Recuerdo muy bien un día muy frío de noviembre, ¿o fue en diciembre?, del 74, en el que por fin me decidí a hacer una incursión en la place de la Contrescarpe, tan ligada al recuerdo de los días de Hemingway en París. Sentado en la terraza del bar que en los años veinte se llamaba Café des Amateurs («era un café triste, mal iluminado, y allí se agolpaban los borrachos del barrio y yo me guardaba de entrar porque olía a cuerpo sucio y la borrachera olía a acre», se lee en París era una fiesta), vi pasar por allí, en menos de una hora, unos cinco o seis rastreadores de la vida de Hemingway, excursionistas que subían por la empinada rue Mouffetard y una vez en la plaza buscaban el antiguo Café des Amateurs, tomaban fotos y luego, como si fueran curtidos alpinistas, seguían ascendiendo hasta plantarse frente al 74 de la rue du Cardinal Lemoine, donde vivió Hemingway a principios de los años veinte. Allí seguramente miraban y fotografiaban la placa conmemorativa del paso del escritor por aquellos parajes, rezaban una oración por su héroe y descubrían que el famoso bal-musette, el baile popular que estaba debajo de la casa y cuyos acordeones no dejaban escribir a Hemingway, se había convertido en una humilde discoteca.
Recuerdo muy bien que, sentado allí en la terraza del café, me vino de golpe a la memoria una escena de Las nieves del Kilimanjaro en la que el protagonista, que se está muriendo, recuerda todas las historias que nunca escribirá: «Sabía por lo menos veinte buenas historias del mundo exterior y nunca había escrito ninguna. ¿Por qué?»
¿Sabía yo también veinte historias?, me pregunté ese día enseguida. En verdad no, había vivido poco, tenía escasas experiencias y, si quería ser honesto conmigo mismo, debía reconocer que no tenía veinte y ni siquiera tenía una sola historia que no fuera la de La asesina ilustrada, libro que me convenía seguir escribiendo, y luego las musas ya dirían. Tampoco es tan grave, recuerdo que me dije. Después de todo, es cuestión de paciencia, algún día seré un buen escritor. Pero también recuerdo que entonces entré en una cadena de preguntas: ¿Y por qué diablos no soy ya ahora mismo ese buen escritor que un día seré? ¿Qué me falta para serlo? ¿Vida y lecturas? ¿Eso me falta? ¿Y si no llego a ser nunca un buen escritor? ¿Qué seré entonces? ¿Seré toda la vida un joven sin experiencia ni lecturas, incapacitado para escribir bien? ¿Podré soportarlo? Pensé de nuevo en La asesina ilustrada y esa vez me dije que debería ya acabarla para tratar de embarcarme en un nuevo proyecto, en un nuevo libro que la superara. ¿Pero de qué modo superarla si no sabía hacerlo mejor de como lo estaba haciendo? ¿De qué modo superarla si dedicaba muchas horas a husmear en todos los libros que tenía en la buhardilla en busca de ideas para escribir otro libro y no encontraba nada y eso me hacía vivir todas las horas al ritmo de mi desesperación en negro?
Si de verdad fuera escritor, me dije, no tendría problemas tan salvajes. Pero ¿había que esperar a otra edad para no tenerlos? ¿Se llegaba alguna vez a ser escritor de verdad?
Si de verdad fuera escritor, me dije, África sería mía. ¿Y por qué África? Porque conocería la melancolía de regresar a donde nunca estuve. Porque iría a lugares en los que ya habría estado antes de haber ido nunca, ciudades en las que ya habría estado antes de estar jamás.
Si de verdad fuera escritor, probaría como Rimbaud a crear todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Intentaría inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas.
Si de verdad fuera escritor, sería absolutamente moderno. Y con la aurora, armado de una ardiente paciencia, entraría en las espléndidas ciudades. Si de verdad fuera escritor, transcurrirían mis días de forma muy distinta. Si de verdad fuera escritor…