Jeanne Boutade —seudónimo de Estela Carriego— solía repetir mucho esta frase: «Ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien.» La frase la atribuía al refranero francés. Pero un día, leyendo a Borges, descubrí que la famosa frase era de Macedonio Fernández. Lo más probable era que Boutade la hubiera oído a algunos de sus amigos argentinos y luego hubiera olvidado de dónde había salido realmente. ¿Sabía ella quién era Macedonio? Seguramente sólo le sonaba el nombre. A mí me pasaba algo parecido. Sobre Borges, en cambio, los dos cada día sabíamos más, sobre todo yo, que había tardado mucho en descubrirlo pero ahora no paraba de leerlo y de hallar ideas en sus textos. El asombroso y creativo parasitismo de Pierre Menard, por ejemplo, con su réplica exacta pero distinta del Quijote, eso que se podía resumir así: si yo escribo una cosa que ya has escrito tú, es lo mismo, pero ya no es lo mismo. El memorioso Funes, las hábiles falsificaciones de obras de arte, el ser en otros (que diría Pessoa), la creencia de que «tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales», el aleph y la sospecha de que la poesía puede que sea el nombre esquivo del mundo. Si hasta entonces yo había visto fotografías de personas o de lugares que en algunas ocasiones acababa viendo de verdad, ese cuento de Borges sobre un aleph significó un avance en mi visión del mundo, pues vi que no sólo se podían ver de verdad ciertas personas o lugares sino que, además, existía la posibilidad —llamémoslo el asombro— de ver más.
En una crítica de cine que Borges hizo de Ciudadano Kane, encontré unas frases que me ayudaron a descubrir un nuevo punto débil de Hemingway. Decía Borges que en la película de Welles había por lo menos dos argumentos y que uno de ellos era de una imbecilidad casi banal, pues hablaba de que un millonario acumulaba estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres, y acababa descubriendo que todas sus colecciones eran vanidad de vanidades y, al verse situado en el umbral de la Muerte, anhelaba un solo objeto del Universo: el pobre trineo con el que jugaba cuando era un niño pobre y feliz.
Como había empezado a leer el mundo midiéndolo por el rasero de Borges, me resultó imposible no mirar con cierta compasión a Hemingway, que había tenido una vida apasionante, había ganado el Nobel y le había adorado o envidiado media humanidad y, sin embargo, al final de sus días, con la misma imbecilidad casi banal del ciudadano Kane, escribió en París era una fiesta que sentía nostalgia de los días de su juventud en París, de los días en que fue pobre y feliz. Y ya sólo le faltó decir que soñaba con un trineo.
No paraba de hallar ideas en Borges y también en quienes comentaban su obra y decían, por ejemplo, que remitía a una tradición, porque el mundo moderno aparecía como lugar de pérdida y deterioro, y a la vez remitía a la noción de cambio literario, porque la literatura afirma el valor de lo nuevo. Borges reescribía lo viejo, eso es algo que de pronto entendió perfectamente el principiante que yo era. Con la ayuda de unos textos que me pasó Boutade, me pareció intuir que Borges había inventado la posibilidad de que nosotros los modernos pudiéramos, en rara vecindad con lo genuinamente literario, practicar también el ejercicio de las letras, es decir, que pudiéramos nada menos que seguir escribiendo.
En esos días, como no paraba de hallar ideas en Borges, no tardé en verle de nuevo asociado con Orson Welles la noche en que fui con Jeanne Boutade a ver F for Fake, esa película donde, a partir de entrevistas con el falsificador de cuadros Elmyr de Hory y con Clifford Irving (autor de una biografía apócrifa de Howard Hughes), se jugaba con las nociones de verdad y mentira en el arte. Los temas de la película eran borgesianos: la falsificación, la lábil frontera entre realidad y ficción, por ejemplo. F for Fake me recordó a Vicky Vaporú en la cola del pan, preguntándome si no era verdad que ella era una falsificación verdadera. La película, aunque en ella nunca se nombraba a Borges, me descubrió tramas, fraudes y laberintos sobre los que podía escribir si continuaba queriendo llegar a ser un escritor de verdad. Para serlo tenía que saludar la invención de lo verdadero, del mismo modo que tenía que inventarme a mí mismo si de verdad quería ser escritor. F for Fake hizo que aumentara mi pasión por los libros apócrifos, por las reseñas de libros falsos, por el mundo de los grandes impostores, por el de los hombres que se hacen pasar por otro, por el de los hombres que son alguien y por el de los que no son nadie.
La influencia, la sombra de aquella película iba a ser alargada, iba a cambiar los pasos del principiante que yo era. Ya empezó a influir en el momento mismo en que salí a la calle y mi amiga Boutade me comentó entusiasmada: «Te lo dije. Ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien. Ni Epiménides lo sabía.» Le pregunté si Epiménides era su novio. Rió, negó con la cabeza. «Es un sabio antiguo», dijo, y luego citó las palabras por las que había pasado a la historia: «La frase que sigue es falsa. La frase que la precede es verdadera.»
Volví aquella noche a la buhardilla convertido en el hombre que no sabía quién era. Y poco después, tras leer un cuento de Borges sobre cuchilleros, imité en La asesina ilustrada a los falsificadores de la película de Welles y, citando sin citar a Borges, hablé de «un cuchillero que va dejando su fuerza en su arma y al final el arma tiene una vida propia (como para Hoffmann la tenía aquel diabólico violín de Krespel) y es el arma la que mata, no el brazo que la maneja». Fue la primera vez que, sin citarlo, pero con voluntad de acero, cité a un hombre llamado Borges, fui en otro, cité a un hombre que era alguien, fui un hombre que no era nadie.