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Y ya que hablamos de exiliados españoles en París, creo que el caso del joven y chiflado huérfano Tomás Moll, que acabó convirtiéndose en toda una institución del Café de Flore, puede merecer nuestra atención. Habiendo heredado una gran fortuna en su Mallorca natal, el joven Moll, que de la noche a la mañana vio con satisfacción cómo a causa de un accidente se quedaba sin familiar alguno en la vida, se trasladó inmediatamente —él decía que se había exiliado— a París, la ciudad de sus sueños.

Se trasladó o exilió a París buscando olvidarse de los andrajosos y desaseados muertos que dejaba atrás (su mallorquina familia era muy decadente, pero eso no da siempre, ni mucho menos, patente de elegancia) y llevar allí una vida de dandy o de flâneur, dos formas de ser en la vida que eran impracticables en su apelmazada ciudad de Palma de Mallorca. Pronto renunció a lo segundo, a ser flâneur, porque se volvió sedentario en el Flore. Le fascinó y atrapó la terraza de ese café hasta el punto de que, en compañía de un secretario venezolano que contrató en París, comenzó a pasar allí días enteros dedicado, con el máximo dandismo posible, a ir preparando el material adecuado para un extravagante libro que pensaba titular Cómo ser lo menos parecido a Baroja aunque te hayas exiliado a París.

En cierta ocasión, recién llegado el joven millonario Moll a París, había acudido, por pura curiosidad, a la tertulia española del filósofo García Calvo en el Café La Boule d’Or de la place Saint-Michel, donde, tal como había intuido que le ocurriría, quedó horrorizado por el ambiente atrabiliario y la escasa elegancia del personal. La tertulia española le recordó a la decadente familia sucia que había dejado atrás. Espantado ante la mugre de una —para él— malentendida dignidad, ni siquiera le quedaron fuerzas para acercarse a García Calvo y preguntarle su opinión sobre la vida de Baroja en su primer exilio en París.

En todo caso, aquella breve incursión en La Boule d’Or le fue muy provechosa, según me dijo el día que hablé con él. Aquella incursión le inmunizó contra cualquier otra veleidad o tentativa de buscar cafés mejores que el Flore. No era feliz, me confesó ese día, el único en que hablé con él. Y no lo era básicamente porque notaba que todas las personas que se le acercaban lo hacían por interés, por su dinero. A su secretario al menos lo había ido a buscar él y la relación no había pasado por el molesto trance por el que pasaban el resto de sus relaciones, el trance incómodo de la sospecha y la desconfianza.

«¿Entonces debes de estar sospechando de mí?», le dije ese día en que cruzamos unas palabras en el Flore. «Mucho», me contestó. Yo me había acercado a él intrigado por saber cómo se escribía una novela con secretario. En la cuartilla con instrucciones de Marguerite Duras no se me había dicho nada sobre la posible necesidad de contar con un ayudante. Y aunque estaba prácticamente seguro de que no era necesario tener secretario para escribir, yo no quería descartar nada de antemano, pues no andaba sobrado de recursos para sacar a flote mi frágil condición de escritor principiante. Eso me llevó a preguntarle al joven Moll en qué consistía la aportación intelectual de su acompañante venezolano y si lo había contratado únicamente porque quedaba muy elegante tener secretario. «Todo puede ser elegante salvo parecerse a Baroja cuando vivía en París», me contestó. Y así fue como empecé a saber cuál era el tema del que hablaba el libro en el que estaba trabajando.

A través de la recogida de datos sobre la vida que llevó Baroja hacia 1912 en su primer exilio en París —minucioso estudio en el que trabajaban varios estudiantes contratados para ello y a los que coordinaba su secretario y de cuyos resultados le informaba cada día puntualmente en el Flore—, iba preparando un libro que propondría un modelo de vida a escritores que se hubieran exiliado o tuvieran en el futuro que hacerlo: un modelo impecable, basado en la búsqueda descarada de la felicidad y diametralmente opuesto a la nada modélica vida que, según él, había llevado Baroja en París cuando en una asquerosa mesa con tapete escribía El árbol de la ciencia en su infame habitación del horrendo Hotel Bretonne de la rue Vaugirard.

