En París, este agosto, cada día al regresar al hotel pasábamos por delante del edificio de la rue Littré en cuya segunda planta hubo una vez una librería secreta llamada Zékian. Ni mi mujer ni yo nos decidíamos a entrar en ese inmueble para tratar de averiguar qué había en el piso donde antaño estuvo la librería Zékian. ¿Estaría tal vez todavía ahí la librería y encima seguiría siendo clandestina? ¿Y por qué diablos, por cierto, hubo una vez en un París libre una librería clandestina y a mí esto casi me parecía normal?
Recordaba perfectamente y de manera casi obsesiva la escalera de caracol que conducía a la segunda planta, donde había una puerta blanca y en ella, pintada en negro, encima de la mirilla, una minúscula pero orientadora letra Z.
Aunque sentía constantemente la tentación de recuperar para mí mismo el espacio en el que un día vi personalmente al legendario Borges, no acababa de decidirme a dar el primer paso. Al mismo tiempo, esa indecisión, que compartía con mi mujer —también muy indecisa—, iba en realidad agigantando mi curiosidad por saber en qué se habría convertido la enigmática Zékian. ¿Era tal vez ahora la vivienda de una apacible familia burguesa que ignoraba el pasado de la casa y a la que dejaría muy turbada saber que un día, en el comedor de su dulce hogar, Borges confesó que le entristecía pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud?
¿Qué habría detrás de la puerta blanca? Pasaban los días y no nos decidíamos a entrar en el inmueble de la rue Littré y subir a la segunda planta para llamar al timbre de la puerta blanca —¿seguiría blanca?— donde estuvo Zékian. Hasta que una tarde, en el Café de Flore, donde nos refugiamos porque llovía, de pronto nos encontramos —no sabíamos que andaba por París y fue para nosotros una alegría— con el amigo Sergio Pitol, que se convirtió de inmediato en el jefe de la expedición al inmueble de la rue Littré. Fue él quien prácticamente nos arrastró hacia ese lugar. En cuanto aflojara la lluvia, averiguaríamos, dijo, todo lo que tuviéramos que averiguar y no nos iríamos del edificio de la rue Littré hasta que supiéramos qué había detrás de la puerta blanca, qué clase de persona o mueble —dijo sonriendo— ocupaba el lugar exacto donde un día Borges dijo que era triste no tener recuerdos verdaderos de nuestra juventud.
Me sorprendió, ya en el edificio de la rue Littré, ver que en la segunda planta había, una frente a la otra, dos viviendas con sus correspondientes puertas, ninguna de ellas pintada de blanco. Seguía allí, tal como la recordaba, la escalera de caracol, de modo que no nos habíamos equivocado de inmueble, pero sin duda me había traicionado la memoria en lo que se refería a la puerta única en el rellano de la segunda planta. De pronto, toda la investigación en torno al misterio de la Zékian pasó a girar en torno a cuál de las dos era la antaño puerta blanca.
A pesar de mis esfuerzos, me resultó imposible saber cuál de las dos puertas era la que yo, casi treinta años antes, había atravesado en dos ocasiones. Decidimos llamar a la de la izquierda, que era la que más me parecía que podía ser. Nadie contestó. Insistimos, hubo varios timbrazos. Nada. «Está tan claro que ésta fue la puerta de la librería como que no hay nadie ahí dentro. Eran tan secretos sus habitantes que, ya veis, se han hecho invisibles», dijo Pitol, que no ocultaba lo mucho que le divertía aquella investigación. De pronto, me pareció que él se estaba moviendo como si estuviera dentro de uno de sus relatos. Y recordé que sus cuentos serían cuentos cerrados si acabaran revelándonos algo que jamás nos revelarán: el misterio que viaja con cada uno de nosotros. El estilo de cuentista de Pitol ha consistido siempre en contarlo todo pero no resolver el misterio.
Tanto se divertía Pitol que acabó aporreando la puerta, se moría de risa. Entonces oímos que alguien, en la puerta de enfrente, hacía girar la mirilla y nos espiaba. Llamamos poco después al timbre de esa puerta de enfrente. Una mujer de avanzada edad, una vieja dama, la entreabrió con precauciones, dejando puesta la cadena de seguridad. «¿Buscan a alguien?», preguntó. Y entonces Pitol tuvo una salida ocurrente y preguntó en su francés impecable: «¿Monsieur Jorge Luis Borges? ¿Vive ahí enfrente?» Tras un breve silencio, la mujer nos dijo: «Viven ahí, pero no están, no están nunca.»
A Pitol se le iluminó la mirada. Ahora ya sabíamos dónde había estado y dónde podía seguir estando la librería Zékian: donde vivían los Borges que no estaban. Abandonamos el lugar entre risas, con la impresión de haber hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para resolver el enigma de la librería secreta y, en definitiva, del mundo. Nos fuimos de allí con la impresión de haber estado más cerca que nunca de la invisible verdad.