74

Iba con Raúl Escari a muchas reuniones de argentinos y debió de ser hacia julio del 74 cuando, en una fiesta que tuvo lugar en el taller del pintor Antonio Seguí, conocí a Gilberta Lobo, una señora uruguaya que tenía cerca de ochenta años de edad y a primera vista era una mujer de gran personalidad, muy interesante, aunque a veces comunicaba cierta angustia, ya que parecía ser asaltada de vez en cuando por breves pero intensas ráfagas de desasosiego. Lo sabía todo sobre España, aunque no había pisado tierra española nunca. Pero ese país era la única pasión de su vida, según me dijo. Los hombres, en cambio, no habían sido nunca su gran pasión. Eso me dijo y luego se vanaglorió de llamarse de forma parecida a Gilberta de Saint-Loup, un personaje de Proust, y volvió a insistir en lo de los hombres y se mostró orgullosa de no haberse casado con ninguno. «Todos acaban resultando muy pesados», dijo, y me preguntó a bocajarro si quería que fuéramos al día siguiente a comer los dos solos a un restaurante. «Si no cree que se compromete yendo a comer usted sola con un joven…», le dije intentando ser ingenioso, pero con evidente torpeza. Al ver que a mi alrededor todo el mundo se reía, añadí a tiempo: «O más bien a comer usted sola con un viejo.» Me di en ese mismo momento cuenta de que esa primera frase mía, la que había hecho reír tanto a los invitados del pintor Seguí, era de las que podría haber dicho mi madre hablando precisamente de mí (para ella yo siempre fui un niño: un niño, dicho sea de paso, gris).

Al día siguiente almorcé en un comedor privado de un hotel de Champs Elysées con la señora Lobo y me sentí, durante un buen rato, un niño en compañía de la madre que hubiera querido tener. «¿Ya te trata bien Marguerite Duras?», fue una de sus preguntas, como rivalizando en sentimientos maternales con mi casera. Me sentí muy bien a lo largo de casi toda la comida. Protegido. Y con madre. Como hacía tiempo que no me sentía. En realidad, pensé, tal vez nunca hasta aquel día había estado protegido por una madre. Una madre, además, que no me consideraba gris, sino con un potencial artístico —según me decía— inmenso, lo que me animó a sentirme creativo y contarle el argumento de La asesina ilustrada, aunque se lo conté absolutamente cambiado.

A que transformara toda la historia de mi novela debieron de contribuir —y no poco— las tres botellas de vino de Burdeos que nos habíamos bebido. El hecho es que le dije que La asesina ilustrada narraba la historia de una anciana muy atractiva pero con tendencias asesinas, una mujer que se dedicaba a cortejar sólo a jóvenes españoles a los que acababa haciéndoles el amor hasta matarlos.

«¿Acaso me ves como una novia caníbal?», me preguntó de repente. No supe qué decirle. «¿Qué crees que soy? ¿Una Mantis religiosa?» No sabía muy bien a qué podía referirse. «¿Crees que soy de las que se come al macho al aparearse con él?» Tras decirme esto, se abalanzó sobre mí y yo recordaré siempre este episodio como uno de los más breves pero también más significativos de lo que podríamos llamar —poniéndole desde luego mucho énfasis al asunto— mi educación sexual en París.

Me metió mano en la bragueta y yo permanecí agarrotado, asustado. «No te veo muy español, más bien pareces un casquete polar», dijo bastante enojada cuando vio que me mantenía casi inmóvil y más frío que un témpano. Iba a preguntarle si aquello era un reproche, pero los efectos del Burdeos me llevaron por otro vericueto.

«¿Y su señora madre?», dije.

Se trataba de una pregunta sin duda educada, pero a todas luces absurda en aquel momento y absurda además para una dama de su edad. Sin embargo la sorpresa llegó cuando supe que, por increíble que pareciera, Gilberta Lobo tenía madre.

«Mi madre sigue admirable», me dijo, y a continuación me explicó el porqué: en el uso de las facultades más materiales, como ir a pie a misa o soportar con insensibilidad los entierros, su madre, a los noventa y cinco años de edad, había ido adquiriendo una extraordinaria belleza moral.

«¿Y la madre de su madre?», pregunté tímidamente y sin la menor sorna.

«Sigue muerta», me contestó.

Vi que esta vez se había enojado de verdad conmigo, me recordó a mi madre cuando se enfadaba seriamente por alguna de mis travesuras. Y en fin. Debo decirles a ustedes algo sin la menor ironía: nunca en la vida me sentí con tantas madres como aquel día.