«Precisamente a cuatro pasos de allí», me comentó aquel día el joven Moll en el Flore, «también en la rue Vaugirard, en duro contraste entre la literatura española y la norteamericana, en un maravilloso apartamento del número 58, vivían rodeados de glamour Scott Fitzgerald y Zelda. Baroja, en cambio, lo hacía en un sórdido cuarto con la cama empotrada en la pared. La literatura española no será nunca nada si no se aleja de las mesas con tapete y las camas empotradas.»

Me contó horrorizado —supongo que buscando que yo compartiera su horror— que Baroja sólo dejaba atrás su cuarto de hotel en París para dar la cena —como vulgarmente se dice— a los amigos que le visitaban y a los que, como contara Ramón Gómez de la Serna en un retrato de Baroja, se empeñaba en ensombrecerles la vida con largas monsergas sobre la importancia de la ciencia y del biólogo Metchnicov, entonces de moda porque acababa de dictaminar que la larga vida de algunos ciudadanos búlgaros se debía a los productos lácteos fermentados. «Nada», repetía una y otra vez Baroja en las cenas, «lo que hay que ser es un Metchnicofff» (y añadía tres efes en lugar de la v final).

No era necesario ser un lince para ver que el libro del joven huérfano y millonario Moll era el delirio de un chiflado al que le estaban birlando dinero un buen grupo de falsos estudiantes, amigos todos del secretario venezolano. Pero como en cualquier caso no cabía duda de que el Flore, con su historial de exilios, era el lugar más apropiado para ir preparando un libro sobre el exilio de alguien, le felicité por haber elegido trabajar en un escenario tan adecuado como aquel café. En fin. Hablé con el joven Moll sólo ese día, pero eso no significa que no fuera siguiendo, aunque siempre a prudente distancia, la laboriosa elaboración de un libro que, a medida que los estudiantes contratados por el secretario iban escandalosamente en aumento, se fue alargando y alargando en su preparación hasta que un día, por lo visto, ya muchos años después de que yo dejara París, ese libro se le volvió interminable al joven millonario, se le volvió literalmente infinito: algo que, según me contaron, el propio Moll constató sin que le importara nada que así fuera, más bien todo lo contrario, pues para entonces ya había descubierto que la verdadera gracia del libro y el verdadero dandismo residían en la generosidad de dar trabajo a estudiantes falsos. De modo que, a pesar de que se le había revelado infinito, decidió continuar con los preparativos de un libro que, por otra parte, debería haber ya interrumpido hacía tiempo, concretamente cuando comenzó a leer a Baroja y descubrió que lo adoraba y que había sido una imperdonable frivolidad haber querido machacarle por detalles tales como que le faltara el botón de una camisa. Si no había interrumpido entonces los preparativos, menos lo iba a hacer ahora porque el libro se le hubiera vuelto infinito. ¿Para qué interrumpirlos si a fin de cuentas el libro no aparecería nunca y en cambio la continuación de esos preparativos le iban a seguir permitiendo ayudar, con todo el dandismo del mundo, a un buen número de jóvenes necesitados de trabajo, en este caso de un trabajo que era —lo sabía Moll y lo sabía el secretario y al final me dicen que lo supieron todos— pura farsa, necesidad de repartir el dinero de la herencia de una asquerosa familia mallorquina?

Moll acabó convertido en una institución de la terraza del Flore, y hasta los japoneses en los años ochenta le buscaban para fotografiarlo junto a su secretario. Murió de enfermedad fulminante en febrero del 92. Hay una maravillosa fotografía de finales de los ochenta, creo que es del invierno del 89, en la entrada del Café de Flore en la que puede verse al millonario mallorquín y al secretario venezolano rodeados de sonrientes falsos estudiantes de los que no puede exactamente decirse que se hubieran acercado a Moll y al ayudante venezolano (ya para entonces también millonario) por interés económico alguno sino que, como decía con felicidad el propio secretario, los habían ido a buscar ellos; todos aquellos jóvenes en paro habían sido literalmente captados y enredados por ellos, embarcados en la aventura de un libro insensato y sin final, pero que a fin de cuentas daba de comer a mucha gente y le permitía además al ya no tan joven Moll, a ese gran chiflado y extraño huérfano, justificarse ante la muerte con una obra bien hecha aunque ésta fuera infinita y, por tanto, inacabada: justificarse ante la muerte y ser además, por su ética de la generosidad (y no por su estética contraria a las camas empotradas), un verdadero dandy. Una silueta dandy en el exilio dorado del Café de Flore de su vida.