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Unos meses después de escuchar a Borges decir en la Zékian que no tenemos recuerdos verdaderos de nuestra juventud, una muchacha que dijo llamarse Sylvie me paró por la calle y, con voz de conspiradora, me explicó que me había visto el día de Borges en la Zékian y que deseaba comunicarme que el martes de la semana siguiente, a las seis de la tarde, había una intervención clandestina de Georges Perec en aquella librería secreta. «Te espero allí», dijo medio envuelta en el misterio, «no llegues tarde porque Perec será muy breve.» Acto seguido, me dio la contraseña para entrar en la reunión secreta y, doblando la esquina de la rue Saint-Benoît con la rue Jacob, desapareció para siempre. Llevaba el mismo peinado que Jane Birkin, es lo que más recuerdo de ella. Y digo que desapareció para siempre porque no la vi en la Zékian el martes siguiente cuando acudí a la reunión secreta, no la vi allí ni la he vuelto a ver en mi vida. Un misterio.

Me costó mucho decidirme a ir a la Zékian a ver a Perec. Primero porque tenía que ir solo y mi timidez convertía en un trance difícil volver a subir hasta la puerta pintada de blanco de la segunda planta de aquel edificio de la rue Littré en el que meses antes había escuchado a Borges. Y segundo porque a Perec ya le había visto en una ocasión, con motivo de la presentación de un libro de Philippe Sollers, y ya le había espiado lo suficiente. Y, en fin, por muchos otros motivos se me hacía muy cuesta arriba ir a la librería. Pero el hecho es que acabé yendo. Di la contraseña («Soy un hombre que duerme») y entré, y lo hice con mayor timidez aún de la que en circunstancias normales habría sentido, pues se burlaron de mí al responderme a la contraseña diciéndome: «Pues no se le ve cara de sueño.» Había unas treinta personas en la librería y no conocía a ninguna de ellas. A las seis en punto apareció un hombre que dijo ser Perec, pero no lo era. Es más, no se parecía en nada a Perec. Entre otras cosas porque era negro y recordaba mucho a Tony Williams, el cantante de Los Platters. La intervención del falso Perec fue breve y de esas que uno, por mucho que sea un recuerdo de juventud, no olvida. Dijo más o menos esto:

«Hace mucho tiempo, en Nueva York, a unos cientos de metros de los arrecifes adonde vienen a romper las últimas olas del Atlántico, un hombre se dejó morir. Trabajaba de escribiente para un abogado. Escondido detrás de un biombo, se pasaba el tiempo sentado frente a su pupitre y no se movía de allí nunca. Se alimentaba de galletas de jengibre. Miraba por la ventana un muro de ladrillos ennegrecidos que casi hubiera podido tocar con la mano. Era inútil pedirle algo, que releyera un texto o que fuera al correo. Ni las amenazas ni los ruegos tenían poder sobre él. Al final, se volvió casi ciego. Hubo que echarlo. Se instaló en las escaleras del edificio. Entonces lo encerraron, pero se sentó en el patio de la cárcel y se negó a comer.»

Dicho esto, miró fijamente al público durante unos segundos y después fue hacia la salida y se marchó de la librería dando un gran portazo. «Tocar fondo no quiere decir nada», gritó el hombre que estaba sentado a mi lado. Todo el mundo le miró con disgusto. Y poco después se disolvió la reunión. No entendí nada. Salí a la rue Littré y regresé a la buhardilla. No había visto a Sylvie, no había visto a Perec. ¿Y aquel portazo?

Qué raro, pensé. ¿Recordaré esto dentro de unos años? Al día siguiente, la frase «tocar fondo no quiere decir nada» la trasladé a La asesina ilustrada, quién sabe si con el ánimo de recordar con el tiempo al cantante de los Platters.