Dando vueltas a lo que Juan Marsé me había dicho en Barcelona, me pareció descubrir que sus palabras sobre fragmentos que hay que arrojar a veces a la papelera podían estar relacionadas con el enigmático apartado unidad y armonía que aparecía en la cuartilla con instrucciones de Duras. Si no entendía mal, una novela tenía que tener cierta coherencia interior y era preferible que el argumento fuera uniforme. Todo lo que escapara de la trama debía ser, por muy seductor que resultara lo que uno hubiera escrito, eliminado. ¿No era eso lo que me había estado diciendo Marsé en Bocaccio? ¿O tal vez había querido explicarme que mientras escribía le surgían historias inesperadas que crecían incontrolables al margen del tronco central de sus tramas y a las que debía renunciar con cierto pesar a veces? ¿Me había estado hablando en realidad de la unidad y la armonía? ¿O me había hablado de algo muy distinto? ¿Podía yo aceptar como una ley inflexible que las novelas tuvieran que tener unidad? Lo mejor tal vez era lo que había ido haciendo en La asesina ilustrada, donde no me había desviado nunca de la espina dorsal de la historia. Pero no estaba tampoco tan claro que eso fuera lo mejor, pues paradójicamente, mientras escribía el libro, había ido descubriendo que era muy discutible que una novela tuviera que tener forzosamente unidad y armonía. Pues ¿qué pasaba entonces con las divagaciones? Yo sabía, o mejor dicho intuía, que había novelas muy buenas que resultaban muy brillantes precisamente por las digresiones que incluían. Además, yo me decía que un libro era como una conversación. ¿Tenía que sostener una conversación durante horas el mismo tema, la misma forma o la misma intención?
Le conté mis angustias a Raúl Escari, que me dijo que el tema de la unidad y la armonía era una cuestión mucho más difícil de resolver de lo que yo pensaba. «¿Y por qué?», pregunté asustado. Estábamos en su casa de la rue de Venise. Recuerdo muy bien que sonaba en el tocadiscos música de Boris Vian y que habíamos discutido porque yo —supongo que traumatizado todavía por la figura de Vian— prefería escuchar a Harry Belafonte. Fue a su biblioteca y dijo que iba en busca de una muestra ejemplar del combate feroz de un escritor por la unidad. Y al poco rato volvió con las cartas de Flaubert a Louise Collet: «En cinco meses he escrito setenta y cinco páginas. Cada párrafo es bueno en sí mismo y hay páginas que son perfectas. Estoy seguro de ello. Pero, precisamente por eso, la cosa no marcha. Es una colección de párrafos bien acabados y ordenados que no se comunican uno con otro. Tendré que deshacerlos, aflojar los goznes, como se hace con los mástiles de un barco cuando se quiere que las velas cojan más viento…»
«Así que», dijo Raúl, «no es cuestión ni de unidad ni de cierta tolerancia hacia las divagaciones. El asunto es más profundo o complejo de lo que parece. Que los párrafos se comuniquen entre ellos. Nada más ni nada menos.»
No se lo dije, pero me dio un mareo.