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Jeanne Boutade se parecía mucho a Coco Chanel, pero en versión más moderna. Era una especie de enjuto y pulcro gorrión, locuaz y animado como un pájaro carpintero. Hablaba mucho y confundía bastante los datos que manejaba aunque a veces era sorprendentemente lúcida, pero por lo general se hacía siempre un lío enorme con la información adquirida en los, según ella, mil libros que había leído en los tres últimos años, concretamente desde que se había enterado de que ya era mayor de edad y, desesperada al ver que ya no era una niña, se había puesto a leer novelas y ensayos para tratar de saber algo sobre el mundo, para tratar de averiguar todo lo que mientras fue niña no le había interesado para nada.

En cuanto al escritor, dibujante, actor y pintor Copi, había sido uno de los anteriores inquilinos de mi buhardilla y se había dejado en ella un manuscrito que un día decidió recuperar, y así fue como nos conocimos. Luego resultó que teníamos muchas amistades comunes, los dos teníamos amigos, por ejemplo, dentro del que podríamos llamar grupo argentino de París, un grupo de personas jóvenes que a menudo rodeaban a Marguerite Duras y de las que guardo el recuerdo de que se hallaban siempre muy cómodas en compañía de la inteligente locura de ella, se hallaban muy cómodas porque, además de divertida y de comunicar una sensación de libertad y de euforia, Marguerite se interesaba mucho por todos ellos, siempre andaba haciéndoles preguntas indiscretas, quería estar al día y saberlo todo. Como decía Copi: «Marguerite está sola, pero se alimenta de los demás.»

Un día, Copi, Boutade y yo fuimos a comer ostras a una brasserie del barrio. Me acordaré siempre de ese día, no sólo porque fue la primera vez en mi vida que comía ostras (invitaba Copi), sino también porque descubrí que había personas que podían vivir literalmente de un secreto y también porque la luz de invierno era hermosísima, seguramente en mi vida he visto otro día con una luz como aquella. Nos habíamos encontrado los tres casualmente en la rue de Medicis, a la altura de la librería Corti, y bajo el viento vivo y claro habíamos comenzado a caminar juntos paseando por la gravilla rociada de los caminos del Jardin du Luxembourg. Aún no habíamos decidido ir a comer ostras cuando, cruzado ya el Luxembourg, al entrar en la rue Bonaparte, casi chocamos con el bohemio Bouvier que, señalando hacia lo alto de un inmueble de aquella calle, estaba contándole a un matrimonio despistado que allí de joven habían transcurrido sus años de bohemia. «Ahí viví, y ahí, por culpa del inmueble, me obturé y como artista fracasé», les estaba diciendo con una voz muy cantarína.

«Mirad, mirad ese viejo», dijo Copi. Todos le habíamos visto alguna vez. Boutade incluso había hablado con él una noche en que se lo había encontrado frente al portal de su casa y al verle encender una cerilla que no estaba destinada a ningún cigarrillo, le había preguntado qué estaba haciendo y el viejo le había contestado: «Es de noche, ¿sabes? Enciendo una cerilla para así no ver nada.»

Estaba loco, eso parecía claro. Pero no dejaba de ser enigmática su obsesión por culpar a los inmuebles del barrio —sólo a los de aquel barrio— de su fracaso artístico. El bohemio Bouvier ocupó aquel día una parte de nuestra conversación en la terraza, con braseros fuera, de la brasserie donde nos atiborramos de ostras y donde Copi no dejó ni un solo segundo de comportarse como una rata. Y es que Copi tenía gran tendencia a identificarse con los papeles que representaba y en aquellos días interpretaba todas las noches su obra Loretta Strong en un teatro de París. En esa pieza teatral se contaba la historia de una rata a la que habían enviado al espacio y que, al desaparecer por accidente la humanidad entera, se había quedado sola en el universo y monologaba como una loca.

