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Una noche, me desperté de golpe a causa de la fuerte tormenta que caía sobre París. Cerré la pequeña ventana de la buhardilla, me coloqué un chal sobre los hombros, escuché con cierto placer los truenos y jugué a sentir miedo con los relámpagos. Me acordé de la frase de Juan Benet que había oído yo hacía pocos días en Barcelona, una frase dicha también en día de tormenta. Y sentí de pronto unos deseos inmensos de comenzar otra novela, dejar para otros días y otras noches las páginas finales de La asesina ilustrada. Fui a mi escritorio y recordé que yo a fin de cuentas era mediterráneo y que, a pesar de que detestaba la vulgaridad de los veranos de los bañistas, no por eso dejaba de encantarme el sol y el mar. En medio de aquella tormenta, me incliné sobre mi escritorio y anoté triunfalmente la primera frase de mi nueva novela: «Amo el sol, la arena y el agua salada.» Llené toda una página hablando de mi fascinación por el Mediterráneo. Nunca logré pasar a la segunda. «Hoy he escrito la primera página de una novela, y no sé de qué se trata, pero sé que me espera un año de obsesión», le había oído a Benet. También yo había escrito la primera página y no sabía de qué trataba mi novela. Hasta ahí todo perfecto, todo idéntico, pero a partir de ahí todo distinto. Me pasé horas esperando que empezara mi año de obsesión, y éste no comenzaba nunca. ¿Cómo sería, por otra parte, un año de obsesión? No era tan sencillo como en un primer momento había pensado. ¿Y qué podía ser además exactamente una obsesión? Al día siguiente, con la tormenta ya terminada, volví cabizbajo y humillado a La asesina ilustrada. Escribí unas horas por la mañana y luego salí a comprar la prensa deportiva española y fui a comer a un restaurante chino muy barato de la rue du Bac, y en el camino me crucé con Martine Simonet. Lo hubiera dado todo para que me acompañara a comer. En lugar de eso, caminando ella con rapidez, desde una acera a la otra me hizo señales como diciendo que había sido muy fuerte la tormenta de la noche anterior. Y dobló una esquina, desapareció. No me dejó ni decirle que yo amaba el sol, la arena y el agua salada. Tal vez fue mejor así, porque ese día, de haber podido decirle eso, también le habría dicho alguna frase más. «Desde hace un año eres mi obsesión», le habría dicho por ejemplo.