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Dudaba mucho, eso está claro. No era algo que fuera especialmente malo, pero me faltaba saber que no lo era. Sufría dudando tanto y podría haberme ahorrado el desasosiego y dudar sin más, sin problema alguno. Ignoraba que dudar es escribir. Lo diría Marguerite Duras en 1995, hacia el final de sus días: «Ya puedo decir lo que quiera, nunca sabré por qué se escribe y cómo no se escribe. En la vida, llega un momento, y pienso que es total, del que no nos podemos librar, en el que todo se pone en tela de juicio: dudar es escribir.»

Permítanme que improvise algo ahora, que deje de leer por unos momentos y les diga algo que creo que va a encajar a la perfección dentro del momento de la conferencia en el que nos encontramos, cuando ustedes disponen ya de una notable vista sobre la grisalla de mis días en París. Creo que debo decirles que de todas las frases de Marguerite que he leído hay una que sé de memoria y que a mi entender dice la verdad sobre mí y sobre la vida que estoy contando en esta conferencia: «Llevamos una vida muy pobre los escritores: hablo de la gente que escribe de verdad. No conozco a nadie que tenga menos vida personal que yo.»