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Me han dicho que usted se llama Clara. ¿Es así? ¿No? Bueno, tampoco soy un adivino. La verdad es que nadie me ha dicho que usted se llamara así. Sólo tenía ganas de establecer un breve contacto con alguien del público, apartarme un poco de mis papeles, del manuscrito de esta conferencia. Volver a improvisar de nuevo, decirle a usted y al público en general que no me desdigo de algo que ya les dije: me gusta más Nueva York que París. Y no voy a negar ahora que, como hizo Hemingway en mayo de 1918, me habría encantado pasear por Broadway y Manhattan, fanfarroneando con mi uniforme de subteniente honorífico. Y desfilar como él por la Quinta Avenida. Y tampoco voy a negar ahora que me gustan las enfermeras que llevan el pelo a lo garlón y que a las enfermeras les gusto yo, claro que sí. Usted es enfermera, no creo que me equivoque. No se llama Clara, pero es enfermera.

Me gustan las enfermeras porque tienen una gran capacidad de sacrificio y resistencia. Lo sabía muy bien Hemingway, que se enamoraba a menudo de ellas. En Italia, durante la Primera Guerra Mundial, una ametralladora austríaca le alcanzó en la pierna izquierda y le llevaron al hospital de la Cruz Roja americana, en la via Manzoni de Milán. Había allí dieciocho enfermeras para sólo cuatro pacientes. Pues bien, Hemingway se enamoró de Agnes Hannah von Kurowsky, la enfermera jefe, una americana de origen alemán que le inspiró la heroína de Adiós a las armas y que llevó al irónico Scott Fitzgerald a decir que Hemingway necesitaba una mujer nueva para cada novela que escribía. Desde luego usted, la que no se llama Clara, es la mujer nueva de esta conferencia, de eso no tengo la menor duda, como tampoco la tengo de que París no se acaba nunca. Está bien, márchese, nadie se lo impide. Que conste que no quise molestarla. Sólo soy un hombre cansado. Márchese, claro que sí. Tampoco es grave. Además, ya iba a terminar por hoy. Mañana les diré si quería yo realmente triunfar en París.