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Íbamos andando por el boulevard Saint-Germain cuando, a la altura del Relais Odéon, se me ocurrió sugerirle a Amapola (andaluza con aires de camionero) que nos detuviéramos un momento a jugar una partida en la máquina del millón, a jugar al flipper. En el fondo, era una estrategia para ver a Martine Simonet, que solía ir a jugar también a aquel flipper. Era un día gris de otoño y yo me sentía profundamente nostálgico y desolado y me parecía que, sólo si veía a la bella Martine, me pondría de buen humor.

Amapola, tal vez celosa porque había adivinado lo que yo andaba buscando, actuó como si fuera una Martine al revés y con gran facilidad logró, con su inolvidable voz de cazalla, ponerme directamente de mal humor. «Escucha», dijo, «ya no tienes edad para jugar a esa máquina. No entraremos en el Relais. Cada día te pareces más a un paquete de naipes caído.» Me intrigó la imagen de las cartas desparramadas. «¿Qué quieres decir?», pregunté. «Pues, hijo, que eres la pura confusión y el extravío. Porque, vamos a ver, ¿qué piensas hacer de tu vida?» Me pareció desmesurado atacarme de aquella forma sólo porque no quería pararse a jugar al flipper. «¿Y puede saberse adónde vamos tan deprisa?», le contesté. Se plantó un momento en la calle y, en una de sus habituales salidas extravagantes, dijo con su fuerte acento andaluz: «A suicidarnos por pasión.»

Al llegar al Relais, la máquina estaba ocupada por Javier Grandes. «Al menos, déjame entrar en el bar, deja que lo salude», le dije a Amapola. Entramos, ella lo hizo a regañadientes. «¿Qué hacéis?», preguntó Javier sin quitar los ojos de la máquina. «Discutir», dijo ella. «¿De qué?», preguntó Javier. «De nada», dije yo. «¿Cómo que de nada?», me regañó de nuevo Amapola, «hablamos de ti, que eres pura confusión y extravío.» «¿Y eso?», preguntó riendo Javier. «No sabe aún lo que será en la vida», explicó ella.

Javier, sin dejar de jugar al flipper, soltó una de sus características carcajadas y luego, casi a voz en cuello, le dijo a Amapola: «Pero sí que sabe lo que será en la vida. Escritor. Otra cosa es que vaya un poco retrasado.» Nueva carcajada de felicidad de Javier, me pareció descubrir que se había fumado un porro de marihuana muy importante. «¿Retrasado?», protesté. Javier dejó de jugar por unos momentos, me puso la mano en el hombro, me dijo con su inconfundible acento de Fuencarral, el barrio de Madrid en el que había nacido: «Quiero decir que vas retrasado comparado con Boris Vian. A tu edad él ya casi se había muerto, pero había escrito quinientas canciones, trescientas poesías, no sé cuántas novelas, cincuenta obras de teatro, ocho óperas, mil quinientas críticas de música. Y no sólo eso, usaba y abusaba de la trompeta. Y era un noctámbulo glorioso, que iba todos los días del Bar Vert a La Rhumerie Martiniquaise, del Tabou al Petit Saint-Benoît, del Trois Canettes al Vieux Colombier. Dos matrimonios, no sé cuántos hijos, estudios de ingeniería, mil discusiones con los camareros del Balzar, gamberradas mil, se tragaba las agujas de los tocadiscos en los guateques de los niños ricos de este barrio, y, en fin, para qué te voy a contar.»

Me quedé con la cabeza baja, prácticamente hundido, como si hubiera perdido mil partidas de flipper. «Eso», me dijo Amapola, «ahora ya sólo faltaba que te deprimieras.»