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Fui a París este agosto y viajé en metro hasta las absurdas edificaciones que acogen la Biblioteca Nacional de Francia, levantada por la megalomanía de Mitterrand. Fui a ese extraño lugar tan convencido como W. G. Sebald de que ahí «está enterrado todo lo que nuestra civilización ha producido», y convencido también de que el hombre moderno, bajo la hipnosis del progreso y del pensamiento único, no echa de menos lo que yace en ese panteón ni tampoco las huellas de los ausentes, extraviado como está el hombre moderno en el espejismo de un futuro que no tiene a su alcance.

También en los años setenta, cuando yo estuve en París —entonces Mitterrand era para mí básicamente un amigo de Duras que en 1943, en plena Resistencia, se había escondido dos noches en mi buhardilla—, el futuro era un espejismo, pero me negaba a aceptarlo. Como era joven, sentía que tenía la obligación de creer que tenía futuro, aunque a éste no lo viera muy claro. Por otra parte, tanto simular desesperación me llevaba a pasarme días enteros desesperado de verdad, viéndolo todo oscuro, muy negro el porvenir. Mi juventud comenzaba a parecerse a lo que antes llamé una desesperación en negro. Esa desesperación —a veces fingida y otras realmente muy vivida— fue mi compañía más fiel y constante a lo largo de los dos años que viví en París. Muchas veces, una repentina lucidez que parecía surgir de mi desesperación menos fingida me decía que estaba enterrando mi juventud en la buhardilla. La juventud es extraordinaria, pensaba, y yo la tengo sofocada viviendo una bohemia que no me conduce a nada.

Un día, a través del ensayo de Cozarinsky sobre Borges y el cine, descubrí al autor de El Aleph. Compré sus cuentos en la Librería Española y leerlo fue toda una revelación para mí, me impresionó mucho sobre todo la idea —hallada en uno de sus cuentos— de que tal vez no existía el futuro. Era la misma que había encontrado en el libro de Miller sobre Rimbaud. Quedé de nuevo perplejo ante esa negación del tiempo, en este caso ante la refutación del tiempo que podía encontrarse en un escrito sobre el Orbis Tertius, el axioma más importante de las escuelas filosóficas. Según ese axioma, el futuro sólo tiene realidad en la forma de nuestros miedos y esperanza presentes, y el pasado sólo tiene realidad meramente como recuerdo.

El pasado es siempre un conjunto de recuerdos, de recuerdos muy precarios, porque nunca son verdaderos. Acerca de esto le oí decir algo muy bello y conmovedor a Borges. Se lo oí decir en una conferencia secreta que él dio en Zékian, una librería clandestina que se hallaba en la segunda planta de una casa de la rue Littré. Fue el propio Cozarinsky quien me puso en la pista de esa librería secreta.

Fui a Zékian sin futuro y salí sin pasado.

Escuché a Borges decir que recordaba que una tarde su padre le había dicho algo muy triste sobre la memoria, le había dicho: «Pensé que podría recordar mi niñez cuando por primera vez llegué a Buenos Aires, pero ahora sé que no puedo, porque creo que si recuerdo algo, por ejemplo, si hoy recuerdo algo de esta mañana, obtengo una imagen de lo que vi esta mañana. Pero si esta noche recuerdo algo de esta mañana, lo que entonces recuerdo no es la primera imagen, sino la primera imagen de la memoria. Así que cada vez que recuerdo algo, no lo estoy recordando realmente, sino que estoy recordando la última vez que lo recordé, estoy recordando un último recuerdo. Así que en realidad no tengo en absoluto recuerdos ni imágenes sobre mi niñez, sobre mi juventud.»

Después de evocar estas palabras de su padre, Borges se calló durante unos segundos que me parecieron eternos, y luego añadió: «Intento no pensar en cosas pasadas porque si lo hago, sé que lo estoy haciendo sobre recuerdos, no sobre las primeras imágenes. Y eso me pone triste. Me entristece pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud.»