su hermana sorprendiéndola desnuda frente al espejo. Ariadna, que le doblaba en edad, se enfureció y con crueldad le castigó duramente. Le ató de pies y de manos y le flageló con dureza hasta conseguir que la sangre recorriera su pequeño cuerpo. Accedió luego a desatarle con la expresa condición de que, arrodillándose ante ella, besara sus pies y agradeciera el castigo recibido. Así lo hizo y fue entonces cuando, bajo el látigo e inclinado ante la gran belleza de su hermana, se despertó en él por primera vez una sensación de goce y de placer estrechamente ligada a su descubrimiento de la mujer. Siempre pensó que este episodio iría borrándose de su memoria y se equivocó. Porque no tenía otro deseo que el de reencontrar a su hermana muerta y volver a hallarse rodeado de los muros de entonces; sentir que Ariadna le seguía llamando con aquel tono de voz que, desde las largas fiebres de la infancia, le había sido tan familiar.».