Su gloriosa conducta de rata fue la que aquel mediodía iba a abrirme definitivamente los ojos acerca de la ausencia de fronteras entre el teatro y la vida y también la que iba a descubrirme la inmensa capacidad que otras personas poseen para escribir peligrosamente, es decir, partiendo, ya desde el primer momento, de una situación límite que obliga al autor a no rebajar nunca la alta tensión con la que ha iniciado el drama. ¿Sería capaz yo algún día de escribir partiendo de una situación límite, tal como hacía siempre mi admirado Copi? Eso me preguntaba aquel día mientras comía ostras con el escritor y con Boutade y, mientras las comía, por una parte me acordaba de Hemingway, que, cuando tenía algo de dinero en París, las comía «con su fuerte sabor a mar y su deje metálico que el vino fresco limpiaba, dejando sólo el sabor a mar y la pulpa sabrosa», y por otra parte no dejaba yo de pensar en la suerte que tenía de poder comer aquellas deliciosas ostras, de poder comerlas bebiendo lentamente el frío líquido de cada una de las conchas y perder ese gusto poco después con el neto sabor del vino blanco seco.

«¿Por qué el bohemio Bouvier se dedica a acusar a este barrio de haber arruinado su arte?», preguntó Copi con la voz que tendrían las ratas si éstas tuvieran voz y, además, esa voz fuera ronca. Boutade se quedó pensativa, bebió de golpe un vaso de vino entero y luego dijo: «En el fondo es muy divertido el viejo. No se da cuenta de la que se ha librado al no ser un artista de éxito.» Y luego se hizo un lío con varios nombres famosos y llamó Pablo al pintor Miró.

«Pensad en Tolstói o en Hemingway, triunfadores. Y recordad qué les pasó a estos y a otros tantos artistas famosos cuando envejecieron», dijo Copi.

«A veces, yo iba a comer a La Fragate y veía allí a Henri de Montherlant escondido detrás del piano, daba un asco y al mismo tiempo una pena increíbles, se veía que se iba a suicidar. No hay un solo artista que, por mucho que haya triunfado, no termine por recluirse, por esconderse cuando se hace viejo», dijo Boutade.

«Tal vez el bohemio Bouvier fue existencialista y novio de Juliette Greco y por eso está así», dije bromeando. Creo que Boutade ni me oyó. Se hallaba pensativa desde hacía unos instantes y no me oyó. Dijo de pronto, como iniciando una letanía de reflexiones: «Ellos, los triunfadores, se matan, o enloquecen o se vuelven idiotas, o se mueren de aburrimiento, casi ninguno soporta con grandeza la vejez. En cambio, el bohemio Bouvier, gracias a su fracaso, tiene una presencia y una dignidad fantásticas, ¿no os parece? Aunque, eso sí, le sobra esa obsesión por los inmuebles del barrio.»

«A veces me pregunto si no pasó sus años de bohemia precisamente en mi buhardilla y mi destino va a ser el suyo», dije volviendo a bromear. Boutade, que tampoco me escuchó esta vez, se puso a hablar como si de pronto hubiera tenido una iluminación: «Estoy segura de que el viejo nunca nos diría por qué le obsesionan los inmuebles de este barrio, y no nos lo diría porque seguro que ese secreto es muy importante, es lo que le mantiene vivo, seguro que al bohemio Bouvier sólo le queda eso, el secreto de por qué actúa así. Vive de ese secreto

«No está mal visto», dijo Copi. Pero después ironizó: «Aunque también podría decirse que el viejo es de los que saben que tres personas pueden guardar perfectamente un secreto siempre y cuando dos de ellas estén muertas.»

Este verano en París, paseando por el barrio, volví a pensar en lo que dijo Boutade aquel día y me pareció que efectivamente no estaba mal vista esa idea de que tal vez el bohemio Bouvier vivía de su secreto. Pensé mucho este verano en París en aquel día de inolvidable luz de invierno en el que fui a comer ostras con Copi y Boutade. Pensé tanto que comencé a mirar de arriba abajo los inmuebles tratando de odiarlos para así poder acusarles de mi fracaso de buhardilla de aquellos años y de paso averiguar por fin qué clase de secreto era el que le daba tanta vida a Bouvier. Pero nada conseguí en este sentido y acabé confirmando que, al igual que Copi y Boutade y al igual que un día me sucederá a mí, el bohemio Bouvier se llevó, como todo el mundo, su más intransferible secreto a la tumba. Ya lo decía Hemingway en su tesis sobre el cuento, en su famosa teoría del iceberg: lo más importante nunca se cuenta.